Vivir para siempre

Cultura · Juan Orellana
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27 octubre 2010
El segundo largometraje de Gustavo Ron adapta Esto no es justo, la primera novela de Sally Nicholls, una joven británica que aún no cuenta los treinta años. Se trata de una especie de diario de un chaval de once años con leucemia, Sam, que afronta los últimos meses de su vida con la conciencia de quien sabe que va a morir inminentemente. La película -y el libro- parten de las preguntas de un niño que no entiende por qué va a morir tan joven, así como de los deseos que le gustaría ver cumplidos antes de su muerte. De una forma muy fresca y luminosa, el film va desgranando el drama de Sam, su familia y amigos ante el fatal desenlace. Hay que decir que el trabajo de adaptación de la novela es extraordinario, ya que esta tiene una estructura narrativa muy difícil de trasladar al cine.

Llama la atención el esmero formal de la película, aseada e impecable: un montaje moderno y ágil, pero no pretencioso; una dirección de fotografía brillante y matizada; eficaz dirección de actores; y una personal puesta en escena. La atmósfera del film es positiva, capriana, que consigue hacer de la muerte algo nada macabro, y sin caer en excesos melodramáticos, a lo que podría prestarse un argumento como éste.

No es el primer film que afronta la muerte prematura. El erizo (Mona Achache, 2009) presentaba una visión pedante e ideologizada, en las antípodas de la película de Gustavo Ron. Las vírgenes suicidas (Sofia Coppola, 1999) era muy nihilista y desesperanzada. Camino (Javier Fesser, 2008) hubiera sido extraordinaria si hubiera respetado mínimamente la realidad de los hechos. La habitación del hijo (Nani Moretti, 2001) es sin duda la más interesante para ser comparada con Vivir para siempre. Afronta la muerte desde la perspectiva agnóstica del padre, y desde la mirada creyente de la novia. Y esa dialéctica radical entre el sentido o sinsentido de la muerte, imprescindible en cualquier mirada seria sobre el tema, es precisamente lo que Ron y Nicholls diluyen en una ambigüedad que obliga al film a quedarse corto en el plano antropológico. Ni los padres de Sam ni él mismo afrontan explícitamente cuestión tan decisiva. La madre canta en el coro de la Iglesia, pero ese dato nos parece demasiado colateral como para darle mayor importancia.

Es verdad que hay un momento en que Sam y Félix se preguntan por qué Dios permite la muerte de los niños, y sugieren diversas respuestas incompatibles entre sí -las de Félix ateas y las de Sam no-, pero la forma en la que está resuelta la escena no parece tomar partido por ninguna de ellas. O si toma partido no tiene consecuencias.

Esta "neutralidad" existencial del film se hace más llamativa cuando la presentación tan desdramatizada de la muerte obliga al espectador a preguntarse por las razones de un naturalismo tan poco traumático. La poca claridad al respecto inclina la propuesta de Ron-Nicholls hacia una apariencia voluntarista, al estilo del Chaplin del final de Tiempos Modernos. Un voluntarismo que no es receta eficaz para tratar la muerte. Una sinceridad como la de Moretti hubiera llevado al film a más grandes alturas.

A pesar de todo, pocos directores españoles del género dramático están a la altura de Gustavo Ron, como puede ser el caso de Isabel Coixet. Ron tiene maneras de gran director, oficio de artesano riguroso, y muy buena mano para los actores y para el guión. Si sigue profundizando en el camino emprendido, Gustavo Ron será en breve una de las principales referencias de nuestro cine.

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