El pistolero Abel, la bandera blanca y el reposo en el pecho del Maestro
Todo el mundo, más tarde o más temprano, sabe qué significa no estar a la altura. Desde el niño que empieza a sentir sobre sus pequeños hombros el peso de las expectativas de los adultos, hasta los ancianos que se sienten agobiados en una sociedad en la que hay poco espacio para ellos. Sin olvidar a los más jóvenes que temen cada vez más equivocarse y no ser aptos para la vida.
Este miedo puede instalarse como un plomo en el fondo de nuestras almas hasta el punto de hacernos duros y despiadados con aquellos cuyo juicio tememos. Ese juicio podría sacar a la luz nuestra vulnerabilidad. Por eso, para defendernos de la amenaza potencial del otro, llegamos a golpearle preventivamente, sin ni siquiera mirarle a la cara, como hace Abel en su vida. Lo hace no tanto para atacar como para defenderse, casi instintivamente, por el miedo a no estar a la altura. Quizá sea precisamente en este sentimiento donde radica el origen de muchos enfrentamientos que se producen a distintos niveles (seres queridos, trabajo, conflictos mundiales). Conflictos de los que todos somos tristemente espectadores, más o menos implicados.
Si muchos desean la paz en este tipo de conflictos, ¿por qué casi se ríen de él cuando el Papa habla de ello? Una respuesta podría ser que en el fondo domina precisamente ese miedo, que casi siempre consigue tener la última palabra. Por eso la expresión de Francisco sobre la «valentía de la bandera blanca» resulta tan incómoda para la mayoría.
¿Qué es lo que realmente puede disolver el miedo? Juan Crisóstomo cuenta que durante la Última Cena todos los discípulos estaban invadidos por un sentimiento de miedo, cuando no de sospecha, porque Jesús había anunciado que uno de ellos les traicionaría. Precisamente en este contexto, el obispo capta un gesto que calma su abatimiento: Jesús deja que el discípulo amado recueste la cabeza sobre su pecho. Crisóstomo escribe: «Mientras todos estaban turbados y ansiosos, y el mismo Pedro temía, Juan, casi gozoso, se apoya en el pecho de Jesús, y no sólo se apoya, sino que descansa».
En medio del temor general, el miedo de Juan se disuelve en un abrazo que penetra hasta las entrañas y anticipa, con un gesto de extrema ternura, ese perdón que se ofrecería a todos aunque hubieran traicionado. Ese simple gesto rompe la vergüenza de mostrarse frágil y el miedo a no estar a la altura de la situación.
Sólo entonces, sólo cuando uno se abandona desarmado a un abrazo que anticipa el perdón, pase lo que pase, el juicio del otro deja de tener el rostro amenazador del enemigo. ¿Cómo habrá mirado Juan a sus hermanos, desde esa posición? ¿Cómo se habrán mirado los discípulos, viendo a Juan tan tranquilo y alegre? Cuanto más profundo sea el abrazo en el que te hundes, más empiezas a preguntarte cómo incluso la fragilidad de tu hermano, diferente a ti, puede ser abrazada, como lo fue la tuya. Y tal vez, al preguntártelo, te sorprenda sentir cierta simpatía por el otro, no tanto por lo que ha hecho o podría hacer, sino por el simple hecho de que está ahí. De esta simpatía, más profunda que la sospecha y la división, puede incluso brotar de repente la gracia de tender la mano al enemigo, de afirmar una experiencia que nos une antes de un acuerdo: tú y yo necesitamos a alguien, a ese maestro en quien apoyar la cabeza.
Incluso en la novela de Baricco, el miedo de Abel se desvanece en cuanto deja que su cabeza se hunda tiernamente en el pecho del maestro. Ignoro si el autor turinés conocía la escena evangélica del discípulo con la cabeza inclinada. Para todos, el comienzo de la paz, personal y social, puede llegar si hay una presencia en la que por fin se pueda apoyar la cabeza. Es una gracia. Es muy raro encontrar a una persona que no nos juzgue y no huya ante nuestras fragilidades y que las envuelva con un calor misterioso, capaz de derretir cualquier miedo a estar a la altura y de hacernos sentir ya perdonados.
Siempre es una sorpresa cuando se encuentran cristianos que hablan así de su relación con Cristo. De la relación con una presencia amada en la que pueden seguir apoyando su vida, como hizo en su día Juan. La novedad del anuncio pascual, quizás, precisamente en este momento, podría resonar como el testimonio inesperado de un hombre que sale al encuentro de su enemigo para decirle: ‘ven, he encontrado al maestro donde también tú puedes descansar tu cabeza’.
Artículo publicado en L´Osservatore Romano
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