Tabula rasa

Mundo · Luis Ruíz del Árbol
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25 abril 2024
Prácticamente todos los intentos de crear en el viejo continente una sociedad nueva han recurrido a la socorrida solución urbanística de hacer tabula rasa con sus vetustas ciudades y, sobre sus ruinas, levantar megalómanos proyectos utópicos.

Una de las imágenes más icónicas de la cultura popular occidental del siglo XX es la del Nerón de la película Quo Vadis? (Mervyn LeRoy, 1951), en la magistral interpretación de Peter Ustinov, cantando sus poemas con su lira ante la silueta de la ciudad de Roma ardiendo. La escena se basa en la leyenda de que habría sido el propio emperador quien ordenó iniciar el incendio, para hacer realidad su sueño de crear de cero una nueva Roma, ideada por él; y cómo, para encubrir su horrible crimen, echó la culpa a los cristianos, iniciando así la primera persecución sistemática contra la nueva religión llegada desde Judea.

Puede que la figura de un enloquecido Nerón contemplando extasiado la destrucción de su vieja ciudad funcione tan bien en el subconsciente occidental porque entronca con uno de los más terribles fantasmas que han asolado Europa desde finales del siglo XIX: el nacionalismo político de base romántica. Así, prácticamente todos los intentos de crear en el viejo continente una sociedad nueva han recurrido a la socorrida solución urbanística de hacer tabula rasa con sus vetustas ciudades y, sobre sus ruinas, levantar megalómanos proyectos utópicos. Ese ha sido el ideal que empujó a Hitler/Speer a diseñar Germania, la futura capital nacionalsocialista que debería sustituir a la “decadente” Berlín; a Mussolini a derruir barrios enteros de la Roma medieval para crear la Vía de los Foros Imperiales y el infecto Panettone; o a Ceaucescu a arrasar gran parte de la vieja Bucarest para erigir el mastodóntico Palacio del Parlamento Rumano.

Estos proyectos no consisten en un mero cambio de decorado o en un banal capricho de estetas; la creación de una nueva planta urbana es la excusa para aportar a la urbe un nuevo tipo de ciudadano, no contaminado por las formas arcaicas a las que los ideólogos atribuyen el bloqueo de las potencialidades del hombre, para lo cual es imprescindible no solo arrancar de raíz los edificios, espacios y trazados preexistentes, sino expulsar físicamente a sus habitantes. Es la lógica que impone la misión del Estado redentor: para crear un mundo nuevo, puro, primero hay que destruir y expulsar lo real y concreto existente, impuro.

En este sentido, la invasión rusa de Ucrania obedece, mutatis mutandi, al mismo modelo. Una vez fracasado el plan inicial de una victoria militar rápida, y ante la inesperada y tenaz resistencia opuesta por el ejército y el pueblo ucranianos, los estrategas del Kremlin decidieron aplicar una política de tierra quemada en las zonas ocupadas, con el fin de volverlas inhabitables e iniciar un proceso de desucranización-rusificación de los territorios. Mariupol, la preciosa e histórica ciudad a orillas del Mar Negro, fue meticulosamente bombardeada por el ejército ruso, que no dejó piedra sobre piedra. «La ciudad se había convertido en un escaparate del bienestar de occidente, una suerte de Berlín oeste, por ello tenía la convicción de que Putin querría castigarlos (…) Ahora vuelve a ser un escaparate pero, esta vez, de la reconstrucción rusa», sostiene el periodista italiano Andrea Nicastro, testigo del cerco y conquista de la ciudad.

Moscú no oculta que la nueva Mariupol será una ciudad completamente rusa, y para ello está fomentando la construcción de nuevos bloques de viviendas para su venta a sus propios ciudadanos, aparte de desarrollar un programa de rusificación forzosa de la diezmada población originaria que no abandonó la ciudad durante su largo asedio. El de Mariupol no es un caso aislado. La decisión rusa de atacar plantas de generación eléctricas, las infraestructuras de agua potable, o la cruenta persecución religiosa al clero greco-católico o a pastores protestantes en las zonas ocupadas, por poner unos pocos ejemplos, persigue el mismo objetivo.

Este proceso, que posee todas las características de un genocidio conforme a los convenios internacionales, cuenta con la bendición del Patriarcado de Moscú, que el 27 de marzo de 2024, emitió un decreto en el que dispone que “La operación militar especial es una nueva etapa de la lucha nacional-liberadora del pueblo ruso contra el régimen criminal de Kiev y el Occidente colectivo que lo respalda (…) Desde el punto de vista espiritual y moral, la operación militar especial es una Guerra Santa, en la cual Rusia y su pueblo, defendiendo el único espacio espiritual de la Santa Rus (…) Después de la conclusión de la operación militar especial, todo el territorio de la Ucrania moderna deberá entrar en la zona de influencia exclusiva de Rusia. La posibilidad de existencia en este territorio de un régimen político hostil a Rusia y su pueblo, así como de un régimen político dirigido desde un centro externo hostil a Rusia, debe ser completamente excluida.”

Es realmente escandaloso que la Iglesia ortodoxa rusa instigue y dé cobertura “teológica” a un proyecto nacionalista-imperialista que, para su materialización, exige la invasión y anexión de un país soberano con el fin de erradicar su derecho a existir; para lo cual, el asesinato premeditado de miles de personas, no sólo los indefensos civiles o los soldados ucranianos, sino también las tropas rusas enviadas al frente de batalla desde los confines del país como carne de cañón, y la aniquilación del patrimonio y la cultura ucranianas, serían actos no solo virtuosos, sino santos. No ha podido decirlo mejor el arzobispo Sviatoslav Shevchuk, primado de la Iglesia greco-católica ucraniana: “La Iglesia ortodoxa rusa ha dejado de ser una Iglesia y se ha convertido en parte de la máquina estatal.”

Hay una inexorable ley histórica de la que nunca parecemos escarmentar: cuando los auto-proclamados redentores de las naciones tratan de construir paraísos en la tierra, lo único que consiguen es multiplicar las fosas comunes. Justificar, obviar o “dar contexto” a la muerte de inocentes, como hacen los palmeros de Putin, Kirill y su locura a-histórica del Russkiy Mir, coloca a quien lo hace en la cloaca moral de la Historia. “Quien se presenta como el último defensor de la Iglesia y de los valores cristianos tradicionales, se convierte en un blasfemo. Porque, al llamar sagrada a la guerra, comete un crimen no solo contra el hombre, sino también contra Dios; es un sacrilegio.”

 

Luis Ruíz del Árbol es autor del libro «Lo que todavía vive»


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