En el 300 aniversario del nacimiento de Kant

Cultura · Costantino Esposito
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24 abril 2024
Para recordar a un genio como Kant trescientos años después de su nacimiento -Königsberg, 22 de abril de 1724- es mejor no ceder al gusto de la celebración. Mejor partir de algunos de los nodos no resueltos de su pensamiento.

Nodos que constituyen un problema incluso para nuestra época y representan el aspecto aún vivo de su reflexión, precisamente porque captan su permanente dimensión problemática. Los grandes pensadores contribuyen a nuestra comprensión filosófica del mundo precisamente porque abren ciertos problemas fundamentales, cuyo alcance es a menudo más amplio y duradero que las soluciones doctrinales que ellos mismos propusieron. Podríamos llamar «paradojas» a estas desviaciones en el juego de preguntas y respuestas, de problemas y doctrinas, en la medida en que atestiguan una dirección contraria a las versiones estandarizadas de una teoría filosófica y, por tanto, la ponen siempre de nuevo en juego.

Para «celebrar» por tanto la memoria de un hombre de hace tres siglos, pero bien presente en los conceptos fundamentales con los que seguimos pensando, quisiera mencionar una de estas paradojas. Kant no es el autor de una verdadera «filosofía», entendiendo por filosofía una doctrina que nos diga la verdad sobre lo que es la «realidad», sobre la conciencia y el mundo, sobre el yo y Dios. Más bien, Kant es quien indicó el modo en que funciona nuestra razón, lo que puede y no puede determinar, lo que llega a conocer y lo que debe pensar. Por eso la filosofía kantiana tiene la peculiar dimensión de una «crítica», es decir, una delimitación de los distintos usos y ámbitos en los que la razón humana utiliza su capacidad de conocer y pensar el mundo estrictamente a priori, es decir, sobre la base de su capacidad de establecer leyes universales con independencia de la experiencia. La razón humana, como razón «pura», sólo debe partir de sí misma y no de lo que pueda extraer a posteriori, de lo que está fuera o más allá de ella.

Esto significa que la pregunta básica para Kant ya no es qué es la realidad, sino «qué puedo saber» acerca de lo que llamamos realidad; ya no es qué es el bien y el mal, sino «qué debo hacer» para ser un hombre virtuoso; ya no es si hay o no algo más en el universo que supere y trascienda mi razón, sino «qué puedo esperar» basándome en mi pura facultad racional. Estas son las tres famosas preguntas planteadas en la Crítica de la razón pura (1781) y que más adelante, en la Introducción a la Lógica, culminan en una pregunta final: «¿qué es el hombre?».

En la intención de Kant, esto no significaba en modo alguno negar una verdad objetiva del mundo y del ser, o reducirla a una mera opinión subjetiva. Al contrario, la razón pura, según el gran proyecto de emancipación ilustrado, debe mostrar las condiciones que hacen posible toda objetividad (a priori, precisamente), en el orden del conocimiento científico como en el de la moral, en el de la naturaleza como en el de la historia y la cultura.

Por una parte, pues, se afirma que la razón humana sólo puede llegar hasta cierto punto en el conocimiento del mundo. Debe limitarse al campo de los fenómenos, pero no puede ir más allá de su límite, es decir, no tiene competencia ni capacidad para captar el ser mismo de las cosas (la «cosa en sí»). La cosa en sí no puede darse a priori ni puede conocerse, porque sólo conocemos lo que nosotros mismos determinamos a priori en el espacio-tiempo. Se afirma así que son precisamente nuestras estructuras mentales a priori (intuiciones, categorías, principios, ideas, etc.) las que nos dan el mundo. El ser seguirá siendo siempre un enigma o una incógnita (‘x’) que escapa a la razón. Sería irracional o ilusorio pretender conocerlo; sólo se puede y se debe pensarlo (precisamente como «noúmeno»).

En consecuencia, se ha hablado -y no erróneamente- del pensamiento de Kant como una filosofía de los «límites de la razón». Pero se trata de una imagen equívoca, precisamente por la paradoja que estamos examinando. Se podría pensar, en efecto, que más allá de los límites hay, presente, otra realidad que la contenida en la razón. Y que, por tanto, esta última debe como detenerse ante esta imposibilidad, y esperar en su borde extremo frente al abismo inescrutable, si el ser mismo pudiera venir de algún modo a su encuentro y darle su noticia.

Pero el genio kantiano no podía soportar que la razón -a sus ojos todavía considerada como el rastro más poderoso y elocuente de la creación divina- fracasara con respecto a la grandeza de su naturaleza y su potencial. La razón tiende simplemente a conocer «todo», no sólo lo condicionado (causa-efecto) sino también lo incondicionado o lo infinito. Y, sin embargo, no lo consigue. Su pregunta es como una flecha lanzada hacia el infinito, en busca del todo, que en un momento dado invierte su curso, y en lugar de dirigirse hacia un indeterminado que sabemos que nunca podremos alcanzar con nuestras limitadas fuerzas, se inclina hacia sí misma, para encontrar dentro de sí, dentro de los límites de la razón, lo que nunca podrá encontrar fuera de sí.

Lo que no puede ser conocido debemos entonces pensarlo como lo que nosotros mismos debemos hacer, como nuestro «deber» moral. Y sólo este puro deber-ser, guiado por la ley moral universal, puede hacer todavía pensable la idea de un alma que no muere y de un Dios que juzga y que hará corresponder el mérito (es decir, la virtud moral) con la felicidad en otra vida. Esto no significa en absoluto admitir que estas ideas tengan una contrapartida real o realmente existente: simplemente ya no es necesario ni interesante hacerlo, puesto que los límites de la razón pueden sobrepasarse dentro de la propia razón. Límites, por tanto, no tanto de la razón, sino dentro de la razón.

Esta imposibilidad metafísica de nuestra experiencia ha sido interpretada de vez en cuando de dos maneras opuestas: o bien significaría que la razón humana pierde en adelante irreversiblemente toda relación directa con el «ser» mismo como algo dado, superior a nuestras capacidades; o bien significaría que la única posibilidad de captar el ser debe darse a priori, en una perspectiva «trascendental» de algún modo «construida» por la propia razón.

Durante mucho tiempo, los partidarios de la primera interpretación fueron los exponentes del realismo clásico que reprochaban a Kant la reducción mentalista de la metafísica, mientras que los partidarios de la segunda interpretación aclamaban en Kant el principio de la crítica antidogmática. En este sentido, podría decirse con cierta malicia que el genio de Kant llegó a construirse sus propios «enemigos». Siguiendo el esquema kantiano, si se sigue la razón crítica, ya no se puede partir del hecho de que la realidad nos es «dada»; y si, en cambio, se afirma el ser de la realidad como punto de partida, sólo se puede ser dogmático.

El propio Kant, sin embargo, quiso salvarse de esta dicotomía, afirmando que tuvo que «dejar de lado» el conocimiento teórico o científico precisamente para «hacer sitio» a la fe moral. Sin embargo, ambos, como se ha dicho, entran dentro de la razón pura.

Pero las cosas no son exactamente así, ni el problema que plantean puede resolverse de este modo. Ninguna auto-delimitación de la razón puede hacerla olvidar, por así decirlo, su propia «naturaleza» y «destino»: se ve turbada por «cuestiones que no puede evitar», pero tampoco puede resolverlas. He aquí la paradoja: una pregunta irreductible y una respuesta imposible.

Kant quiso reducir lo irreductible a las capacidades a priori de la razón y quiso hacer posible lo imposible mediante las propias leyes racionales. Pero en el gran pensador, e incluso dentro de sus soluciones teóricas, esa irreductibilidad y esa imposibilidad siguen presentes como un impensado, tal vez como algo alejado, ciertamente como un signo inolvidable. Siempre están a la espera de ser cuestionadas, y debemos estar agradecidos a Kant, que sigue comunicándonos esta inquietud, incluso cuando parecería que ha diluido  el problema. Pero nos equivocaríamos si así lo creyéramos, porque no veríamos la paradoja misma de la razón de Kant, que es precisamente por lo que sigue mereciendo toda nuestra atención.

 

Artículo publicado en L´Osservatore Romano


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