La gran lección de Finkielkraut

Cultura · Cecilia Ricci
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30 octubre 2013
Quizá es útil volver a Alain Finkielkraut para indagar las razones profundas del clima de absoluta “sospecha” que reina tanto en las relaciones de política internacional (el escándalo de las escuchas telefónicas realizadas por los servicios secretos americanos es sólo un ejemplo), como en nuestras frágiles existencias marcadas por la congénita incapacidad de apertura al otro.

Quizá es útil volver a Alain Finkielkraut para indagar las razones profundas del clima de absoluta “sospecha” que reina tanto en las relaciones de política internacional (el escándalo de las escuchas telefónicas realizadas por los servicios secretos americanos es sólo un ejemplo), como en nuestras frágiles existencias marcadas por la congénita incapacidad de apertura al otro.

Finkielkraut es sin lugar a dudas una de las voces intelectuales mas interesantes del panorama europeo, extremadamente original por haber madurado un pensamiento que nace del encuentro ideal con las posiciones de Hannah Arendt, Charles Péguy y Emmanuelle Levinas. Son autores lejanos en cuanto a formación intelectual y las convicciones religiosas pero que están  unidos por la misma llamada a respetar  la alteridad del “dato” real y por el ser irrepetible del individuo singular, antídotos ante  la deriva totalitaria de la razón occidental.

En La humanidad perdida, Finkielkraut (siguiendo las huellas de Arendt) señala el origen de la violencia totalitaria del siglo XX en la “vertiginosa ausencia de escrúpulos en relación con lo dado.” La construcción del “enemigo”, el topos del eterno hebreo conspirador al que eliminar, profundiza las raíces del rechazo de la realidad tal y como esta se muestra en su desnudez. Cuando el dato es reajustado, la política se reduce a enfrentamiento entre voluntades conflictivas. Y con la realidad se pulveriza también la categoría de “imposibilidad”: si la historia es el choque entre poderes “no hay limites objetivos a lo factible, hay solo resistencias objetivas y por lo tanto eliminables.” Esto explica por qué (como indica Arendt) el “resentimiento” es la disposición afectiva característica de lo moderno en la medida en la que es “libre de la realidad”. ¿Cómo es posible entonces recuperar un contacto con el dato real y abrazar la única alternativa válida al nihilismo del resentimiento? ¿Cómo es posible la gratitud?

Es en este momento en el que Finkielkraut retoma a Péguy y a Levinas. La reflexión de Péguy sobre la categoría de acontecimiento (unida a su traducción filosófica en la “ética del rostro” de Emmanuelle Levinas) es el instrumento utilizado por Finkielkraut para romper con  la autorreferencialidad de lo moderno. Es solo un “acontecimiento”, algo imprevisto que irrumpe del exterior, lo único capaz de desmoronar las abstracciones del pensamiento y lo único que consiente retomar el contacto con la realidad. Para Levinas la ética tiene su origen en el encuentro con el “rostro” del otro que, en su radical “desnudez” y “excedencia” respecto a la imagen sensible, obliga a asumir una responsabilidad. Esto es por lo que, como recuerda Finkielkraut, para Levinas, la “ética es sobre todo un acontecimiento.” Consciente de la “carnalidad” del acontecimiento, Finkielkraut no cae nunca en el error de elaborar una teoría sino que insiste en contar cómo el imprevisto ha sucedido concretamente en la vida de alguien. El acontecimiento puede tener las connotaciones del encuentro con el rostro de otro como sucede en la película La lista de Schindler de Spielberg,  donde el cambio se desencadena sólo cuando uno es aferrado por el rostro de los hombres. También es el caso de Tzvetan Todorov, célebre lingüista búlgaro que abandona los círculos estructuralistas sobre todo a partir del encuentro con Isahia Berlin del que escribe:

“Sus ocupaciones estaban lejos de la poética y de la semiótica y aun así cuanto decía sobre política, historia y cuando hablaba del ser, me provocaba profundamente. Sentía que ya no tenía que poner entre paréntesis una parte de mí. Retrospectivamente creo que este hecho fue un bien: es un bien que otro individuo pueda entrar en ti y descolocar tus esquemas de interpretación del mundo, obligándote a crear otros nuevos.”

En el caso de Roland Barthes por el contrario, el acontecimiento asume los rasgos de un evento trágico e insoportable como la muerte de su madre. El ilustre representante del post estructuralismo (que había proclamado en 1968 el principio textual de la “muerte del autor”) redescubre la “persona” a través del dolor por la desaparición de la persona amada. A conontinuación de ese evento, Barthes dirá: “De repente, ser moderno me resulta indiferente.”

La gran lección de Fienkielkraut consiste en comunicarnos que sólo un acontecimiento de estas dimensiones es capaz de “rehabilitar” la realidad. Lo hace suscitando en nosotros el deseo de afrontar el pasado que improvisamente falta (Barthes) y además, infundiéndonos un profundo agradecimiento por el encuentro que hemos vivido (Todorov).

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