En defensa del pensamiento

Cultura · Álvaro Delgado-Gal
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26 junio 2013
¿Dónde están los intelectuales? Esta pregunta se ha hecho frecuente en tertulias y diarios, y más que una pregunta, es una interpelación. El interpelado, por supuesto, es el supuesto intelectual, a quien se reprocha permanecer silente y como escondido en un momento de tribulación nacional. Las instituciones se tambalean, las creencias han entrado en cuarto menguante, el personal anda como azogado. Y miren ustedes por dónde, el que tendría que dar un paso adelante y menudear diagnósticos e ideas, y abrir caminos, y ponerse al frente, no dice «esta boca es mía».

¿Dónde están los intelectuales? Esta pregunta se ha hecho frecuente en tertulias y diarios, y más que una pregunta, es una interpelación. El interpelado, por supuesto, es el supuesto intelectual, a quien se reprocha permanecer silente y como escondido en un momento de tribulación nacional. Las instituciones se tambalean, las creencias han entrado en cuarto menguante, el personal anda como azogado. Y miren ustedes por dónde, el que tendría que dar un paso adelante y menudear diagnósticos e ideas, y abrir caminos, y ponerse al frente, no dice «esta boca es mía».

Me confieso genuinamente perplejo ante esta petición de socorro, mitad indignada y mitad inspirada por una especie de piedad filial. En efecto, los intelectuales no saben/no contestan… desde hace un cuarto de siglo por lo menos, tirando por bajo. Nadie, de añadidura, los ha echado en falta. Pensemos en la Transición española, nuestro gran momento de transformación colectiva. ¿Qué papel desempeñaron los intelectuales? Ninguno que yo recuerde. La Constitución se ventiló bajo la tutela de Abril Martorell y Alfonso Guerra, dos hombres de partido. El primero se hallaba rigurosamente intonso en materia de lecturas, y el segundo era un aspirante a aspirante a aspirante… (reiteren la cláusula dilatoria todas las veces que les venga en gana) de intelectual. Por allí brujulearon los nacionalistas, y varios expertos en Derecho Constitucional. Se introdujeron artículos que respondían a intereses corporativos o territoriales, y salió lo que salió, no es cuestión ahora de precisar si bien o mal. El caso es que no hubo debate intelectual, ni lo ha habido más adelante. Se trató de un proceso controlado desde arriba por los protagonistas en ciernes de la nueva era política. Ésta se ha ido consumando (y consumiendo) al compás de los acontecimientos, sin que un solo remolino ideológico conmoviera la superficie de las cosas. El resumen más impresionante de esta época que raya ya con lo crepuscular, nos lo ha dispensado Rajoy hace unas semanas, en su visita al papa. Rajoy, en su doble condición de católico y presidente del Gobierno, ha entregado a Francisco I un cachivache simbólico. ¿Cuál era el símbolo? ¿Un recuerdo histórico? ¿Un texto? No, una camiseta de la selección española de fútbol. Cuando nuestro presidente se pone lírico, mejor, espiritual, tremola una camiseta de fútbol. En este panorama, hacer un llamamiento a los intelectuales suena raro: es como implorar un sacerdote en los pasillos de IKEA o mientras se hace cola ante la ITV.

Cuando nuestro presidente se pone lírico, mejor, espiritual, tremola una camiseta de fútbol. En este panorama, hacer un llamamiento a los intelectuales suena raro

Vuelvo a nuestra Transición. ¿Por qué no han dado palotada los intelectuales? Pensemos, a modo de contraste, en otras coyunturas históricas de carácter intersticial. El orden civil inglés es inimaginable sin el debate de ideas que anuda (y opone) a Hobbes con Locke; la Constitución americana debe mucho al fermento literario de los federalistas en 1787-1788; en los salones aristocráticos, y por medio de publicaciones incesantes, se preparó la Revolución francesa durante los reinados de Luis XV y Luis XVI; la intelligentsia rusa contribuyó decisivamente a crear el clima de opinión que derribaría al zarismo; Mussolini había leído a Pareto y Nietzsche y Le Bon; D’Annunzio, además de poeta (e histrión), fue un héroe nacional; incluso en España, tan adversa a la ideas desde mediados del siglo XVII, asistimos a debates encendidos entre integristas y liberales antes y después de la Revolución del 68. ¿Cómo es que se ha pasado del franquismo al posfranquismo sin asistir a la redacción de obras políticas dignas de nota, quitando tal cual excepción? Existe una respuesta correcta, aunque parcial: en España no hubo contraste de ideas porque todo el mundo estaba de acuerdo sobre lo que había que hacer. Había que asimilarse a Europa, había que potenciar el Estado de bienestar, y había que asentar la democracia. Ni siquiera los comunistas discutieron que lo pertinente era traer la democracia. Sobre esta unanimidad de fondo, sólo resaltaron discrepancias menores, impulsadas por la estrategia nacionalista o el oportunismo electoral. Las pequeñas cosas generan con frecuencia, con el correr del tiempo, grandes efectos, y discrepancias menores han terminado por minar el orden aún vigente. Pero las pretensiones nacionalistas, o el modo de contar los votos, son caza menor, si por «mayor» entendemos los ejercicios venatorios en que se han empleado los europeos en innúmeras ocasiones a lo largo de los últimos siglos. No olvido, claro, el montón de muertes acaecidas al amparo de las consignas cerriles, sórdidas, salvajes, revenidas, de ETA. Ahora bien, los cadáveres no son conceptos. Éstos brotan bajo la presión de la desavenencia intelectual, y en lo gordo, lo básico, quitando algunas voces periféricas, estábamos avenidos por entero.

Contorno del intelectual

Pero no podemos, lo reitero, conformarnos con esta explicación. Los intelectuales han perdido presencia e importancia en todas las democracias occidentales. Lo último no significa que al mundo se le haya secado el cerebro de improviso y como por arte de magia. Han sucedido fenómenos más complejos, e íntimamente relacionados con la economía interna de la democracia. Sea como fuere, así están las cosas: no hay intelectuales, o son escasos y no forman masa crítica. Reparemos en Rawls, un hombre que ha influido poderosamente en el pensamiento académico desde, más o menos, la muerte de Franco (A Theory of Justice se publicó en 1971). ¿Qué le falta a Rawls para ser un intelectual? Proyección pública. Rawls, al revés que John Dewey, no ha sido nunca una figura popular, o mejor, un maestro popular. A Theory of Justice es un libro prolijo, que no cabe recorrer con provecho sin entrar en matices técnicos de inserción imposible en una conversación entre no iniciados. Se trata de un producto universitario, con lo bueno y lo malo que ello entraña. Tomemos a Isaiah Berlin. ¿Es un intelectual? Sí, un intelectual… reticente. ¿Fue más listo que Bernard Shaw? Sin duda. Pero nunca habló desde el púlpito. Nunca se autorizó a decir a sus contemporáneos dónde estaban el bien y el mal. ¿Y Bobbio? Tira más a profesor que a intelectual. ¿Y qué decir de Francia, nicho ecológico, por antonomasia, de los intelectuales? El episodio francés es significativo. Tony Judt, uno de los últimos intelectuales, hizo en Past Imperfect un recorrido literalmente tremebundo por las vilezas y tonterías perpetradas por la clase intelectual francesa durante la posguerra. En mi opinión, es difícil salir de ese libro sin experimentar la sensación de que Sartre, percibido en su momento como un súmmum moral, ha constituido, sin embargo, vistas las cosas con perspectiva, una de las expresiones más bajas de que es susceptible la naturaleza humana. Pero ser intelectual no equivale a tener razón, o, tan siquiera, a ser intrínsecamente decente. Ser intelectual significa desempeñar un rol… y ser aceptado en tanto que ejecutor de ese rol. Sartre infundía un respeto sacral, y él mismo se sentía a sus anchas envuelto en ese aura trascendente. A su lado, Bernard-Henri Lévy, incluso Finkielkraut, representan poco más que fenómenos mediáticos. Aparecen en televisión, dicen esto o lo de más allá, y tornan a evaporarse en la nada. Entre Sartre y estas anécdotas del pensamiento, nos encontramos con Foucault, un intelectual genuino que no me inspira especial simpatía, y con Derrida, un hierofante antes que un intelectual. No conviene, con todo, perder el sentido de las proporciones. A diferencia de Sartre, novelista, dramaturgo, amigo de chansonnières y muy comprometido con las tácticas de un partido importante (el PCF), Foucault impartió doctrina a través de la universidad, sobre todo, de la americana. No fue, exactamente, un agente social, y por lo mismo no fue un intelectual con todos los requilorios que exige la cosa. ¿Es posible infundir en eso que acabo de llamar «la cosa» un poco más de precisión? Sí, creo que sí. Y creo que el procedimiento histórico nos viene aquí de perlas.

El término «intelectuales», cuya autoría se atribuye a Clemenceau, fue acuñado en realidad por Maurice Barrès en 1898, al filo del caso Dreyfus. Como bien se sabe, Dreyfus, un militar judío, fue acusado de filtrar secretos al enemigo alemán. La acusación era infame, y el proceso se amañó con pruebas falsas. Pero la derecha reaccionaria francesa (un lío legitimista, nacionalista y católico) necesitaba una plataforma desde la cual expresar sus sentimientos hostiles a la Tercera República, y transcurrido un poco de tiempo, importó menos lo que hubiera hecho Dreyfus que los alegatos a que daba pie su presunta felonía. De manera que Francia se dividió en dreyfusards, y antidreyfusards (los lectores de En busca del tiempo perdido de Proust, judío y dreyfusard, saben bien a qué me refiero). Émile Zola abrazó la causa dreyfusarde y publicó en 1898, en L’Aurore, su artículo célebre “J’accuse…!”. Proliferaron manifiestos y peticiones de firmas, entre otras, una promovida por Léon Blum, quien solicitó su apoyo a Barrès. Barrès contestó que nones y adornó a Zola, Blum y compañía con el epíteto que se haría pronto famoso. Barrès era un reaccionario, o, quizá, un protofascista: en 1899 pronunciaría un discurso («La terre et les morts») que se anticipa al lema «Blut und Boden» («La sangre y la tierra») de Walther Darré, nazi de mucho provecho (la expresión había pasado antes por las manos de Spengler). Bref, repito que Francia se dividió en dos, y como el drama de la vida no se separa demasiado del drama del teatro, y es irresistible la tendencia a comprimirse en papeles asegurados por la tradición (se es Aquiles o Héctor, Antígona o Creonte, don Quijote o Sancho), unos se pusieron de parte de la tierra sagrada y la iglesia y la Francia vulnerada por la vesania revolucionaria, y otros se identificaron con las luces y los principios emancipatorios que a la revolución iban asociados. Que los intelectuales fueran los campeones de la causa ilustrada no significa que sus antagonistas no supieran hacer la «o» con un canuto. Cézanne, Renoir, Degas, Rodin, Paul Valéry, Julio Verne, formaron en las filas de los antidreyfusards. Lo importante es que había que elegir entre una categoría o su opuesta, y que elegir una categoría era lo mismo que asumir una tradición. Un intelectual propendía a declararse heredero de Voltaire y Rousseau y la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano. Un antidreyfusard elaborado prefería remontarse a de Bonald o de Maistre. Esto, desde la perspectiva asumida por los actores del drama. Desde fuera, o desde una atalaya escuetamente sociológica, se observan una serie de puntos altamente significativos:

1) La existencia de medios de comunicación de masas (los diarios). Esas masas están culturalmente muy por encima de las clases rurales del Antiguo Régimen, aunque también por debajo del «mundo de los lectores» a que alude Kant en su opúsculo sobre la Ilustración. Y es que, a lo largo del XIX, Europa se industrializa, urbaniza y alfabetiza, pero no logra universalizar los estándares que habían prosperado en el XVIII entre las minorías selectas. Me refiero a los salones en la Francia de Voltaire, o, dos generaciones más tarde y en clave burguesa, al tipo de sociedad literaria en que echó pelo el propio Kant.

2) La existencia de discursos normativos fuertes. Por el lado de los dreyfusards, un discurso progresista. Por el lado opuesto, un discurso antiprogresista.

3) El reconocimiento social de autoridades. Maurras, Barrès, el arzobispo de París, eran autoridades. Zola, Anatole France, Henri Poincaré, también lo eran.

4) Una correlación estrecha entre discurso y autoridad. Las autoridades se expresaban a través de un discurso aceptado, ya de un signo, ya de otro. En particular, las autoridades chocaban porque chocaban los discursos.

Resumiendo: la Francia del affaire Dreyfus era una sociedad democrática, plural, desacordada sobre los principios que habían de orientarla, y sensible aún a las jerarquías, en un doble sentido: se admitían valores superiores, y se admitían hombres moralmente superiores. No todos los perfiles que en Francia adoptó la disputa son útiles para entender al intelectual como tipo históricamente emergente. En particular conviene, a fines analíticos, rehuir la identificación mecánica entre intelectual y progresista. Funcionalmente, esto es, contenidos aparte, Barrès o Maurras desempeñaron el mismo papel que Zola. Fueron, pues, intelectuales puros, por mucho que defendieran visiones reaccionarias1. Lo que aconteció en Francia, volvería a suceder en España o Italia. Giovanni Gentile, Curzio Malaparte o Giuseppe Bottai fueron fascistas, aunque se desempeñaron como intelectuales en no menor medida que Gramsci o Benedetto Croce. En 1931, en España, la Agrupación al Servicio de la República encarnaba una posición, por así llamarla, progresista. Pero los colaboradores de la contemporánea Acción Española (Maeztu, Ledesma Ramos, etc.) tienen el mismo derecho a reclamar el título de «intelectuales» que Ortega o Machado o Pérez de Ayala. La situación se complica un poco cuando introducimos una nueva variable: el poder. Se diría que el intelectual florece de modo más natural cuando se pronuncia contra el poder, que cuando lo defiende. En el segundo caso, deriva o se atenúa en intelectual orgánico. Durante elaffaire Dreyfus, Zola se pronunció contra los poderes constituidos de la Iglesia y el Ejército, con la resulta de que no le quedó más remedio que exiliarse a Inglaterra a fin de evitar el año de prisión a que lo habían condenado los tribunales. Zola fue un progresista mártir (ejem, no tanto). ¿Es posible ser un mártir antiprogresista? También: cambia el escenario, y se invierten inmediatamente los signos. Solzhenitsyn fue intelectual y enemigo del comunismo, y un tipo muy poco popular entre los compañeros de viaje del PC hasta después de la caída del muro. Para que el intelectual colme su categoría, para que llene el escenario, basta con que se oponga a un paradigma oficialmente dominante, venga el viento por barlovento, o por sotavento. Lo último me lleva a recuperar una figura que me he dejado en el tintero y que ha movido mucho las ideas hasta hace aproximadamente veinticinco años: la del liberal. Von Mises o Hayek han sido intelectuales indudables (e importantes), no meramente porque tuvieran cosas notables que decir, sino por el contexto histórico en que las dijeron (el arco que se abre entre los años veinte del siglo pasado y el ascenso de la Thatcher en Gran Bretaña). 

En efecto, nos encontramos por aquellas calendas con una vigencia cuasi hegemónica de los modelos keynesianos en economía y del socialismo o la socialdemocracia en política. Mises y Hayek elaboran una filosofía adversativa a la que muy pocos se sumaron en un comienzo. Hacia mil novecientos cincuenta y tantos, o, incluso, mil novecientos sesenta y tantos, los dos austríacos encajan más en la estampa de Jeremías y sus profecías lúgubres, que en la del intelectual reglamentario. Rayando los setenta sobreviene el éxito, propiciado por la calamidad comunista y el impasse socialdemócrata, y los viejos liberales amplían portentosamente el círculo de sus devotos. Tenemos ya al intelectual ad usum: el discurso es reconocible e imponente, y se esgrime contra un poder adherido a recetas del pasado. De ahí el tono oracular, el prestigio de quien amonesta y predica lo que los peces gordos no se atreven todavía a pensar. Hasta donde se me alcanza, los austríacos (entre los que habría que incluir a Popper, tardíamente incorporado al liberalismo económico, aunque anticomunista precoz) han representado la última gran irrupción de la casta intelectual en la vida pública. La adopción por los gobiernos de varias de las recomendaciones de Hayek y compañía, y, más adelante, los desórdenes anejos a la desregulación financiera, terminarían por hurtar su magia a la revolución liberal. Greenspan ha sido al liberalismo ideológico… lo que el ministerio Villèle al legitimismo borbónico.

Para que haya intelectuales, basta con que exista «opinión», y la opinión, como fenómeno político, antecede a la democracia.

¿Es agible introducir una nueva laxitud en la foto fija que nos proporciona el esquema dreyfusard? Formulado con mayor exactitud: ¿es útil o sensato indagar intelectuales en momentos históricos anteriores a la consolidación de la democracia? Sí y no, o, si se prefiere, sí… hasta cierto punto. Para que haya intelectuales, basta con que exista lo que los tratadistas clásicos llamaban «opinión», y la opinión, como fenómeno político, antecede a la democracia. La opinión se da en aquellos casos en que la estabilidad y orientación de los gobiernos es sensible o vulnerable a ideas ampliamente divulgadas en el cuerpo social2. En sentido lato, ha habido siempre opinión. Había opinión en tiempos de Lutero; la hubo en la Inglaterra de Hobbes; la hubo durante los reinados de Luis XV y XVI. Pero los intelectuales de entonces lo son sólo por aproximación. Prueba de ello es que los revoltosos escribían por lo general en latín (incluso Hobbes redactó en latín De Cive; no así Leviathan), esto es, se dirigían esencialmente a los doctos o iniciados. Es cierto que los radicales franceses usan ya la lengua vernácula, prueba de que estaba apuntando algo parecido a la opinión moderna. Pese a todo, afirmar que Voltaire, insuperablemente dotado para ser un intelectual, haya operado, de hecho, como un intelectual, supone estirar demasiado las cosas. No imaginamos a un intelectual moderno eligiendo, a modo de interlocutor privilegiado, a un monarca absoluto. Que es lo que era Federico II de Prusia, el más aprovechado y diligente de los lectores de Mr Arouet. Ocurrida la enorme convulsión revolucionaria del 89, los gobiernos, incluso en contextos conservadores, van sucesivamente abriéndose a formas de parlamentarismo cada vez más abiertas. El censo limita el número de electores y las elecciones están trucadas, pero no se pueden ganar sin entrar en debates que comunican la Cámara Baja con lo que se defiende o fustiga en los periódicos. Los que se hayan entretenido leyendo a los liberales doctrinarios, enormemente esquivos a la universalización del censo, podrán confirmar que se concede al pueblo, si no representación política estricta, sí al menos el derecho de influir en el curso de las cosas a través de lo que Guizot llamaba la publicité. Eso es la «opinión»: una forma admitida de poder cuya expresión son las ideas. Y ahí el intelectual se hace presente en una acepción que no es sólo aproximativa. Esta nueva suerte de poder, un poder que, como he recordado, no tiene por qué traducirse en escaños o carteras ministeriales, imprimió movimiento y atrajo a todos los elementos pensantes del Estado liberal predemocrático, sin excluir a los que estaban sentimentalmente en contra de la propia libertad política. En España, junto a Sanz del Río y su escuela, fértil en elementos progresistas, tropezamos a numerosos apologistas católicos, a reaccionarios puros, a tradicionalistas y neocatólicos. En Europa hemos causado más sensación gracias a los segundos, que a los primeros. Guizot, en el prefacio a la sexta edición de Historia de la civilización en Europa, menciona sólo a tres de sus críticos, entre los cuales constan Donoso Cortés y M. l’abbé Balmès [sic]. Ambos ejercieron el periodismo, pese a que Donoso Cortés lo condena a las llamas y al palo en Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo. Donoso fue, en esencia, un político profesional, por mucho que su integrismo radical de última hora le llevara a fulminar también la política. 

Otro tanto cabe decir de Menéndez Pelayo, diputado neocatólico a la par que enemigo declarado de todas las manifestaciones de la política moderna. Y es que el órgano crea la función, y apenas la libertad abre horizontes o dispensa medios para promover fines, se valen de ella unos y otros, tanto para exaltarla como para destruirla. Resumiendo: no fue preciso que España ingresara en una democracia de veras para que algunos escritores se revistieran con las pompas y los atalajes bélicos del intelectual. La democracia dio un impulso mayor, hizo más visible, al intelectual. Pero no lo inventó. No lo inventó, si por «inventar» entendemos un proceso estricto de causa/efecto. Otra cosa es que el intelectual haya surgido a lo largo de un movimiento que apuntaba hacia la democracia. Opino, en efecto, que la fuerza que está detrás de los intelectuales es una fuerza cuya conclusión lógica es la democracia. Guizot y compañía, intelectuales donde los haya, confiaron en congelar las formas políticas subsiguientes a la caída del Antiguo Régimen en fórmulas intermedias: parlamentarismo con prerrogativa regia; libertad económica compatible con la estabilidad de una nueva casta de notables, las famosas –y restringidas– classes moyennes de Guizot; voto, pero censitario; libertad de cultos con predominio espiritual del cristianismo. El proyecto doctrinario gozó de vitalidad hasta la revolución del 48. La crecida histórica atropelló a continuación con todo y el papel del intelectual se hizo más arriscado, más emocionante, para lo bueno y para lo malo.

Este artículo es un resumen el publicado por el autor en su blog con el título ¿Dónde están los intelectuales?

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