Volcados en el testimonio
Efectivamente, como dijeron los obispos portugueses tras el referéndum que ha dado luz verde al aborto en nuestro país vecino, las sociedades occidentales experimentan hoy una profunda mutación cultural, un oscurecimiento de la conciencia que vacía de sustancia la afirmación teórica de la dignidad sagrada de todo ser humano, cuando no la arrumba definitivamente al desván de los trastos viejos. El cardenal Rouco lo dice también de otra forma: el escándalo masivo del aborto, de la experimentación que conduce a eliminar embriones humanos y la tentación de la eutanasia "sólo puede ser deshecho por la respuesta clara y amorosa de la vida, porque la vida es siempre un bien".
El vibrante reclamo del cardenal Rouco a proponer el Evangelio de la vida en todos los ambientes sociales nos mueve a varias reflexiones. En primer lugar, destaca el acento puesto sobre el testimonio, que siempre implica una relación con el otro, una toma en consideración de su situación personal, una invitación a caminar juntos, un lugar donde la experiencia propuesta pueda ser verificada. No basta, menos aún en este contexto de tremenda disolución, la afirmación contundente de un principio, por verdadero que éste sea: es necesario que la verdad (la verdad de la dignidad infinita de toda vida humana) sea aprehendida a través de una experiencia, y en eso a los católicos españoles nos falta un trecho largo por recorrer.
En segundo lugar, la batalla jurídico-política no desaparece; al contrario, debe librarse con mucha mayor inteligencia y realismo, y eso implica comprender que es subsidiaria respecto del ámbito socio-cultural, o mejor aún, existencial. En este sentido, un breve viaje por la historia resulta aleccionador. Mientras en el viejo Imperio Romano, con normas y costumbres sociales marcadamente contrarias a la defensa de la vida más débil e indefensa, se abrió paso con fuerza irresistible la cultura de la vida que encarnaban las comunidades cristianas (hasta llegar a impregnar el orden social), en la Europa de la segunda mitad del siglo XX, supuestamente con un ordenamiento en buena parte tributario de la tradición cristiana, la cultura de la muerte ha ganado terreno palmo a palmo. La diferencia está en la presencia o ausencia de un sujeto activo capaz de testimoniar eficazmente el valor de la vida y de convertirlo en cultura. Una lección que hoy no deberíamos olvidar, porque además nos espera una tarea para varias generaciones, como lo fue la siembra paciente de una nueva Europa por parte de los monjes benedictinos.
Por último, la intervención del cardenal Rouco ha venido a coincidir en el tiempo con un discurso de Benedicto XVI en el que recuerda el deber primario de la Iglesia de acercarse con amor maternal a quienes están heridos por haber recurrido al aborto. El Evangelio, recuerda el Papa, es siempre evangelio de misericordia, capaz de levantar a la persona de cualquier caída y de sanar cualquier herida. Sin esconder la gravedad moral de la tragedia del aborto, con su trama de oscuras responsabilidades, los católicos no podemos olvidar ni marginar esta dimensión esencial de la misericordia a la hora de afrontar este desafío de nuestra época. En realidad, la misericordia que perdona y sana es la otra cara del testimonio, indisolublemente unida a la proclamación de la verdad.
Sólo el testimonio clamoroso del bien que es la vida, comunicado de persona a persona y también públicamente a través de obras e instituciones varias, podrá vencer la oscuridad, el miedo y la ideología que amasan hoy la denominada cultura de la muerte. El subrayado claro del cardenal Rouco viene a coincidir con el último consejo que dejó Monseñor Sebastián a los participantes del Encuentromadrid 08: "haced un esfuerzo para abrir vuestras actividades a gente nueva, gente herida, gente necesitada".