Comparaciones odiosas

“La sombra de Induráin es inabarcable«, confesaba apesadumbrado el ciclista Abraham Olano al final de su relativamente corta carrera. Su fantástica victoria en el campeonato mundial de ciclismo en ruta de 1995, con apenas 25 años de edad, le ubicó contra su voluntad como heredero del mítico Miguel Induráin, que en aquel momento iniciaba el repentino y rápido crepúsculo de su prolífica carrera. “Yo soy yo, Miguel es Miguel”, repetía Olano ante las constantes comparaciones que recibía con el genio navarro. No obstante haber atesorado un más que digno palmarés, una nube de decepción flotaba en el ambiente entre los aficionados y periodistas deportivos; al igual que Anakin Skywalker, Olano era EL ELEGIDO, el sucesor de Induráin —considerado por casi todos como el más grande de todos los tiempos—, y por mucho que hubiera ganado o competido dignamente, no parecía llegar jamás a la altura de las expectativas depositadas en él.
Olano se retiró en 2002, con solo 32 años —una edad en la que casi todos los ciclistas profesionales se encuentran en el pico de su madurez y forma—, cansado de no dar la talla, decepcionado por un circuito en el que siempre se le veía como una eterna promesa incumplida, y un ecosistema que era incapaz de valorar con justicia sus innegables cualidades y éxitos, sometiéndole siempre a una odiosa comparación con el ídolo nacional. “Hice todo lo que pude para obtener lo máximo posible, lo que pasa es que, como ciclista, yo estaba a mucha distancia de Miguel, así que muchos dirán que fui un bluf. No lo fui, y que venga quien quiera a comparar mi palmarés con otros que hay por ahí y que se valoran mucho más. Lo que no fui es Miguel Induráin, porque era imposible.”
7 de mayo de 2025: comienza el Cónclave en el que se elegirá al nuevo Sucesor de Pedro, una vez finalizado el preceptivo periodo de duelo por la muerte del Papa Francisco. La figura de Jorge Mario Bergoglio es sin duda alguna inconmensurable; poseedor de una personalidad y carismas irrepetibles, sus 12 años de pontificado han causado una honda impresión entre los fieles católicos y el público en general. Dejando a un lado la valoración eclesial o pastoral de su legado, lo cierto es que Francisco cultivó una imagen y un relato sobre su vida y trayectoria que tuvieron una enorme resonancia mediática y un gran calado en la cultura popular. Además, las injustísimas comparaciones a las que los medios sometieron constantemente a Benedicto XVI en relación con Francisco (por ejemplo, en cierta medida la por otra parte fantástica película Los dos Papas), contribuyeron —contra la voluntad de éste último— a modelarle un perfil público que ha devenido casi en icono pop.
Si se abordan con un arco amplio los últimos decenios de la Iglesia Católica, se puede observar cómo ésta ha ido asumiendo los rasgos particulares de las trayectorias vitales de los sucesivos Papas: desde las inagotables vitalidad y energía de Juan Pablo II, forjadas en la terrible experiencia de los totalitarismos y la lucha del alma popular y nacional polaca frente a los intentos de conformación y homologación por los poderes nazi y soviético; pasando por la finura, sensibilidad y ternura de Benedicto XVI, madurada a lo largo de décadas de oración, estudio, reflexión intelectual y contemplación artística; terminando por la lúcida conciencia del cambio de época, indomable libertad y amor a la Iglesia, los excluidos y los pobres de Francisco, puestos a prueba y hondamente vividos e inculturados en las durísimas periferias latinoamericanas. La inmensa riqueza de la Iglesia se va conformando, madurando y ampliando, entre otras, a través de las aportaciones de las dispares vidas concretas de sus sumos pontífices, deudoras de las variadísimas tradiciones e historias de tantos pueblos, que impiden la cristalización de imágenes fijas o formas culturales inmutables.
Los cardenales reunidos en el Cónclave tienen la trascendental misión histórica de discernir cuál es el perfil más adecuado de entre todos ellos para pastorear a la Iglesia en el momento actual; por nuestra parte, a los fieles de a pie nos toca aprender a acoger y a dejarnos permear por el nuevo rostro que asuma el Sucesor de Pedro, evitando incurrir en las comparaciones, siempre odiosas, con los anteriores Papas, por muy profundas que sean las huellas que hayan dejado en nuestra memoria. Sería una pena que nos perdiéramos la infinita creatividad del Espíritu por quedarnos estancados en nuestras estériles ensoñaciones. Dejarse sorprender es quizá el mayor gesto de fe y esperanza que exista; y seguro que de caridad para el Papa que venga.
Luis Ruíz del Árbol es autor del libro «Lo que todavía vive»
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