Pascua, o la gracia definitiva para los que cumplen la pena de vivir

Sociedad · Pierluigi Banna
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11 abril 2023
De la condena del vivir al asombro de existir siendo amados de manera inmortal: esta es la gracia definitiva de la Pascua .

«No estamos bien, cada vez nos cuesta más vivir, como si gestionar la vida se hiciera cada vez más difícil» (Jón Kalman Stefánsson). Palabras lapidarias que levantan el telón ante una sensación de pesadez y aburrimiento cada vez más extendida y compartida. Ya es imposible esquivarla o encuadrarla como algo excepcional, propio del malestar juvenil o los trastornos psíquicos.
Tenemos la posibilidad de estudiar, viajar, usar la tecnología, podemos obtener información sobre cualquier tema, pero nos sentimos confusos de cara al futuro, vacíos de palabras que sean realmente nuestras, invadidos por un angustioso silencio que nace del miedo a no ser capaces de salir adelante. No termina de convencernos esa sabiduría antigua que dice que la virtud humana consistiría en la capacidad de saber conformarse, saber renunciar a las propias pretensiones de ser originales a toda costa. Por suerte (o por desgracia, para algunos), hay algo que nos mantiene obstinadamente anclados al azul del cielo, como las mariposas de Love is great de Damien Hirst, casi «obligadas» a aspirar forzosamente a cosas condenadamente elevadas, demasiado elevadas. Aspiraciones insatisfechas en esta tierra, que asiste totalmente impertérrita a su pobreza. Ya no es obvio que esta aspiración sea el signo de la grandeza del ser humano. Para muchos supone la «condena» de esta pena que es el vivir. A esta «humanidad agotada por su debilidad mortal» -como dice la liturgia- los cristianos vuelven a anunciar este año la gracia de Jesús de Nazaret. Él, estando condenado, nos libra de cualquier forma de prisión.
A ti que, como Judas, has traicionado y quebrantado la relación más querida en tu vida, él vuelve a llamarte de nuevo «amigo». Tú que, como los que lo crucificaron, te descubres siendo un cómplice silencioso de las tramas de los poderosos, eres abrazado con una simpatía infinita que aun así deja un margen a tu libertad: «Perdónalos, porque no saben lo que hacen». Tú que, como el buen ladrón, a los ojos del mundo eres un fracasado sin remedio, condenado públicamente por la ley, todavía puedes recibir la mejor invitación de la vida: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso».
Esta afirmación tenaz de la bondad original de mi ser y del tuyo, de la positividad última de todo ser en este mundo, es posible para Cristo porque él tuvo esta mirada en primer lugar hacia sí mismo. No se dejó medir por los ojos que lo juzgaban, lo abandonaban o lo crucificaban. No añadió condenas a su condena, sino que cargó sobre sí el dolor de todos, poniéndose en manos de su Padre. Así, recorrió el túnel de la condena y al final, en la oscuridad de la muerte, recuperó la luz del abrazo del Padre que le dio nueva vida, la vida en el Espíritu.
Desde que Cristo resucitó, no hay en este mundo una sentencia que pueda decretar un juicio definitivo sobre la vida de nadie. Sin discriminación, el condenado a muerte y el verdugo, el amigo negado y el traidor, la víctima del sistema y el gobernante de turno, en definitiva todos aquellos que se siguen dejando tocar por la vida contemporánea del Resucitado pueden iniciar un nuevo camino que cambia su forma de mirar, a sí mismos y al rostro del otro, generando una amistad nueva, indestructible. Lo vimos hace unos días en un conmovedor encuentro entre los padres de la pequeña Angelica, muerta a los cinco años de edad, y el papa Francisco cuando salía del hospital. Ese abrazo y esa oración no son el final, sino el signo de una vida nueva, en este mundo.
Incluso la culpa que ya conoce la muerte puede ser una ocasión para volver a empezar. Escribía san Ambrosio: «No me gloriaré por haber ayudado a alguien, ni porque alguien me haya ayudado, sino porque Cristo… ha erradicado la muerte. Es más productiva la culpa que la inocencia. La inocencia me volvió arrogante, la culpa me volvió humilde. La sensación de condena en esta vida cede el paso al asombro y a la ternura «de esta objetividad que es mi persona, la maravilla de eso que llamo el yo» (Giussani). De la condena del vivir al asombro de existir siendo amados de manera inmortal: esta es la gracia definitiva de la Pascua que acaba para siempre con cualquier forma de soledad.

Artículo publicado en Il Foglio

 

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