Palabras que sí cambian

Los tres primeros disparos con los que se quiso asesinar a Trump el sábado en Pensilvania sonaron como si no fueran reales. Las balas de verdad no suenan como en las películas. La violencia real y física a menudo es mucho más silenciosa que el estrépito de palabras, de esos miles y millones de palabras que arman los fusiles antes de que alguien los dispare. Las llamadas a la unidad quedaron silenciadas en minutos. A las pocas horas del tiroteo, demócratas y republicanos volvieron a echarse la culpa de lo que había sucedido.
Como recuerda James Davison Hunter en su Democracy and Solidarity, On the Cultural Roots of America’s Political Crisis, Estados Unidos se construyó gracias a la fecunda tensión entre los valores de la Ilustración y los valores de la fe religiosa. Las dos corrientes y sus seguidores creían que existía una cosa llamada la verdad. Las palabras servían para designar una realidad sobre la que se discutía y se construía. Las dos corrientes utilizaban palabras que significaban lo mismo para todos. Pero eso desapareció hace décadas. La postverdad ha terminado por sepultar la gramática común. Y era necesario rellenar el vacío. No se puede vivir mucho tiempo en la nada. Y llegó la política como terapia. La política ofrece a cada parte un sentido de pertenencia sin el que no se puede vivir. Un sentido de pertenencia, en este caso tóxico, que necesita de “guerras culturales” para fortalecerse. Son guerras culturales en las que la palabra común ha desaparecido. No interesa cuánta “densidad de realidad” tienen las palabras. Lo que interesa es utilizarlas para que mantengan bien cerradas las burbujas en las que se encierra cada una de las partes. Son palabras que convierten al otro en una cosa, en la-cosa-que-hay-que-combatir/destruir.
En nuestro cerebro el lenguaje ocupa un gran almacén que reúne material muy diverso: consonantes, verbos, sustantivos, adjetivos, frases hechas… Cada vez que queremos decir una palabra se activa una red semántica que está compuesta por, nada más y nada menos que 30.000 unidades. En menos de un nanosegundo el cerebro busca en el “cajón” de las palabras cuál es la más adecuada. Hemos convertido ese cajón en una cárcel que no admite visitas. Sentirse moralmente superior al otro es muy placentero, es como una droga. Vivir unidos en el lamento, en la queja por lo que hacen los bárbaros liberales o los bárbaros conservadores es como el fast food.
Los estadounidenses, los occidentales, nos hemos acostumbrados a usar las palabras como si fueran balas, a escuchar palabras que no significan nada, puros enunciados alejados del encuentro entre el deseo y el misterio de la realidad. No estamos condenados a que siempre sea así. Una palabra que no sea un simple golpe de viento, que no sea una declaración doctrinal o ideológica, que no sea la formulación de una verdad sin belleza y sin relación, que no sea un escudo defensivo frente al otro, una palabra que sirva para nombrar con sencillez y precisión una experiencia, una palabra así cambia el mundo, lo hace mejor. La palabra cambia el mundo cuando es grito del que sufre, es susurro del que ama, es entusiasmo del que conoce, es verso de quien vuelve a mirar las cosas. En realidad no es ni el grito, ni el susurro, ni el amor lo que cambia. No serían suficientes. Es necesario que cada una de esas expresiones tengan detrás el entendimiento de un corazón que quiere vivir. Entonces esa palabra vale más que todos los multiuniversos posibles y construye historia.
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