Ser o no ser Charlie... esa no es la cuestión

Lo que está en juego es nuestra libertad

Mundo · José Manuel de Torres
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12 enero 2015
Tras los terribles y execrables atentados terroristas protagonizados por islamistas radicales en Francia y que han supuesto la muerte de 17 ciudadanos franceses, incluidos gran parte de la redacción del semanario satírico Charlie Hebdo, se ha desatado en distintos medios de comunicación, blogs, periódicos y redes sociales un acalorado debate sobre la manifestación de apoyo más extendida a Francia, a su ciudadanía y a la democracia occidental en general, la famosa expresión “Je suis Charlie” que más de un millón de personas han coreado al unísono en la manifestación de París del pasado domingo.

Tras los terribles y execrables atentados terroristas protagonizados por islamistas radicales en Francia y que han supuesto la muerte de 17 ciudadanos franceses, incluidos gran parte de la redacción del semanario satírico Charlie Hebdo, se ha desatado en distintos medios de comunicación, blogs, periódicos y redes sociales un acalorado debate sobre la manifestación de apoyo más extendida a Francia, a su ciudadanía y a la democracia occidental en general, la famosa expresión “Je suis Charlie” que más de un millón de personas han coreado al unísono en la manifestación de París del pasado domingo.

Así una parte mayoritaria de la opinión pública de las sociedades europeas y de los medios de comunicación -entre los que hay que decir modestamente que uno se encuentra- se ha identificado y ha asumido sin dudarlo el “Je suis Charlie” como la expresión más acabada de condena hacia el brutal atentado islamista y de defensa de los valores que conforman nuestra civilización occidental: la democracia, la ley, la libertad.

Ha habido sin embargo una corriente de opinión, en principio minoritaria, que luego ha ido ganando cierto peso con el paso de las jornadas: aquélla que desde columnas de prensa y distintos medios condenaba, sí, con vigor el atentado, para a continuación desmarcarse de la opinión mayoritaria y argumentar con su “Je ne suis Charlie” su rotunda oposición a identificarse con un semanario donde desde sus páginas se difamaba a la religión musulmana, pero también a la fe católica, y se blasfemaba impunemente contra el profeta Mahoma, pero también se arremetía duramente contra la Santísima Trinidad. Incluso se ha dado el caso de quien ha visto en el discurso de Ratisbona de Benedicto XVI el precedente perfecto para avisar de los peligros del islamismo exacerbado y sostener su argumentación en contra del tipo de periodismo burlesco y difamador que a veces ejercía el semanario.

Esta falsa oposición entre aparentes contrarios ha sido además aprovechada intencionadamente por algunos medios de comunicación para intentar contraponer cuestiones que forman parte indisoluble de nuestro sistema occidental de valores. Al punto que se ha llegado a escuchar en algún telediario que los atentados tenían “tintes religiosos” (sin aclarar cuáles ni su radicalismo) y que la manifestación de París defendía la razón y la laicidad de nuestras sociedades. De esta forma (uno cree que maliciosamente), algunos han querido llegar a la simplificación de establecer que aquellos que nos solidarizábamos con Charlie defendíamos no la libertad y la democracia, sino la razón y la laicidad como principios sustentadores de nuestros sistemas de libertades enfrentándolas a la religión y a la fe.

Nada más lejos de la realidad. Como el propio Ratzinger ha explicado claramente en sus escritos, no hay oposición entre fe y razón, y no hay ni debe enfrentarse religión a laicidad, ni a democracia, ni a libertad. Más bien es todo lo contrario. La historia de Europa y de Occidente es inexplicable, como han explicado filósofos como Marcello Pera, sin la contribución del cristianismo y el judaísmo en la conformación de sus valores individuales y colectivos.

Lo que sí hay, y aparece diáfano en este asunto, es una oposición brutal entre dos sistemas de valores: el de aquellos que amparados en la radicalidad, en este caso el yihadismo musulmán, quieren imponernos a los demás sus argumentos y creencias autoritarias por medio de la intimidación, la violencia, el terrorismo o directamente la guerra al infiel. Pero Europa, vieja dama conocida de sí misma, debería recordar entonces su propia historia y la de sus radicalismos endógenos que en el pasado siglo quisieron reemplazar las democracias liberales e imponernos también sus distintas soluciones de hombre nuevo amparándose en el nacionalismo o en las ideologías marxistas.

No es justo, pues, ni lícito, como algunos pretenden, oponer el hecho religioso del hombre a la ley, a la libertad humana o a la democracia, cuando éstas se construyen y perfeccionan en la tradición judeo-cristiana europea. Como tampoco es justo, sin necesidad de caer en el multiculturalismo desintegrador de nuestras tradiciones y valores, simplificar y culpar al islam y a la religión musulmana en general de las tropelías y del crimen atroz de algunos de sus miembros más extremistas y radicales. Por ello mismo toda la comunidad de creyentes musulmanes debiera reaccionar sin miedo y condenar sin tapujos unos atentados que no deben parecer que representan al islam en su conjunto. Es una obligación moral de sus ulemas e imames, sobre todo de los afincados en países occidentales, condenar esta barbarie. Es una aberración (un “contradiós”, diríamos aquí) defender la fe y las propias creencias religiosas asesinando a seres humanos en nombre del mismo Dios al que se dice defender. En la separación Iglesia-Estado se basa parte de la construcción de los Estados modernos europeos, alguno de ellos laicos, pero no necesariamente.

De lo que aquí se trata entonces no es de ser o no ser Charlie, no, esa no es la cuestión. De lo que aquí se trata una vez más es de defender la libertad dentro de la ley y de la democracia. Sí, de defender la libertad de expresión, pero también la libertad religiosa y el equilibrio entre ambas dentro de la ley en una democracia occidental. Y ello es posible identificándose con los humoristas del semanario francés e incluso criticando su línea editorial siempre que todos, laicos o creyentes, aceptemos y nos sometamos a las reglas del juego democrático. El terrorismo yihadista, nacionalista o revolucionario, ya sabemos que no lo hace ni lo hará; por eso la obligación de nuestras democracias occidentales y de nuestros Estados es y será combatirlo hasta el final con todas las fuerzas necesarias.

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