Una esperanza humilde

Mundo · Luis Ruíz del Árbol
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6 mayo 2024
Sólo la radical pobreza de los que únicamente atesoran una esperanza humilde, que nace de la memoria de quienes nos aman, es capaz de reconocer que la vida, bajo cualquier circunstancia, siempre reclama más vida.

Hace unos meses un grupo de amigos invitamos a un amigo común, B., a su mujer, A. y a su hija pequeña, S., a pasar una tarde de domingo con nosotros en nuestro pueblo de las afueras de Madrid. El plan era simple: barbacoa, cervezas, juegos, una larga sobremesa… La familia de nuestro amigo vive a caballo entre España y Ucrania, de donde es A., y arrastran un gran desgaste físico y emocional por todas las circunstancias, vinculadas a la guerra, que llevan viviendo desde hace más de dos años. Cuando estaba ya casi atardeciendo, viendo juntos cómo estaban jugando nuestros hijos, su alegría y despreocupación, B. nos dijo una frase que, desde entonces, guardo en mi memoria: “los ucranianos luchan para poder recuperar estos momentos de juego y disfrute con sus hijos, sus familias y amigos; quieren poder vivir de nuevo lo que vivís vosotros y estáis compartiendo hoy con nosotros.”

Desde que suenan las alarmas aéreas en la ciudad ucraniana de Jarkiv, muy cerca de la frontera con Rusia, hasta que impactan los misiles o los drones rusos transcurre algo menos de un minuto. Dentro de su metódico y premeditado plan criminal a gran escala, el ejército ruso tiene una especial fijación con la segunda ciudad más importante de Ucrania, que desde el principio de la invasión en febrero de 2022 lleva recibiendo casi sin interrupción una lluvia de miles de proyectiles, que han causado solo en esta ciudad centenares de muertos y heridos, muchos de ellos menores de edad.

En este contexto de extrema precariedad, en el que en cualquier momento has de dejar lo que estás haciendo para llegar a tiempo al refugio más cercano, es imposible que los niños de la ciudad puedan hacer una vida normal, que entre semana pasa necesariamente por acudir a clase. Además, Rusia, dentro de su estrategia de genocidio cultural, está cebándose con especial virulencia en los colegios y demás centros educativos. Se calcula que, desde que empezó la invasión, sólo en la región de Jarkiv los ataques rusos han destruido más de 120 escuelas.

Al principio, los responsables educativos de la región decidieron dar continuidad al calendario escolar a través de la conexión digital en los hogares; pronto se dieron cuenta de que la falta de socialización de los niños agrava aún más los problemas psicológicos que están expuestos a padecer, consecuencia del estado de guerra y de los continuos y sistemáticos bombardeos rusos sobre objetivos civiles. Así pues, se decidió reacondicionar aulas en los únicos espacios seguros de la ciudad: las estaciones de metro, que al principio de la invasión sirvieron como improvisados y provisionales refugios antiaéreos mientras se construían los definitivos. Es evidente que no se trata de una solución óptima, pero al menos permite que los niños no pierdan el contacto físico con sus profesores y compañeros, y mantengan una cierta apariencia de vida cotidiana normal.

La misma medida de Jarkiv se ha aplicado en Kyiv, la capital. Esta forma de pensar y hacer las cosas no es algo aislado o casual dentro de la Ucrania post-febrero de 2022: obedece a una manera de estar ante la realidad que afirma el valor de la vida vivida por encima de cualquier otro tipo de cálculo. Por ejemplo, la instrucción dada por el gobierno ucraniano de empezar la reconstrucción de los edificios bombardeados de manera inmediata, se basa en el convencimiento de que no se puede conservar la esperanza de sobrevivir si uno se acostumbra a habitar entre ruinas. «Caminar y ver esto todos los días [los estragos de los bombardeos], eso traumatiza moralmente a una persona (…) Tenemos que restaurarlo todo, empezando por los cafés, las bibliotecas, las fábricas, las escuelas y los hospitales«, declaraba a Reuters el alcalde de Trostianets, un pequeño pueblo situado en el norte de Ucrania.

Y hay que seguir pa’lante que un hogar es quien lo habita/Y es el recuerdo que se queda/Y el corazón de una palmera”, dice la letra de Un hogar, canción incluida en el álbum (Con cariño y con cuidado, 2023), que la joven cantante de la Isla de la Palma, Valeria Castro (1999), escribió sobre los rescoldos de la casa de su abuela, destruida durante la erupción del volcán Cumbre Vieja, en septiembre de 2021. Valeria Castro incluye en la canción la voz rota de su abuela, que lo ha perdido todo, sus más queridas pertenencias, las huellas de la memoria que la unen con la tierra de sus padres: “pero bueno, la vida sigue, con mucha tristeza, pero bueno, sigue.” Su nieta acoge y da vuelo a sus palabras: “Porque aunque no se queden las cosas del pasado,/nadie podrá quitarte las memorias que has guardado./Las que has vivido siempre quedarán dentro y contigo.

«Nada es más raro, escribe Simone Weil, que un infortunio retratado con justicia». Ante el aparente ultimátum de la fuerza, tendemos a creer que «la catástrofe es una vocación innata de la persona desafortunada». Ucrania está subvirtiendo la noción misma de ‘catástrofe’ al rechazar la suerte de convertirse en su desventurada víctima. Es un esfuerzo digno de estima, no sin consecuencias para todos nosotros”, escribía Erik Varden, obispo de Trondheim, en ¿Reino de la fuerza?, la Tercera del diario ABC de 9 de junio de 2023. ¿Cómo es posible esta inaudita afirmación del irreductible valor de la vida?

Sin volver la cara a la violenta presunción de la superioridad militar rusa, sostenida por los totalitarismos de Irán y Corea del Norte y alentada por la falta de coraje de Occidente, o delante del inconmensurable poder devastador de un volcán desatado, B., A., el pueblo ucraniano, o Valeria Castro, testimonian que, como cantaba el célebre tango de Gardel, sólo la radical pobreza de los que únicamente atesoran una esperanza humilde, que nace de la memoria de quienes nos aman, es capaz de reconocer que la vida, bajo cualquier circunstancia, siempre reclama más vida, y de generar contra todo pronóstico una indómita creatividad a prueba de bombas. Es la esperanza de los que no se resignan a la catástrofe, de quienes no se acomodan en el papel de víctimas, que nos interpela a elegir en qué lugar queremos estar: del lado de los que reconstruyen las escuelas y los hogares, o de quienes no cejan en su empeño de no dejar piedra sobre piedra.

 

Luis Ruíz del Árbol es autor del libro «Lo que todavía vive»


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