No desearás la justicia ajena
Todo empezó hace tres semanas en la Universidad de Columbia, en Nueva York. Los estudiantes montaron un campamento para exigir un alto el fuego y para criticar lo que está haciendo Israel en Gaza. Las protestas se han extendido y la respuesta policial ha sido contundente.
El mundo entero está viendo en qué se han convertido muchos campus universitarios estadounidenses. Son la expresión más avanzada de ciertas formas sociales de este comienzo del siglo XXI. Formas sociales en las que rige la unidad sin libertad, el orden sin ideal, la autoridad sin liderazgo, la virtud sin atractivo. Formas sometidas a un poder que homologa, que da respuestas rápidas y desconfía del deseo, en este caso del deseo de justicia. Para responder a ese deseo tienes que asumir determinados enunciados, mantenerte en determinados límites.
Las protestas de la Columbia University han tenido la retórica de la “vieja ocupación”. El espacio en el que se montaron las tiendas de campaña se identificó como la “zona liberada”. La respuesta de la policía fue contundente. Las fuerzas de seguridad en muchas universidades han actuado porque las autoridades académicas se lo han pedido. A los estudiantes americanos de las universidades de élite se les explica en clase y en los trabajos de investigación que las protestas son buenas, sirven para remover los cimientos de sociedades demasiado tradicionales y generan una innovación disruptiva. Pero una cosa es la teoría y otra la práctica.
Las autoridades académicas han reaccionado con histeria ante la posibilidad de que se les acuse de antisemitismo. La ecuación se ha simplificado hasta el ridículo. Se entiende que criticar al Gobierno de Netanyahu es criticar al Estado de Israel y criticar al Estado de Israel es criticar a los judíos.
El miedo se explica por la intención de mantener la buena reputación, por no perder dinero. Y es también la consecuencia de una educación hiperprotectora y normativa que considera a toda crítica “discurso de odio”.
Universidades como Harvard, Pennsylvania y Columbia tendrán que dedicar muchos recursos para hacer frente a las demandas que se están presentando ante los tribunales. Se les acusa de no haber frenado a tiempo discursos antisemitas. Ya pagan entre 15 y 35 millones de dólares a abogados que las defienden de la acusación de “antijudaísmo endémico”. Además, muchos de sus donantes pueden dejar de serlo. Y eso les hará mucho daño. Hasta los años 80 del pasado siglo, las universidades de élite estadounidenses eran relativamente independientes. Cuando quisieron ser más competitivas y tener mejores instalaciones para mejorar su imagen de marca, empezaron a buscar más donantes y más dinero. Ahora parecen empresas financieras que invierten en activos que les comprometen como materias primas o inmuebles. Están en gran medida en manos de los inversores y del mercado.
Y luego está la cuestión de fondo. Lo que sucede estos días es el fruto de un proceso que ha reducido considerablemente la libertad de expresión. Desde hace tiempo en estas universidades, cualquier crítica, cualquier “palabra fuerte” se considera discurso de odio (hate speech) y hay que suprimirla. Las universidades de Harvard y de Pennsylvania están entre las universidades con menos libertad de expresión del país. Los rectores y los decanos sufren con frecuencia el acoso de estudiantes a los que todo les ofende. El resultado es que nadie defiende la libertad de cátedra. Entre 2014 y mediados de 2023 se han producido al menos 1.000 intentos de despedir o castigar a profesores por lo que dijeron en su clase.
Las universidades de los Estados Unidos no serán las mismas después de estas protestas. Pueden empeorar. Pueden dictarse normas más estrictas. Y eso significa que empeorará la calidad de la enseñanza, de la investigación y se reducirá el amor por la razón. Lo dicho: más normas, más unidad normativa, más orden, menos ideal, más autoridad sin liderazgo, más virtud sin atractivo. Más escasez de libertad.
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