Las víctimas del tren de la Modernidad

El pasado domingo 26 de agosto en Tabasco, México se descarrilaron ocho vagones del tren de carga conocido como “La Bestia”, máquina terrible, por la que los migrantes provenientes de Sudamérica atraviesan, de manera clandestina y sin ningún tipo de protección, un tramo significativo de México para llegar a la frontera con Estados Unidos. El tren iba cargado de chatarra y, sobre ella, alrededor de 250 personas provenientes, en su mayoría, de Guatemala y Honduras. Murieron al menos 6 personas.
Dos características del accidente me parecen dignas de mención. La primera es el lamentable hecho de que la mayoría de las notas de prensa anunciaron, en sus encabezados, que habían muerto “6 migrantes”. Como si la identidad de las víctimas se agotara en el despojo voluntario de sus raíces, en el hecho migratorio; como si su vida entera, terriblemente resumida en el encabezado periodístico de su muerte, estuviera sintetizada en el horror del viaje que emprendieron para buscar una vida más digna y que a muchos de ellos desgraciadamente conduce sólo a la muerte.
Además del anonimato periodístico de quienes murieron, me vino a la mente el reciente accidente del tren que se dirigía a Santiago de Compostela, en España. Y es que más allá de que la tragedia en Santiago de Compostela pueda tener algún responsable singular, lo trágico de ella es que ese responsable provocó un drama cuya magnitud está más allá de toda la fuerza que él mismo podía haber provocado si no hubiera tenido en sus manos el control de un motor de tal calibre.
Ya desde el siglo I a.C, en su tratado “De Architectura” el arquitecto Marco Vitrubio había descubierto que la ingeniería humana debía respetar y responder a los límites que las dimensiones del cuerpo humano pedían. Respetarlos en tanto norma y ley que marca una cierta dimensión, y responder a ellos en tanto que la naturaleza misma de la máquina debía imitar su racionalidad y su lógica como organismo. Esta afirmación sobre la ingeniería no se refiere únicamente a la arquitectura sino también a toda labor técnica de humanización del mundo: la construcción de ciudades, la elaboración de máquinas para procesar materias primas y, por supuesto, la velocidad.
Es bueno que existan máquinas que nos ayuden a hacer más cortos los tiempos de traslado entre un lugar y otro. Pero cuando esas máquinas generan violencia y desigualdad es que hemos traspasado un umbral que marca el momento cuando la máquina sirve efectivamente para lo que fue pensada o ya es más bien un exceso, hybris creadora de violencia y de desigualdad. Si queríamos acortar el tiempo de traslado para aumentar el comercio, acelerar la economía, y generar más riqueza, con el umbral traspasado hemos generado una línea invisible pero nada imaginaria que separa a aquéllos que pueden pagar tal transporte y los que no. La línea que se traza no es solamente la vía del tren o la carretera, que además separa ecosistemas entero y que destruye la dinámica social de una ciudad o un pueblo, sino que esa línea separa posibilidades económicas y la brecha entre ricos y pobres se hace más ancha.
El anonimato es, en ambos casos, lo que hace más dramáticos los acontecimientos de Tabasco, en México y de Santiago de Compostela, en España. La máquina, anónima en su técnica desproporcionada, ha matado personas. El precio de lo que concebimos como “progreso” no ha de ser jamás una sola vida de un solo hombre.