Solzhenitsin: la belleza, la esencia del genio

La muerte de Alexander Solzhenitsin ha revitalizado el proceso de revisión que muy lentamente ya había comenzado de cara a su 90 cumpleaños (que se habría celebrado el próximo 11 de diciembre). Una revisión absolutamente necesaria porque la historia de Solzhenitsin y Occidente es una historia de incomprensión. Se le han puesto demasiadas etiquetas por parte de periodistas e intelectuales que han demostrado no haberlo leído, o haberlo hecho de un modo muy superficial: conservador nostálgico, antisemita, nacionalista, autoritario.
Sin embargo, que el escritor ha resultado ser uno de los grandes del siglo XX lo demuestran el premio Nobel y sobre todo el hecho de que otro gran genio como el teólogo católico Von Balthasar haya calificado Archipiélago Gulag como el libro del siglo, el primero que debería ponerse a salvo en caso de catástrofe.
Von Balthasar no dice esto sólo porque denuncie los lager. El autor, con una visión agudísima de la historia, refleja la complejidad del alma, de la debilidad de algunos regímenes y de la fuerza de la ideología, poniendo siempre en el centro de la acción al hombre con su responsabilidad. Solzhenitsin ha sido un crítico inexorable del comunismo, pero no era menos crítico con un Occidente satisfecho de su propio bienestar y cada vez más desesperanzado: este paradójico paralelismo no pretendía salvar el equilibrio, también denunciaba un inesperado parentesco entre el "bazar del partido" y la "feria del comercio". Por eso molestaba. En 1974 ya le llamaban el "incordio de Zurigo", cuando, expulsado de la Unión Soviética, se estableció provisionalmente en Suiza. Desde entonces el odio fue creciendo a medida que se hacía evidente la imposibilidad de convertirle en un simple instrumento de lucha política.
Solzhenitsin alteraba los planes de una política que, con tal de alcanzar el poder, estaba dispuesta a transigir con los derechos humanos o la libertad, pero sobre todo molestaba a quienes no admitían una concepción del hombre que no pasara por un consenso ideológico. Molestaba a los que pensaban que, en el fondo, la ideología era buena y que sólo se estaba aplicando mal; y que la genialidad de Occidente era la de saber corregir y llevar a cumplimiento el más bello sueño que el hombre pueda imaginar, el de una sociedad perfecta.
Solzhenitsin daba la vuelta a este sueño y lo convertía en pesadilla. Una pesadilla con la que alteraba la tranquila conciencia occidental: el mal no estaba en esta o aquella ideología, sino en la ideología como tal; a la que se consideraba autorizada para eliminar a un hombre cualquiera en nombre de una idea. El mal era y es que exista una ideología que, mientras hacemos el mal, nos permita "justificarnos frente a nosotros mismos y frente a los demás".
Solzhenitsin denunciaba, usando la expresión de Berdiaev, que "la idea de la perfección sin gracia lleva al nihilismo": tal vez, como en Occidente, a un nihilismo delicado y sensible, pero condenado a caer tarde o temprano en el nihilismo esclavizante de las ideologías totalitarias.
Para hacer frente al totalitarismo había que abandonar el primado de las ideas y recuperar el principio de la realidad, recuperar la verdad de lo real en lo real, no como algo que el hombre debe generar con sus propias fuerzas, violentando lo que existe, sino como algo que está ya dentro de la realidad: algo no hecho por las manos del hombre.
Y Solzhenitsin salió de esta sumisión no con un nuevo discurso sino redescubriendo él mismo la realidad "no hecha por las manos del hombre": así son sus personajes. En sus historias vemos seres humanos que al final resultan vencedores, como Matriona, la estúpida vieja que una vez muerta se descubre como "la Justicia, sin la cual no puede vivir el pueblo ni la ciudad ni la Tierra".
La misma vida de Solzhenitsin, hecha de guerra, lager, cáncer y arte, es el recorrido de un hombre (como escribe: "de la desesperación a este punto") que vence porque no está hecho por manos de hombre, y vence no con un discurso teórico sino a través de la belleza que es la verdad de lo real, el esplendor de lo verdadero.