¿Cultura católica? No una tradición, un presente

Cultura · Costantino Esposito
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23 mayo 2024
¿Existe un pensamiento cristiano como experiencia viva que tenga la capacidad original de comprender las cuestiones fundamentales que emergen en la vida de las personas, y que puede contribuir a reconocer un sentido que ilumine la historia de cada uno, tanto personal como socialmente?

¿Sigue existiendo el pensamiento cristiano en nuestro tiempo? No me refiero sólo a la tradición que ha marcado claramente la historia de muchas sociedades. No cabe duda de que existe esa tradición, aunque nos podríamos preguntar si no se ha quedado por completo relegada al pasado. Hablo más bien de un pensamiento cristiano como experiencia viva, que en el tiempo presente tenga la capacidad original de comprender las cuestiones fundamentales que emergen en la vida de las personas, y que puede contribuir a reconocer un sentido que ilumine la historia de cada uno, tanto personal como socialmente.

El debate lanzado por Avvenire sobre la crisis de identidad e incidencia de la cultura católica, a partir de las provocaciones de Pierangelo Sequeri y Roberto Righetto, ha tenido el mérito de volver a proponer algunas preguntas fundamentales, de las que dependen todas las consecuencias en el plano de la  expresión y de la comunicación: ¿De qué tipo de experiencia surge una presencia cultural cristiana? ¿Cuál es el «sujeto» que le es propio? ¿Y qué método debe seguir para permanecer fiel a su naturaleza?

Sobre estas cuestiones quisiera proponer tres puntos de verificación en una época profundamente marcada por una tendencia «nihilista» al afrontar el sentido de lo humano y la verdad del mundo.

Comenzaría con una observación desapasionada: hoy nos encontramos en una situación similar -como desafío- a la de los comienzos de la experiencia cristiana. Fue una experiencia que irrumpió como una semilla de novedad absoluta en el contexto histórico del Imperio romano. Un comienzo que retrospectivamente puede parecer difícil y problemático, había una gran diferencia respecto al mundo pagano y respecto al mundo judío del que surgió, pero para sus protagonistas fue, sobre todo, fascinante. De esa fascinación imprevisible e irresistible que atrae al yo y lo libera de los cánones de las costumbres culturales, religiosas, morales y políticas. Los primeros cristianos viven su existencia como un haber-sido-aferrados, y su presente (como observó agudamente Heidegger en una ocasión) nunca es meramente el resultado de su pasado, sino que es la forma en que viven, ahora, la expectativa del futuro. En efecto, el pasado de los cristianos no es algo que pasa, es Uno que viene. El futuro es  -la apertura a este Otro que sigue viniendo y tocándome- el principio del tiempo para estas personas aferradas por Cristo.

Y aquí se desencadena la profunda analogía: incluso en nuestra época, la experiencia cristiana -por su propia naturaleza, no sólo porque se vea forzada por la erosión del cristianismo- sólo puede comenzar por esa atracción y no por su tradición, ciertamente grandiosa. El problema de los que empezaron a ser cristianos, como el nuestro, no era ni se puede concebir como un proyecto de elaboración cultural. Todo lo contrario: aquel comienzo llevaba en sí el principio que hizo florecer una impresionante construcción de civilización, una civilización nacida precisamente de una particular experiencia de la vida. La cultura sólo puede surgir de la vida; lo contrario no siempre, de hecho casi nunca, sucede. De ahí que ningún análisis de la pérdida de incidencia de la cultura católica en nuestro tiempo y ninguna sugerencia «terapéutica» puedan prescindir de plantear, de nuevo, el problema del comienzo. En la historia cristiana, en efecto, el comienzo no es arqueológico, sino existencial; el comienzo es ahora: como una línea perpendicular que atraviesa, se cruza y «corta», por así decirlo, cada instante del tiempo que pasa.

Desde este punto de vista, las claves interpretativas habitualmente utilizadas para explicar el fenómeno de la era postcristiana -ante todo la de la «secularización»- aumentan el problema en lugar de aclararlo. En efecto, el punto central no es tanto por qué la tradición cristiana ha perdido su atractivo y su eficacia cultural. La cuestión es, por el contrario, de qué experiencia de novedad pudo nacer esa tradición y de qué manera, en qué lugares y bajo qué formas, sigue renaciendo hoy. Hay que tener en cuenta que los estudios sobre la secularización más inteligentes la interpretan no sólo como una pérdida de valores de la tradición religiosa, sino como una oportunidad, una ocasión de elegir de nuevo y libremente -como la primera vez- el encuentro con el cristianismo. Así lo señala una vez más Charles Taylor en su último libro publicado en italiano, Questioni di senso nell’età secolare (Mimesis 2023).

El segundo punto de verificación es que la pérdida de vivacidad de la cultura católica es consecuencia de no tener como eje principal el deseo del yo. Y cuando un anuncio que viene del pasado ya no interfiere con este deseo y ya no arraiga en él, simplemente se vuelve indeseable. Por supuesto, el deseo también es algo áspero, algo peligroso, porque puede  desbordarse hacia lo subjetivo y arbitrario. Pero también es algo infinito, que lleva en sí la relación con una realidad infinita. Es el principio revolucionario del cristianismo con respecto al miedo pagano a la hybris y a los intentos siempre recurrentes (incluso hoy) de moderar el peligro del exceso mediante la moralización del comportamiento. La experiencia cristiana, libre de todas las reducciones moralistas que siempre la han tentado a lo largo de los siglos, tiende a la liberación del deseo más que a su mortificación. Puede parecer paradójico para la concepción habitual de la moral católica, pero el deseo sigue siendo la gran vía para poder reconocer el misterio de un encuentro que se revela a la altura de las expectativas del corazón y de la razón humana. “¿Hay alguien que ame la vida | y desee días de prosperidad?” dice el Salmo 34 al comienzo de la Regla de san Benito, de cuyo carisma nació literalmente la gran civilización de Europa.

Señalar este deseo de infinito no significa en absoluto doblegar el cristianismo a un relativismo individualista: al contrario, significa mostrar la dinámica fundamental de la comunidad cristiana. Si es Cristo quien construye la unidad de su pueblo, lo hace en la medida en que reaviva mediante su presencia histórica el deseo de vida y de felicidad de cada persona. El deseo constituye siempre la posibilidad personal de activar nuevos procesos culturales y sociales. Si una cultura católica albergará en su interior el miedo al deseo, como el miedo a la libertad, se limitaría a prevenir los riesgos, a limitar los daños, a establecer los deberes hacia los que orientar la experiencia de las personas desde el exterior. Ya no sabría qué es la  experiencia humana desde el interior.

Por último, si tuviera que identificar la dinámica con la que en la experiencia cristiana nace y se desarrolla una cultura que está a la altura de los deseos más profundos y de la necesidad de libertad del ser humano, diría -en contraste con la concepción católica estándar –que se trata de una cultura que se afirma precisamente despertando, potenciando y acrecentando las preguntas, sin contentarse con transmitir las respuestas ya conocidas y transmitidas. O, mejor dicho, las verdaderas respuestas a las preguntas humanas son las que no las eliminan, sino que siempre las reavivan. ¿No es éste, desde el principio, el método de Cristo? Cuando Jesús se encuentra por primera vez con Juan y Andrés, no les ofrece una explicación, un discurso o un precepto moral (su práctica religiosa ya estaba llena de eso), sino que Él  mismo, que era la respuesta presente, les pregunta: «¿qué buscáis?» (Jn 1,38). Así es cómo «acontece» la respuesta: al provocar la pregunta ante el que puede darse a sí mismo como respuesta.

El joven teólogo Joseph Ratzinger ya lo había descrito magníficamente en 1966: «La vitalidad de la respuesta cristiana» -de ahí su capacidad de hacerse cultura- «exige fundamentalmente la experiencia vital de la pregunta; el anuncio cristiano no puede sino recibir continuamente de esta pregunta su vida y su realidad en la humanidad» (de Iglesia abierta al mundo).

El Papa Francisco lo reiteró en la introducción del libro Domande di Dio, domande a Dio de Timothy Radcliffe y Lukasz Popko (LEV 2023): «El cristianismo siempre se ha situado cerca de los que hacen preguntas, porque -estoy convencido de ello- Dios ama las preguntas, las ama de verdad. Creo que le gustan más las preguntas que las respuestas. Porque las respuestas están cerradas, las preguntas permanecen abiertas».


Lee también: Taylor o la secularización como oportunidad


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