¿Nos interesan las batallas culturales?
Esta vez han sido las teorías “woke” y su instrumentalización política de las cuestiones identitaria y de género, y la cultura de la cancelación… frente a ellos, la invocación a los valores y la tradición judeocristiana o esa concepción de libertad como ausencia de vínculos –en Madrid, la versión “ayusiana” que contrapone libertad versus comunismo; o la de la sociedad líquida abonada por el mainstreaming dominante–. Es la eterna dialéctica tesis-antítesis de Hegel tan manida… y tan vieja.
En el fondo, es un instrumento fácil: emplear la dialéctica amigo-enemigo; construir tal oposición abstracta, abonando las tesis victimistas de considerarse una minoría amenazada. Sin embargo, construir con el que piensa distinto y confrontarse con su pensamiento… ¡eso es lo difícil!
Hay ideologías más dañinas que otras, desde luego. Sin embargo, y en un contexto actual en el que se ha consumado el derrumbe de las evidencias más elementales, la cuestión primera (por ser la que origina la dinámica que nos pone en movimiento a consecuencia de la posición que adoptamos ante lo que nos sucede) es: ¿Nos interesan las guerras culturales?
No cabe duda que la mayoría de las cultural wars emprendidas, tanto en el mundo laico como en el mundo cristiano (católico y protestante), han partido de datos ciertos: el primero, la exigencia de una vida humana buena; y tantos otros (el reconocimiento de la vida humana en toda su dimensión; la libertad frente a los intentos intervencionistas del Estado…) que, empero, no han sido interpretados adecuadamente, porque se ha dado por supuesta la dimensión de lo humano, y han sido utilizados para la defensa de la propia posición.
De nuevo, la cuestión: ¿Nos interesan, pues, las cultural wars? En Páginas Digital vemos con preocupación las implicaciones de una confrontación teórico-abstracta, donde se construyen dos bandos: el de los nuestros (los buenos) frente al de ellos (los malos). No nos interesa tal dinámica: por un lado, porque implica que yo he asumido que no tengo nada que aprender del otro; y, cuando ello se vuelve autorreferencial, los hechos que suceden son reducidos, desde este prisma, a una interpretación de una conspiración.
Por el contrario, es en el diálogo donde aprendemos que no tenemos todas las respuestas; que necesitamos al otro, que sin la complementariedad, nuestra vida no es más vida. Nuestro estar en el mundo se empobrecería. Sólo en la conversación, en el encuentro con quien no piensa como yo, es como empiezan a tomar forma y a hacerse más vivas nuestras exigencias originales. No tenemos, pues, necesidad de construirnos un enemigo para pensar y para vivir. De lo que estamos necesitados es de una amistad gratuita.
Cuando Pablo de Tarso, en sus Cartas, señala: “Y no os adaptéis a este mundo, sino transformaos mediante la renovación de vuestra mente, para que verifiquéis cuál es la voluntad de Dios: lo que es bueno, aceptable y perfecto”, no nos invita a retirarnos de este mundo ni a adoptar una posición defensiva (como sí nos invita a hacerlo un teoconservadurismo católico de nuevo cuño). No tenemos una ideología “buena” que poner frente al mundo; sólo podemos ofrecer una vida buena encontrada. Y no es una cuestión de “tibieza” frente al mundo. ¿Acaso existe, hoy en día, algo más revolucionario, en una sociedad desestructurada (donde los modelos de familia van diseñados “desde arriba” –léase Estado o mercado–) que vivir a fondo la experiencia del matrimonio y la paternidad no como un peso moral, sino agradecidos por el don recibido?
Es claro que el tiempo de las batallas culturales ya ha pasado. El Papa Francisco ya nos dejó claro que no estamos en un contexto de cristiandad. El cambio de época al que asistimos nos alumbra un mundo no cristiano; y en ese proceso de transición ya se está viendo que es, precisamente, la cuestión de lo humano la que se ha quedado por el camino y ha hecho que los valores, desligados de su experiencia original, se hayan secado. ¿Cabe dar por supuesto el significado de nuestra vida?
En el mundo de hoy, tomarse en serio nuestras propias aspiraciones, preguntas, deseos, miedos… tener estima por nuestra humanidad frágil y, a la vez, irreductible es la condición sine qua non para una propuesta que pueda suscitar la libertad del otro y genere un proceso que posibilita una vida buena en sociedad. Este diálogo, tan necesario en nuestra sociedad, no significa poner entre paréntesis las convicciones que nacen de confrontar lo que nos sucede con lo que somos. De hecho, será origen de numerosas confrontaciones (las oposiciones a las que alude Romano Guardini), porque no siempre seremos comprendidos: nuestra forma de juzgar, de vivir, causará incluso escándalo. Nada tiene que ver con una posición ideológica que olvida el don recibido para arrojar “la sana doctrina” a la cabeza de quien piensa distinto.
El padre agnóstico que no sabe qué hacer con su hijo o mi alumno, con una crisis de identidad que deja los estudios tras sufrir ansiedad y depresión, pueden ser fruto también de ideologías dañinas, pero lo que necesitan es un abrazo humano, no una teoría que se contraponga a otra. No somos ciegos: existen ideologías que son dañinas. El problema es cómo se pueden superar. ¿Se superan con una teoría o con una vida? ¿Podemos confiar en que el corazón del hombre está bien hecho? ¿Cuántas jóvenes que se han visto abrazadas han entendido que su problema no era un cambio de sexo sino entender el valor de su vida?
No es, pues, la ideología la respuesta a las heridas del corazón humano. Cor ad cor loquitur: fue verdad para J.H. Newman; también lo es para el mundo de hoy.