Michelin, viva la vida
Vivimos una época de marcas blancas. No solo las vemos en el supermercado, o en la nueva política. También en muchas relaciones humanas, mediatizadas por la tecnología, se impone un cierto sabor a marca blanca, donde la identidad está proscrita o, al menos, difusa. Sin duda son un signo de los tiempos, donde la vida se hace cada vez más low cost, y los consumidores más conniventes con ello. Y sin embargo seguimos teniendo determinadas referencias comerciales –nuestra particular mitología de consumo– cuya sustitución nos resultaría poco menos que traumática. De hecho, alguna gran empresa de distribución que ha tonteado con la idea de eliminar de sus lineales algunas marcas líderes se ha visto obligada a recular al percibir el cabreo preventivo de sus clientes. Aunque las reglas del marketing estén cambiando rápidamente, la fidelidad a determinadas marcas sigue siendo algo sólido.
Pero, ¿qué hace grande a una marca? ¿Cómo se consigue mantener la confianza de los consumidores incluso en entornos de crisis económica? Todos sabemos que a una marca no la construyen solo el producto, su calidad, una publicidad ingeniosa, un buen precio o un packaging atractivo. Para generar una gran marca se necesita una relación personal con el consumidor, algo intangible, una afinidad que va más allá de la que puedan crear dichos elementos.
Estos días, la Compañía de las Obras presenta en EncuentroMadrid una exposición sobre la figura de François Michelin. La empresa Michelin es un ejemplo particularmente interesante de creación de valor de marca. Desde su creación a finales del XIX la historia de la compañía está jalonada por curiosas conexiones —algunas muy sugerentes— con la vida de la sociedad y su contexto histórico.
A modo de ejemplo, es bien conocida la historia de la Guía Michelin, de su selecto grupo de jueces, cuya identidad es desconocida incluso para la dirección de la compañía, y que se dedican fundamentalmente a comer bien y a escribir sobre ello: para muchos, el mejor trabajo del mundo. La Guía surge en 1900 con la idea de incentivar la industria del automóvil, promoviendo su uso turístico, incorporando para ello planos de carreteras e información útil. A partir de los felices 20 empieza a recoger el famoso listado de restaurantes. Podemos decir que la señalización de carreteras en Francia es obra de Michelin. Todos hemos oído en alguna ocasión cómo las tropas aliadas usaron los planos de la Guía para adentrase en Francia durante la invasión posterior al Día D (planos que eran usados también por el ejército alemán).
La implicación de la empresa en las guerras mundiales había comenzado en la Primera, en la que Michelin se zambulle en la construcción de aviones de combate baratos y ligeros, inventando también las primeras pistas de aterrizaje asfaltadas, para solventar el problema del barro. Su colaboración con la Resistencia y su actitud durante la Segunda le valió el reconocimiento posterior de los vencedores. La vocación aeronáutica de la compañía se concretará décadas más tarde en el suministro de los neumáticos del trasbordador espacial de la NASA, y en el posterior acuerdo con Airbus y Boeing.
Desde principios del siglo XX, conceptos absolutamente novedosos en su época como el de vacaciones pagadas o el subsidio de desempleo forman parte de las políticas sociales de la empresa, que incluyen la creación de escuelas y guarderías para los hijos de los empleados, así como un programa para facilitar a los mismos el acceso a vivienda en propiedad.
A lo largo del siglo XX la innovación ha impulsado la fábrica a un protagonismo especial en el sector de la automoción, no solo mediante la creación de neumáticos cada vez más seguros y eficientes, como el radial, sino con hitos menos conocidos como la invención del vehículo precursor del 2CV, o de los trenes ´Michelinas´ calzados con neumáticos (verdadero prototipo de la alta velocidad ferroviaria ya en los años 20). Sin contar con los éxitos y la presencia permanente en el espectáculo de la Fórmula 1.
Todo ello ha contribuido poco a poco a generar la marca Michelin. Una marca representada gráficamente por Bibendum, el obeso personaje-logotipo que encarnaba la buena vida: la última propuesta que presentaría hoy una empresa de branding y, sin embargo, tan familiar en nuestra historia personal, y con tan buena salud a pesar de su evidente sobrepeso y sus 118 años de edad (se dice pronto).
Una marca que nos evoca calidad, innovación, solera, generosidad y gusto por la vida. ¿Quién puede hoy en día presentarse con este bagaje?
Un curioso rasgo distintivo de Michelin es una sociedad comanditaria, por lo que sus socios respaldan el negocio con sus propios bienes. En una visita a Madrid hace unos años, alguien preguntó a François Michelin el motivo de dicha forma societaria. El empresario respondió algo así como: “Al ser Michelin una sociedad comanditaria, el cliente sabe que yo respondo de la calidad de los neumáticos con mi patrimonio: yo no volaría en un avión sin piloto. ¿Y usted?”. Fue inevitable que, hace ahora un año, algunos recordáramos estas palabras tras el terrible accidente de Germanwings. Podremos elaborar protocolos perfectos, pero sin la confianza humana solo nos quedan los drones. Confianza como la que inspira el largo camino humano recorrido por esta compañía francesa. En pocos años veremos coches sin conductor, y la estadística dirá que son más seguros. Será, sin duda, fascinante. Personalmente preferiré seguir conduciendo mi coche. Eso sí: con unos buenos Michelin.
Este viernes 8 de abril a las 18:30 se inaugurará la exposición “Empresa, persona y responsabilidad en François Michelin” en la Sala de Conferencias del Encuentromadrid, Pabellón Satélite Madrid Arena. Intervendrán: Bernhard Scholz, presidente de la asociación Compañía de las Obras; Domingo San Felipe, presidente de la Cámara de Comercio Franco-Española de Comercio e Industria; y Luis Rubalcaba, catedrático de Economía Aplicada en la UAH. Presenta Juan Sánchez Corzo, abogado y comisario de la exposición.