Mayo del 68: significado y consecuencias socio-culturales (II)

Lecciones para el mundo católico

Cultura · José Luis Restán
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4 septiembre 2008
Cuando estalla la crisis del 68, el catolicismo europeo goza aparentemente de buena salud, al menos su figura institucional así lo permite deducir: seminarios, órdenes religiosas, escuelas, incluso la relevancia de algunos partidos democristianos... Sin embargo, bajo esa apariencia de estabilidad ya podía detectarse una debilidad encubierta: la dificultad para transmitir la fe como respuesta a las exigencias de la vida.

Quienes tuvieron mayor clarividencia ya vieron entonces la necesidad de encontrar nuevas formas de presencia cristiana y nuevos itinerarios educativos, así como la urgencia de abordar un diálogo crítico (misionero) con una cultura que soltaba amarras de la tradición cristiana. El Concilio trató de responder a esta necesidad, y en cierto modo podemos decir que se anticipaba a la explosión de la crisis (se clausura en 1965), pero el proceso revolucionario de Mayo del 68 afectó profundamente al propio proceso interno de renovación eclesial; fue una verdadera tormenta que embistió a la nave de la Iglesia precisamente en el delicado momento en que debía producirse la primera asimilación del Concilio Vaticano II.   

No basta denunciar y resistir: un desafío educativo

Para ilustrar este punto me remito al testimonio ofrecido en el Encuentromadrid 2007 por el periodista irlandés John Waters, afamado articulista del diario Irish Times. Waters comenzó describiendo la fisonomía y el papel histórico del catolicismo irlandés, sobre todo a partir de la gran hambruna que desangró el país a mediados del siglo XIX, que provocó la necesidad de que la Iglesia asumiera el gobierno moral de la nación. El catolicismo era un dato que se daba por descontado, algo así como un rasgo genético del ser nacional de Irlanda, luego no era necesario profundizar en una personalización de la fe, tan sólo asegurar el predominio social de un conjunto de valores que constituían la trama ético-cultural de la nación. Todo esto produjo un acentuado moralismo, acompañado de una gran laguna en todo lo que se refiere al diálogo crítico con la modernidad.

Cuando las olas de la tormenta revolucionaria del Mayo del 68 llegan a las costas de la "Isla de los santos", el objetivo principal sobre el que buscan descargar sus furias no puede ser otro que la Iglesia; ésta, social e institucionalmente fuerte, parece interponer un dique poderoso a la fuerza de este oleaje, pero a la larga no dispone de los resortes vitales para afrontar el desafío. Waters fue uno de los miles de jóvenes que abandonaron, más o menos clamorosamente, una barca que consideran absurda y oxidada, más aún, que sentían como un dogal que impedía la realización de su propio deseo de felicidad. Waters describió el modo fatuo en que tantos se abonaron a las filas de un pensamiento que exaltaba una libertad sin vínculos y que proyectaba la gran utopía de un mundo felizmente liberado de las ataduras de la tradición (léase familia, orden social, religión…), en el que cada uno podría realizar sin trabas su propio proyecto para ser feliz.

En su juventud, nuestro protagonista exploró todos los caminos que abría esa mentalidad, frente a la cual la Iglesia sólo parecía enarbolar un discurso moral, incapaz de atravesar la corteza del escepticismo y de movilizar el corazón de aquella generación. Tuvo que ser la dura experiencia del alcohol, del fracaso en la relación amorosa y de la fragilidad radical de sus amistades lo que le llevase a tocar fondo, y comenzar una lenta y dolorosa apertura a la antigua tradición católica en la que se había formado.

Irlanda ha sufrido un proceso cultural que tiene profundas analogías con el caso español. Una tradición católica profundamente arraigada en la historia, ha sufrido un desgaste terrible en poco tiempo, y las terapias del moralismo y de la mera defensa del patrimonio de los valores cristianos han mostrado su insuficiencia absoluta para responder a una auténtica mutación. Por otra parte, la disolución del tejido moral compartido, unida al fortísimo progreso económico, han abierto un espacio de profunda insatisfacción.

Son muchos los que están de vuelta de las falsas promesas del 68, pero son incapaces de retomar el hilo de la tradición católica porque no la reconocen como una respuesta a sus esperanzas frustradas. La vuelta al hogar de la Iglesia sólo fue posible para John Waters porque encontró una experiencia de fe que abrazaba todo su drama, que tomaba en serio sus preguntas humanas y no se quedaba atascada en la mera enunciación de un discurso y de unos valores. En aquella ocasión, este periodista, que sigue siendo uno de los más apreciados del panorama irlandés, manifestó que si sus compatriotas redescubriesen el cristianismo de este modo se produciría una verdadera revolución cultural.  

A fin de cuentas, el cristianismo (y lo repite sin cesar Benedicto XVI) es el gran sí de Dios al hombre: a su razón, a su capacidad de amar, a su deseo de felicidad  y de unidad. Sólo una propuesta de la fe que responda al drama de una humanidad rota y frustrada, pero todavía deseosa, puede encontrar eco en quienes han hecho la misma travesía de Waters y de tantos otros.

El cuadro de valores cristianos permanecía formalmente establecido en amplios estratos sociales, pero ya se estaba produciendo un cortocircuito a la hora de educar en la fe. La ignorancia de muchos jóvenes respecto de la Iglesia, era ya por entonces pavorosa, según un testimonio recogido de Don Luigi Giussani, fundador de Comunión y Liberación. Faltaba un conocimiento crítico de las razones de la propia fe, por tanto era casi imposible una generación de nuevas formas de cultura católica, una incidencia en los ambientes sociales y una educación verdadera de los jóvenes, máxime cuando la hostilidad cultural al cristianismo era creciente en los ambientes escolares y universitarios. La placidez de la situación, a mi modo de ver, era profundamente engañosa.  

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