La universidad ¿y o en? el sistema educativo
Una reciente propuesta política ha planteado la reordenación en el gobierno de España de las áreas de Cultura, Universidades y Educación, sugiriendo incluso su fusión en un solo ministerio. La posibilidad de cumplir esta promesa, y su simple planteamiento, tienen repercusiones que van más allá de del posible ahorro económico (lo único que se han invocado al sugerirla) o del presuntamente escaso interés por la innovación o la cultura que implicaría (lo único que se ha argumentado en su contra). De hecho, esta propuesta podría servirnos para repensar algunas cuestiones relevantes del mundo educativo, y eso es justo eso lo que pretendo hacer.
De las tres áreas implicadas en este debate (cultura, educación y universidades) nos interesará analizar las relaciones entre dos de ellas; educación y universidades. Y concretamente pretendemos acercarnos a responder una cuestión que, sorprendentemente, suele ser poco o nada tenida en cuenta cuando se abordan estas relaciones: ¿Es realmente la universidad parte del sistema educativo? Porque es la respuesta última a esta pregunta, y no otra cosa, la que determina, o debería determinar, el acierto o el error de unir Universidades y Educación en un solo ministerio. Más aún, en nuestro análisis, responder esta cuestión, y atender a las consecuencias que se derivan de la respuesta, podría servir para explicar algunas de las preocupantes señales observables en el sistema educativo español desde hace décadas, y también para abordar algunas soluciones.
«Ni las universidades se sienten del todo cómodas en el sistema educativo, ni los centros que integran ese sistema consideran que las universidades estén dentro de él»
La pertenencia de la universidad al sistema educativo, teóricamente, no está en cuestión. En los documentos del Ministerio de Educación y en las estructuras de gestión de diversas comunidades autónomas la integración es clara, ya que las Consejerías de “Educación y Universidades” son frecuentes. Por tanto, la propuesta de unir su gestión en un solo ministerio es cualquier cosa menos innovadora, y la respuesta a la pregunta planteada parece clara. Pero ¿esa convivencia nominal de la universidad y el resto de la educación implica una conciencia de pertenencia a un mismo ámbito? Juzgar las conciencias es arriesgado, pero lo que si podemos hacer es atender a los hechos y al comportamiento de los implicados. Y, a poco que se observe, no parece muy arriesgado dar por supuesto que ni las universidades se sienten del todo cómodas en el sistema educativo, ni los centros que integran ese sistema consideran que las universidades estén dentro de él. Y como los entes nombrados no son seres humanos para atribuirles convicciones u conductas conscientes, parece justo aclarar que son los profesores de uno y otro campo los que se perciben como miembros de realidades diferentes. Por vivirlo en primera persona en el ámbito universitario me referiré fundamentalmente a cómo se perciben las relaciones en éste, aunque mi propia trayectoria e intereses profesionales me permiten tener un conocimiento de la “otra parte”, que se abordará brevemente después.
La tradición nos indica que la universidad moderna tiene tres tareas o funciones: docencia (transmisión de conocimiento a los estudiantes), investigación (creación de conocimiento) y extensión (transferencia de conocimiento a la sociedad). Este planteamiento implicaría que los que trabajamos en la universidad tenemos que atender a los tres ámbitos y que nuestra tarea estará equilibrada y completa si en los tres somos capaces de mostrar una competencia suficiente. Sin embargo, la experiencia demuestra que una buena parte del profesorado universitario tiende a estar mucho más preocupado y atento a la tarea de la investigación, soporta como un peaje obligatorio la docencia e ignora sin remordimientos la extensión. Es bien sabido que la hegemonía de la investigación en la universidad se sostiene en los métodos de acreditación del profesorado universitario, en la tiranía de los sistemas de citación y en los sistemas (últimamente muy cuestionados, y con diversas polémicas asociadas) de publicación en las revistas científicas. El legítimo interés de los profesores por el avance de sus carreras profesionales los lleva a atender lo que da más rédito y garantiza su progreso en el mundo académico y a despachar con el menor desgaste posible lo que interfiere en ese camino. Y, por desgracia, lo que interfiere de verdad es la docencia. Porque las clases y sus servidumbres, en forma de preparación, impartición y evaluación, y las diversas tareas burocráticas asociadas a ellas, ocupan un tiempo precioso que no puede ser dedicado a la investigación.
«El profesor universitario tiende a considerar que su tarea prioritaria no debería ser “dar clase” sino investigar»
De esta manera, el profesor universitario ubica la parte lectiva de su trabajo en un territorio ineludible, pero a menudo no deseado, o deseado pero que tiene que ser atendido con la mínima inversión de tiempo posible para dejar sitio a la tarea que le hará progresar más en su profesión. Así, la propia dinámica del trabajo universitario hace que, a menudo, la “docencia” no sólo no esté en el centro de éste, sino que pueda llegar a vivirse como un mal necesario. O que una dedicación atenta a ésta se considere el principal impedimento para el desarrollo profesional. En estas condiciones, y sin remedio, el profesor universitario se despega de los profesores de otras etapas porque tiende a considerar que su tarea prioritaria no debería ser “dar clase” sino investigar. Y a partir de esa posición es realmente extraordinario considerarse parte del sistema educativo de un país. Así, a menudo, las universidades acaban unidas, sin debate, a ministerios de innovación, de ciencia o de tecnología, mientras el resto de la educación se ubica en otra estructura.
Sin embargo, como ocurre en muchas ocasiones, un caso aislado basta para evidenciar la debilidad de un sistema de ideas completo, y mostrar que, sin lugar a duda, la universidad es una parte fundamental del sistema educativo y no tiene sentido considerarle al margen. Este caso es, precisamente, el de las facultades de educación y los grados de Maestro de Educación Primaria y Maestro de Educación Infantil y el Máster de Formación del Profesorado de secundaria que en ellas se imparten. Porque ¿tiene algún sentido pretender formar a los profesionales que deben ser docentes en infantil, primaria o secundaria en una institución que es ajena esas etapas educativas? ¿Tiene alguna lógica que el lugar donde se formen maestros y profesores de secundaria se conciba a sí mismo al margen del sistema para el que se forman estos profesionales? Pues bien, este desapego no es extraño a las facultades de educación y se manifiesta de varias maneras: desconocimiento de los profesores universitarios de la realidad de las aulas para las que están formando maestros; asignaturas sobre teorías o métodos educativos irrealizables en las aulas “de verdad”; críticas explícitas y frecuentes a los modelos de enseñanza de los centros educativos y reclamos permanentes a cambiar los sistemas de enseñanza cuando a los estudiantes les toque ejercer su profesión. Como método de supervivencia, los estudiantes universitarios aceptan estos postulados, los repiten rigurosamente en sus exámenes, los utilizan en sus Trabajos de Fin de Grado y luego, mayoritariamente, los ignoran en su posterior práctica profesional.
«La universidad percibe la escuela como un territorio ajeno y la escuela percibe la universidad como un mundo que la mira con arrogancia y que no tiene nada que aportar a su tarea diaria»
Y es ahora cuando conviene hablar brevemente de los que están en la otra orilla, los que no dudan de ser parte del sistema educativo, y de las consecuencias que tiene para su trabajo diario la distancia que la universidad establece con ellos. Los profesores de las etapas educativas no universitarias apenas pueden atender a otra tarea que la docente, porque sus horarios están llenos de clases de las que ocuparse. Como mucho, y no siempre, disponen de unas cuantas horas sin clase a la semana que, mayoritariamente, son ocupadas por suplencias, guardias, sesiones de coordinación de etapa o de materia y tutorías. Por tanto, al contrario de los universitarios, sólo se conciben como docentes. Sin embargo, esos profesores se han formado en entornos en los que la docencia es considerada, a menudo, una tarea “secundaria” y probablemente perciben, aunque sea de manera inconsciente, el desapego de una parte importante del profesorado universitario por las tareas propias de las aulas. Por ello, cuando vuelven de realizar sus prácticas en los colegios manifiestan explícitamente que lo que les enseñamos en la universidad muchas veces no se parece a lo que ocurre en los colegios y tiene escaso valor para la vida en las aulas. Eso cuando no confiesan abiertamente que sus tutores de prácticas en los centros educativos les han indicado que la formación universitaria “no vale para nada” (si acaso para obtener un título) y que “hasta que no se es maestro en ejercicio no se aprende de verdad a serlo”. La universidad percibe la escuela como un territorio ajeno y mayoritariamente anclado en unas prácticas desfasadas y la escuela percibe la universidad como un mundo que la mira con arrogancia y que no tiene nada que aportar a su tarea diaria. Y así se cierra el círculo del desprecio mutuo y la incomprensión.
En definitiva, la respuesta a la pregunta que planteábamos al principio parece clara: indudablemente la universidad es parte del sistema educativo, pero suele serlo a su pesar, y por eso hace todo lo posible para que no se note, travistiéndose en otros ministerios que disimulen su perfil docente y lo coloquen en un segundo plano. Y es precisamente este distanciamiento entre instituciones el que resulta letal para la educación, y lo podemos apreciar en sus consecuencias: Los maestros y profesores viven la necesidad de reciclaje permanente, acogiendo siempre la última moda convencidos de que en eso consiste la innovación, y frustrados por la falta de resultados de la mayoría de sus esfuerzos. Y con cada nueva metodología sin resultados claros acumulan escepticismo hacia las investigaciones y reformas educativas. Los alumnos reciben mensajes contradictorios, y durante su vida escolar pasan por diferentes modelos metodológicos, muchas veces incompatibles los unos con los otros, sin saber bien lo que se espera de ellos. Los profesores en formación se mueven en una esquizofrenia absoluta respondiendo a dos discursos excluyentes sobre la acción educativa; uno en las aulas universitarias sobre la necesidad de la innovación y la investigación y otro en sus centros de prácticas sobre la conveniencia de ignorar tanta palabrería y responder al desafío diario con realismo y oficio.
«La Universidad debe de aceptar que es parte del mundo educativo y que comparte el oficio de educar»
Y ante este panorama, ¿qué podemos hacer en la universidad? Mientras que la universidad no se acepte como parte del “mundo educativo”, y siga mirando por encima del hombro al resto de la educación, se mantendrá en la convicción de tener las soluciones para muchos de los problemas educativos actuales… ¡y en la extrañeza de que nadie las quiera escuchar! Por eso, más que reivindicar espacios de autonomía al margen de la “Educación”, tal vez tendríamos que plantear la conveniencia de unir los ámbitos de la investigación y la innovación al sistema educativo de manera permanente y en todos los niveles de la gestión política. Porque sólo si en la universidad aceptamos que compartimos el oficio de educar (en su sentido más noble) con los colegios e institutos podrán éstos aceptar las evidencias y las investigaciones que muestran los modelos y metodologías educativas más eficaces. En definitiva, sólo la convicción de una pertenencia común entre la universidad y el resto de las etapas educativas podrá erosionar la desconfianza de los docentes de la escuela hacia los investigadores universitarios y permitirá una mejora real de la acción educativa en las aulas.
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