Cartas desde la frontera / XII

Isaías, el deseo y la Navidad

Escrituras · IGNACIO CARBAJOSA
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20 diciembre 2022
Nuestros deseos, son oro puro. Detrás de toda espera, de todo deseo, está nuestra naturaleza de creaturas hechas para la relación con el Creador.

Querido Pascual,

 

Como podrás suponer, la ciudad de Roma se ha engalanado preparando las fiestas de Navidad. Desde hace algunas semanas la iluminación nocturna propia de estos días ensalza aún más los encantos de esta urbe. Hay que reconocer que los italianos siempre han tenido una gran sensibilidad estética y estas cosas las hacen bien. Cuando a finales de noviembre he visto que las tiendas y las calles empezaban a decorarse de cara a la Navidad, me he acordado de cómo este hecho me enfadaba y entristecía cuando tenía tu edad. Justo cuando los cristianos comenzamos el tiempo de Adviento, con un ejercicio austero de abrir nuestro corazón a la espera, el mundo empieza su ejercicio de ruido y derroche. Hoy, sin embargo, ante la misma circunstancia (seguramente más acentuada), se me escapa una sonrisa. ¿Por qué?

Sea como sea, cuando se acerca la Navidad, el mundo se prepara. Justo cuando la Iglesia nos llama a la preparación de tan gran evento, el mundo empieza a esperar la llegada de esas fechas. ¡Coincide! Por tanto, ayuda. Son dos esperas muy diferentes, me dirás. No te lo niego. Pero te recuerdo que detrás de toda espera, de todo deseo, está nuestra naturaleza de creaturas hechas para la relación con el Creador. “Nosotros no esperamos, somos espera”, decía un gran amigo. En la dinámica de la espera y del deseo nuestro Creador nos llama a sí. “Pero lo que la gente espera son las vacaciones, el consumo, un viaje, una cena, divertirse”, podrías rebatirme. Así es, esas son las imágenes que, no solo ellos, también nosotros, nos hacemos de lo que puede colmar nuestras exigencias. Y te diré más: es inevitable que nos hagamos esas imágenes.

Para entender esto basta que te sorprendas en acción, como he aprendido a hacerlo yo desde hace años. ¡Cuantas veces, a partir de circunstancias siempre muy concretas, salta nuestro deseo, nuestras exigencias más potentes, y comenzamos a construir castillos en el aire! Cada uno construye su castillo a partir de las circunstancias que nos han llevado a echar los cimientos: ser la reina o el rey del baile, escalar posiciones en la empresa, conseguir el premio nobel, tener una aventura de película… Es inútil que haga un listado porque hay tantos planos de construcción como personas hay en el mundo. Y cada uno construye más de un castillo al año, al mes… o al día.

No hay que ser muy listo para darse cuenta, en acción, de que el tiempo que empleamos en la construcción nos aleja del presente y nos hace volver tristes a nuestras circunstancias. Los más sesudos de entre los adultos que te rodean te dirán: “debes destruir esos castillos, te alejan de la realidad”. Muy bien, empieza la demolición. Pero ten cuidado: los ladrillos de los que están hechos esos castillos, es decir, nuestros deseos, son oro puro. Oro puro, Pascual. Son, ni más ni menos, el instrumento principal que nos ha dado el Creador para tender a Él. ¡Ojo a llevarte por delante en la demolición esos ladrillos, tus ladrillos, que son oro puro! Mejor atravesar arriesgados mares siguiendo tu deseo que castrado y encerrado en el torreón de la virtud.

Como siempre, la historia del pueblo de Israel es muy instructiva en este sentido. Durante este tiempo de Adviento hemos estado leyendo al profeta Isaías. En un momento de postración de Judá, invadido por su hermana del Norte, y más tarde por la potencia de Asiria, con las ciudades saqueadas, los cultivos arrasados, con hambre y sed, con escasez de hombres para procrear a causa de la guerra, el profeta, enviado por Dios, levanta la esperanza del pueblo con promesas de futuro cargadas de imágenes que salen al encuentro de sus necesidades.

Ante la experiencia de la opresión por parte de naciones más fuertes, Isaías anuncia la llegada de un rey libertador, descendiente de David: “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaba en tierra y sombras de muerte, y una luz les brilló (…). Porque la vara del opresor, el yugo de su carga, el bastón de su hombro, los quebrantaste como el día de Madián. Porque la bota que pisa con estrépito y la túnica empapada de sangre serán combustible, pasto del fuego. Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado: lleva a hombros el principado, y es su nombre: «Maravilla de Consejero, Dios fuerte, Padre de eternidad, Príncipe de la paz». Para dilatar el principado, con una paz sin límites, sobre el trono de David y sobre su reino” (Is 9,1-6).

Pero el nuevo rey vencedor irá más allá de la dialéctica de la guerra. El pueblo elegido desea una paz duradera que no nazca de una victoria a costa de muchas bajas y sufrimientos. El profeta desborda este deseo con una audacia sin par: “Preparará el Señor del universo para todos los pueblos, en este monte, un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera; manjares exquisitos, vinos refinados. Y arrancará en este monte el velo que cubre a todos los pueblos, el lienzo extendido sobre todas las naciones. Aniquilará la muerte para siempre. Dios, el Señor, enjugará las lágrimas de todos los rostros, y alejará del país el oprobio de su pueblo” (Is 25,6-8).

En los días que el profeta anuncia, cesará no solo la violencia entre los hombres, sino aquella otra violencia que nosotros solo vemos en los documentales, pero que una cultura rural teme cotidianamente: los animales que amenazan el ganado, el huerto, y los niños que corretean por el campo. Lo imposible, que casi ni nos atrevemos a desear, sucederá con la llegada del gran rey: “Habitará el lobo con el cordero, el leopardo se tumbará con el cabrito, el ternero y el león pacerán juntos: un muchacho será su pastor. La vaca pastará con el oso, sus crías se tumbarán juntas; el león como el buey, comerá paja. El niño de pecho retoza junto al escondrijo de la serpiente, y el recién destetado extiende la mano hacia la madriguera del áspid. Nadie causará daño ni estrago por todo mi monte santo: porque está lleno el país del conocimiento del Señor, como las aguas colman el mar” (Is 11,6-9).

Hasta la vieja enemistad entre los dos reinos hermanos, Judá y Efraín (o Israel), que duraba dos siglos y parecía un dato más de una realidad inamovible, estaba llamada a ser superada. El descendiente de David reunirá a los exiliados en un solo pueblo: “Aquel día, el Señor tenderá otra vez su mano para rescatar el resto de su pueblo: los que queden en Asiria y en Egipto, en Patros, Cus y Elán, en Sinar, Jamat y en las islas del mar. Izará una enseña hacia las naciones, para reunir a los desterrados de Israel, y congregar a los dispersos de Judá, desde los cuatro extremos de la tierra. Cesará la envidia de Efraín, se acabará la hostilidad de Judá: Efraín no envidiará a Judá, ni Judá será hostil a Efraín” (Is 11,11-13).

Nada ni nadie queda fuera de la gran promesa que sale al encuentro de todo deseo, ni siquiera aquello que todos retenemos imposible. Isaías se dirige a ciegos, sordos, cojos y mudos: «Sed fuertes, no temáis. ¡He aquí vuestro Dios! Llega el desquite, la retribución de Dios. Viene en persona y os salvará». Entonces se despegarán los ojos de los ciegos, los oídos de los sordos se abrirán; entonces saltará el cojo como un ciervo y cantará la lengua del mudo” (Is 35,5-6).

Pero uno de los deseos más concretos y potentes, que tal vez no esperábamos ver en la Biblia, es el de las mujeres que desean ser madres y, en tiempos de guerra, no encuentran hombres para engendrar. Anunciando la guerra que estaba por llegar, Isaías profetiza: “Aquel día siete mujeres se disputarán al mismo hombre diciendo: «Comeremos de nuestro pan, nos vestiremos con nuestra ropa; danos solo tu nombre, quita nuestra afrenta»” (Is 4,1). No ser madre era la mayor afrenta para una mujer, de ahí que en la imagen de Isaías las mujeres, desesperadas, renuncien a exigir del hombre sus deberes (pan, ropa y defensa de la mujer) con tal de obtener de él descendencia (un hijo que lleve su nombre). También para ellas hay una promesa audaz, que por ser palabra de Dios, debe cumplirse: “Exulta, estéril, que no dabas a luz; rompe a cantar, alégrate, tú que no tenías dolores de parto: porque la abandonada tendrá más hijos que la casada —dice el Señor—. Ensancha el espacio de tu tienda, despliega los toldos de tu morada, no los restrinjas, alarga tus cuerdas, afianza tus estacas, porque te extenderás de derecha a izquierda. Tu estirpe heredará las naciones y poblará ciudades desiertas. No temas, no tendrás que avergonzarte, no te sientas ultrajada, porque no deberás sonrojarte. Olvidarás la vergüenza de tu soltería, no recordarás la afrenta de tu viudez. Quien te desposa es tu Hacedor: su nombre es Señor todopoderoso. Tu libertador es el Santo de Israel: se llama «Dios de toda la tierra». Como a mujer abandonada y abatida te llama el Señor; como a esposa de juventud, repudiada —dice tu Dios—. Por un instante te abandoné, pero con gran cariño te reuniré (Is 54,1-7).

Partiendo de este deseo concreto de maternidad, el profeta Isaías se dirige no solo a las mujeres solteras a causa de la guerra sino a la mujer-Israel, es decir, al pueblo elegido, estéril por su pecado, a quien Dios, en su infinita misericordia viene a desposar.

Verdaderamente impresiona ver cómo la promesa del profeta se fundamenta en los deseos más variados del pueblo. En estos días de Navidad que se acercan celebramos el cumplimiento sorprendente de aquellas promesas. ¿Quién de los que escucharon al profeta en sus días, o de los que lo leyeron durante siglos en la sinagoga, podría imaginar que el cumplimiento vendría, sí, de la mano de un niño hijo de David, pero de un niño que iba a ser rey de un modo muy diferente del esperado? ¿Quién podría imaginar que Dios mismo tomara carne humana para ser contemplado, y sobre todo seguido, por sus criaturas? Y eso que el mismo Isaías lo había profetizado: “Aquel día el hombre mirará a su Hacedor, sus ojos contemplarán al Santo de Israel” (Is 17,7).

Me conmueve pensar en la modalidad con la que nuestro Hacedor ha entrado en la historia, recorriendo las aldeas de Galilea, deteniéndose junto al lago de Genesaret a conversar con unos pescadores. ¿Cómo podían los hombres y mujeres de aquel tiempo reconocerlo como excepcional, de modo que lo siguieran hasta descubrir su verdadera naturaleza? No tenían otra modalidad que la experiencia de la correspondencia con el propio deseo, con las exigencias más profundas de nuestra humanidad. Fueron las personas más necesitadas, las que tenían el deseo más a flor de piel, las que lo reconocieron con mayor prontitud. Pensemos en la Samaritana. De ella se podría decir que tenía el deseo “desnortado”. Pero Jesús supo leer en ese deseo, que le llevaba a buscar afecto por las esquinas, la sed de Él, de Dios hecho carne. Y aquella mujer ya no se separará de Jesús.

¿Qué habría sido del deseo de la Samaritana si Jesús no se hubiera puesto delante y lo hubiera leído en su raíz? Quién sabe cómo habría acabado aquella mujer. Pero, ¿qué habría sido de aquel encuentro en el pozo si esta mujer no hubiera tenido su deseo a flor de piel? No es arriesgado pensar que habría terminado como algunas de las discusiones que Jesús mantuvo con los fariseos. Se trataba de los hombres religiosos del momento, cumplidores a rajatabla de la Ley y conocedores de la Escritura y de sus profecías. Pero estaban tan aferrados a su imagen de cómo debía ser el Mesías que cuando este se puso delante no lo reconocieron. Habían sepultado su “radar”, es decir, el deseo, las exigencias más profundas, bajo los 613 mandamientos de la ley que se ocupaban de cumplir. Encerrados en el torreón de la virtud. Sin necesidad dramática de salvación.

La mitad de esos mandamientos estaban orientados a levantar muros para evitar el pecado. No es este nuestro camino, Pascual, es decir, reducir el deseo que puede llevarnos al pecado o poner obstáculos para que nuestra libertad desnortada no acabe mal. Uno solo es nuestro método, el mismo que empleó Jesús: estar delante de nuestro Hacedor que se ha hecho carne y que atrae todo el deseo. Y entonces sí, el deseo puede correr por la banda sin miedo, consciente de su objeto último. ¡Con todo el riesgo del mundo! Porque sin libertad, que implica siempre el riesgo, no hay amor.

En fin, querido Pascual, ¡feliz Navidad! La presencia del niño que viene nos reconcilia con toda nuestra humanidad, tan rica y variada en su deseo. En unos días ya estaré de vuelta a Madrid para pasar las Navidades. Tendremos ocasión de vernos y contarnos. Retomaré mi correspondencia una vez llegado a Oxford, segunda etapa de mi periplo de investigación, a mitad de enero.

Un abrazo.

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