Cartas desde la frontera / XLI

Cantadnos un cantar de Sión

Escrituras · IGNACIO CARBAJOSA
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25 septiembre 2023
¡Esta es muy última carta! La humanidad que expresan estos Salmos se puede acoger por entero y convertirse en oración cuando reconoces que Cristo presente ha venido a cumplirla.

Querido Pascual,

 

Todos los días, después de comer en el Trinity College, me doy un paseo para bajar el almuerzo y estirar las piernas. Hace unos días paseaba junto al río que divide la ciudad de Dublín, en dirección hacia el mar. Antes de llegar al puerto distinguí un puente que no podía dejarme indiferente: «¡un Calatrava!», me dije. Rápidamente busqué en internet y verifiqué mi primera impresión: el puente, conocido como Samuel Beckett Bridge, fue diseñado por el arquitecto español Santiago Calatrava. Es una obra imponente que representa un arpa, el símbolo nacional irlandés.

¿Por qué un arpa? Es casi obvio establecer el nexo con la música folklórica irlandesa. Gran parte de la memoria de este pueblo, sometido al dominio británico durante siglos, se ha transmitido oralmente a través de la música. Una de las grandes atracciones de la ciudad son los pubs que ofrecen música irlandesa en directo. De hecho, muy cerca del Trinity College se encuentra Temple Bar, una de las calles famosas por su oferta de música en los bares. Yo he podido disfrutar en más de una ocasión escuchando unas canciones que combinan de forma magistral una melodía preciosa y unas letras que cuentan historias intensamente humanas. Tal vez conozcas las más clásicas, como Molly Malone o The Wild Rover. Te recomiendo que escuches otras que tal vez no conozcas: Cavan Girl, The Fields of Athenry, The Rose of Allendale, The Foggy Dew o The Auld Triangle.

También el pueblo de Israel tenía su «cancionero», llamado Salterio o libro de los Salmos. El nombre deriva de «Salterio», un instrumento de cuerdas que acompañaba el canto durante la liturgia en el templo de Jerusalén. Bien podría ser un arpa o cítara, como recoge el Salmo 137, que expresa el dolor del pueblo en el exilio, que siente la nostalgia de Sión (Jerusalén):

«Junto a los canales de Babilonia

nos sentamos a llorar

con nostalgia de Sión;

en los sauces de sus orillas

colgábamos nuestras cítaras.

Allí los que nos deportaron

nos invitaban a cantar;

nuestros opresores, a divertirlos:

«Cantadnos un cantar de Sión».

¡Cómo cantar un cántico del Señor

en tierra extranjera!» (Sal 137,1-4).

Muchos de estos Salmos se atribuyen al rey David, y de hecho en nuestra iconografía es representado con un arpa componiendo Salmos. Ciertamente la mayoría de estas composiciones son posteriores a la época de David, pero el origen de algunas de ellas, las más antiguas, puede situarse en la corte de este rey, en torno a la liturgia de la tienda del encuentro que más tarde se convertiría en templo.

También nosotros, como lo hacía Israel, usamos los Salmos en la liturgia, y los cantamos. Recuerda el verano de hace un año cuando escuchábamos a los monjes de Silos cantar a dos coros los Salmos en la liturgia de las Horas. En misa los usamos siempre como respuesta a la primera lectura, de ahí su nombre, «Salmo responsorial». El uso de los Salmos en la eucaristía dice mucho de la naturaleza de estas 150 composiciones. La primera lectura (normalmente tomada del Antiguo Testamento) narra la entrada de Dios en la historia eligiéndose un pueblo. Es palabra de Dios porque es el testimonio inspirado de la irrupción de Dios en nuestro mundo. A veces narra las maravillas que Dios ha realizado en la creación o acompañando a Israel, en otras ocasiones describe el inefable amor divino ante la infidelidad del pueblo elegido, o anuncia la venida de un salvador.

El Salmo «responsorial» se concibe como la respuesta unánime de la asamblea a la palabra que Dios nos ha dirigido. En este sentido, los Salmos son una palabra muy humana, muy nuestra: de acción de gracias por las maravillas que Dios realiza, de admiración por las obras de la creación, de petición de perdón por nuestro pecado, de petición de auxilio ante la desgracia. Pero lo más sorprendente es que esta respuesta nuestra, tan humana… ¡es inspirada, es decir, divina: es palabra de Dios! ¿Cómo pueden los Salmos ser a la vez palabra humana y palabra divina? De algún modo podemos decir que cada Salmo, siendo inspirado, expresa de modo paradigmático la verdadera posición humana, religiosa, que responde a la iniciativa divina. La revelación arroja luz sobre la naturaleza humana, ayuda a leer mejor la propia espera, el deseo, la nostalgia de Dios, el dolor y la tristeza por el pecado…

Si comparamos los Salmos con otras expresiones «religiosas» de las culturas que rodeaban a Israel (especialmente las mesopotámicas) nos damos cuenta de esta excepcionalidad… que coincide con una mayor humanidad. Pongamos algunos ejemplos para así entrar en este libro.

El Salmo 8 es probablemente una de las composiciones más antiguas del Salterio. Solo si Dios entra en la historia y se revela como el creador de todo, es posible que una experiencia universal como la de levantar la cabeza con admiración en una noche estrellada se convierta en una oración dirigida al Creador:

«Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos,

la luna y las estrellas que has creado.

¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él,

el ser humano, para mirar por él?

Lo hiciste poco inferior a los ángeles,

lo coronaste de gloria y dignidad;

le diste el mando sobre las obras de tus manos.

Todo lo sometiste bajo sus pies» (Sal 8,4-7)

La misma revelación es la que nos ha enseñado a leer bien esa inquietud que nos acompaña y que no hay que confundir con ninguna patología psicológica. Esa inquietud es parte del diálogo que Dios mantiene con nosotros en nuestro corazón:

«Oigo en mi corazón:

«Buscad mi rostro».

Tu rostro buscaré, Señor.

No me escondas tu rostro» (Sal 27,8-9).

Leer estos Salmos ayuda a no reducir o malinterpretar esa «inquietud existencial». Siempre me ha impresionado que la Iglesia nos haga rezar el Salmo 63 en la liturgia de las horas de muchos domingos o en las grandes solemnidades, como la Pascua o la Navidad. Cuando celebramos el culmen de la revelación, que es el culmen de la alegría (porque Dios se ha hecho carne o porque con su resurrección ha roto las cadenas de la muerte), la Iglesia pone en nuestros labios estas palabras, recordándonos que Dios no viene a apagar nuestro deseo sino a exaltarlo:

«Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo,

mi alma está sedienta de ti;

mi carne tiene ansia de ti,

como tierra reseca, agostada, sin agua» (Sal 63,2).

Y solo porque Dios entra en la historia y empieza a acompañarnos de forma muy real y concreta, podemos dirigirnos a Él en medio de nuestras tribulaciones con una confianza que de otro modo sería imposible:

«Señor, cuántos son mis enemigos,

cuántos se levantan contra mí;

cuántos dicen de mí:

«Ya no lo protege Dios».

Pero tú, Señor, eres mi escudo y mi gloria,

tú mantienes alta mi cabeza.

Si grito invocando al Señor,

él me escucha desde su monte santo.

Puedo acostarme y dormir y despertar:

el Señor me sostiene.

No temeré al pueblo innumerable

que acampa a mi alrededor» (Sal 3,2-7).

Expresión de esa conciencia de dependencia es este largo y conmovedor Salmo 139. ¡Cuántas veces te has peleado conmigo porque te digo que no estás «solo» cuando estás solo! Israel lo entendió gracias al encuentro con Dios en la historia. Aprendió a caer en la cuenta (¡estupenda expresión!) que nuestra misma existencia, es más, nuestro mismo cuerpo, es ya lugar compañía de Otro a nuestra vida: ¡Dios nos mantiene en el ser en este instante! No estás solo…

«Señor, tú me sondeas y me conoces.

Me conoces cuando me siento o me levanto,

de lejos penetras mis pensamientos;

distingues mi camino y mi descanso,

todas mis sendas te son familiares.

No ha llegado la palabra a mi lengua,

y ya, Señor, te la sabes toda.

Me estrechas detrás y delante,

me cubres con tu palma.

Tanto saber me sobrepasa,

es sublime, y no lo abarco.

¿Adónde iré lejos de tu aliento,

adónde escaparé de tu mirada?

Si escalo el cielo, allí estás tú;

si me acuesto en el abismo, allí te encuentro;

si vuelo hasta el margen de la aurora,

si emigro hasta el confín del mar,

allí me alcanzará tu izquierda,

me agarrará tu derecha.

Si digo: «Que al menos la tiniebla me encubra,

que la luz se haga noche en torno a mí»,

ni la tiniebla es oscura para ti,

la noche es clara como el día,

la tiniebla es como luz para ti.

Tú has creado mis entrañas,

me has tejido en el seno materno.

Te doy gracias porque me has plasmado portentosamente,

porque son admirables tus obras:

mi alma lo reconoce agradecida,

no desconocías mis huesos.

Cuando, en lo oculto, me iba formando,

y entretejiendo en lo profundo de la tierra,

tus ojos veían mi ser aún informe,

todos mis días estaban escritos en tu libro,

estaban calculados antes que llegase el primero» (Sal 139,1-16).

Y qué decir de esos Salmos que expresan nuestro dolor por el pecado, por nuestra infidelidad a la gracia recibida. Si no fuera porque se nos ha revelado el amor misericordioso de Dios, que perdona como un padre a un hijo, nos moveríamos entre el laxismo total (lo mismo vale cinco que cincuenta) y la desesperación por el propio límite:

«Misericordia, Dios mío, por tu bondad,

por tu inmensa compasión borra mi culpa;

lava del todo mi delito,

limpia mi pecado.

Pues yo reconozco mi culpa,

tengo siempre presente mi pecado.

Contra ti, contra ti solo pequé,

cometí la maldad en tu presencia.

En la sentencia tendrás razón,

en el juicio resultarás inocente.

Mira, en la culpa nací,

pecador me concibió mi madre.

Te gusta un corazón sincero,

y en mi interior me inculcas sabiduría.

Rocíame con el hisopo: quedaré limpio;

lávame: quedaré más blanco que la nieve.

Hazme oír el gozo y la alegría,

que se alegren los huesos quebrantados.

Aparta de mi pecado tu vista,

borra en mí toda culpa» (Sal 51,3-11).

Tú has experimentado más de una vez esa sorpresa, que tiene algo de acontecimiento totalmente inesperado, cuando el sacerdote, lejos de escandalizarse por tu pecado, te abraza y te perdona, colmándote de alegría. Es algo de otro mundo. Bien podrías rezar entonces este Salmo:

«El Señor es compasivo y misericordioso,

lento a la ira y rico en clemencia.

No está siempre acusando

ni guarda rencor perpetuo;

no nos trata como merecen nuestros pecados

ni nos paga según nuestras culpas.

Como se levanta el cielo sobre la tierra,

se levanta su bondad sobre los que lo temen;

como dista el oriente del ocaso,

así aleja de nosotros nuestros delitos.

Como un padre siente ternura por sus hijos,

siente el Señor ternura por los que lo temen;

porque él conoce nuestra masa,

se acuerda de que somos barro» (Sal 103,8-14).

Si te decía al principio que estos Salmos son fruto de la compañía que Dios ha hecho al pueblo de Israel, también la interpretación de los mismos hoy está ligada a esa compañía. Te puedes imaginar cómo los discípulos Pedro y Juan rezaban estos Salmos cuando subían al templo por las tardes (cf. Hch 3,1), teniendo en sus ojos el cumplimiento de la espera en Jesús de Nazaret, muerto y resucitado. Igual que tú no te quieres quitar de encima la nostalgia cuando es nostalgia de Beatriz, así la humanidad que expresan estos Salmos (dolor, grito, espera, anhelo, agradecimiento, arrepentimiento) se puede acoger por entero y convertirse en oración cuando reconoces que Cristo presente ha venido a cumplirla.

¡Esta es muy última carta! La semana próxima ya estaré definitivamente de vuelta. Podremos seguir recorriendo las páginas de la Biblia… ¡cara a cara!

 

Un abrazo


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