Cartas desde la frontera / XI

La nueva Eva: para entender la Inmaculada Concepción

Escrituras · IGNACIO CARBAJOSA
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12 diciembre 2022
No se entiende el dogma de la Inmaculada Concepción sin los primeros capítulos del Génesis.

Querido Pascual,

 

Entre los privilegios que conlleva vivir en la ciudad eterna está el de poder ver al Papa de vez en cuando en sus encuentros públicos. Uno de los más curiosos tiene lugar cada 8 de diciembre en la Plaza de España, justo enfrente de nuestra embajada ante la Santa Sede. Allí el Santo Padre, junto con el alcalde de Roma, asiste a la ofrenda floral que los bomberos de Roma depositan al pie de la Virgen Inmaculada. ¿Por qué los bomberos? Porque la imagen de la Virgen está situada en una columna de treinta metros de altura.

Contemplando esta expresión de piedad popular, a la vez que de reconocimiento del papel de nuestra nación en la defensa del dogma mariano, me ha venido a la cabeza la confusión que me reconocías en torno al significado de esta fiesta. No te preocupes, no eres el primero ni serás el último en confundir la inmaculada concepción de María con la concepción virginal de Jesús, ambas prerrogativas de la Virgen. Con todo, he pensado que tal vez era bueno interrumpir nuestro comentario a la historia de Abrahán para hacer una incursión en la figura de María Virgen, al hilo de la fiesta que acabamos de celebrar. Por otro lado, verás que no nos alejaremos del Génesis, es más, ¡sin los primeros capítulos de ese libro no se entiende el dogma de la Inmaculada Concepción!

Como no quiero dar nada por supuesto, comencemos recordando qué dice este dogma: María fue preservada del pecado original cuando fue concebida por sus padres. Punto. Obviamente esto nos obliga a remontarnos al relato del pecado original, y esto es precisamente lo que hace la liturgia de esta solemnidad en su primera lectura. Recuerda siempre que ha sido un gesto libre de nuestros primeros padres, un gesto de afirmación de la propia autonomía, de ruptura del vínculo natural con Dios, el que ha introducido en el mundo y en la historia el desorden con el que nacemos, la culpa para ser más precisos: el pecado original.

Hace unas semanas, cuando comentaba ese pasaje, te decía que no te preocuparas por esa condición histórica que arrastramos: la creatividad divina ha salido al encuentro de nuestro desvalimiento hasta el punto de hacernos exclamar en la vigilia pascual: “¡Oh feliz culpa que mereció tan gran redentor!”. En efecto, para resolver aquel estropicio han entrado en la historia un Nuevo Adán y una Nueva Eva. No son palabras mías. San Pablo, en su carta a los Romanos, hablando de aquella primera culpa dice: “la muerte reinó desde Adán hasta Moisés, incluso sobre los que no habían pecado con una transgresión como la de Adán, que era figura del que tenía que venir. Sin embargo, no hay proporción entre el delito y el don: si por el delito de uno solo murieron todos, con mayor razón la gracia de Dios y el don otorgado en virtud de un hombre, Jesucristo, se han desbordado sobre todos” (Rom 5,14-15). Dirigiéndose a la comunidad de Corinto, Pablo explicita: “el primer hombre, Adán, se convirtió en ser viviente. El último Adán, en espíritu vivificante” (1Cor 15,45).

Con este fundamento bíblico, ya en el siglo II d.C. la teología católica empieza a hablar de Cristo como nuevo Adán y de María como nueva Eva. Si san Pablo nos ha aclarado en qué sentido Cristo es el nuevo Adán, ¿por qué podemos decir que la Virgen María es la nueva Eva? Prepárate porque aquí tocamos uno de los grandes misterios de nuestra naturaleza y de nuestra salvación: la libertad humana. Me entran escalofríos al pensar cómo Dios quiso pasar a través de una libertad humana para que su Hijo entrara en la historia y fuera posible toparse con él como quien se encuentra con un amigo por la calle. Este respeto y aprecio a nuestra libertad por parte de Dios es una de las cosas más conmovedoras de la relación que ha querido establecer con nosotros. Y a la vez una de las cosas que más nos cuesta entender y abrazar, hasta el punto de que con frecuencia nos escandaliza.

En el evangelio de la liturgia de la Inmaculada leímos el pasaje de la Anunciación (Evangelio de Lucas 1,26-38), en el que toda la humanidad está como en suspenso esperando la respuesta de María a la propuesta divina (a aquella extraña propuesta de ser la madre del Mesías sin concurso de varón). La primera Eva, con una libertad que no estaba dañada, realizó el gesto, a la par con Adán, que introdujo el desorden en el mundo (comer del fruto del árbol prohibido). Mucho tiempo después, en la plenitud del tiempo, otra criatura humana ocupa el lugar de Eva y con su libertad puede abrir o cerrar las puertas a la salvación. Y aquí es donde interviene ese admirable prodigio, único en criatura humana después de Adán: María fue concebida por sus padres sin pecado original. Dios le concede entrar en el mundo con una libertad no dañada. “¡Así cualquiera!”, podría decir alguno. En realidad, se le concede este privilegio para estar en la misma posición de Adán y Eva. Eva dijo no. María dijo sí: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38).

De este modo se cumple la profecía del tercer capítulo de Génesis que vimos hace unas semanas, cuando Dios se dirige a la serpiente tentadora con estas palabras: “pongo hostilidad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y su descendencia; esta te aplastará la cabeza cuando tú la hieras en el talón” (Gén 3:15). La descendencia de la serpiente es el diablo, el tentador; la descendencia de la mujer, de la nueva Eva, es Jesús, que ha vencido al pecado y a la muerte. Ahora puedes entender esas imágenes de la Inmaculada Concepción en las que la Virgen está pisando la cabeza de una serpiente. Una de las obras pictóricas más pedagógicas en este sentido es el cuadro de Caravaggio la Virgen de la serpiente o Virgen de los Palafreneros. En ella se ve cómo María, que está acompañada de su Madre, santa Ana, sostiene al niño Jesús desnudo que apoya su pie sobre el de la madre que a su vez se posa sobre la cabeza de una serpiente. Caravaggio supo expresar bien ese misterio de colaboración entre Jesús, la descendencia de la mujer, y María, la nueva Eva, que con su sí hizo posible la obra del Salvador.

Obviamente Dios no podía elegir a cualquier mujer, en cualquier momento de la historia, para pedir su sí. Era necesario que fuera una hija de Abrahán, una mujer del pueblo que Dios había educado durante siglos, conduciéndolo a una familiaridad con el Misterio divino y a una fuerte espera del Mesías. De este modo el diálogo con el ángel encontraba su contexto adecuado. Como Abrahán, la Virgen dijo sí a una propuesta que no entendía en todos sus términos. Pero la propuesta venía de Dios y como afirmó el ángel, “para Dios nada hay imposible” (Lc 1,37).

Querido Pascual, esta es nuestra esperanza en todos los “imposibles” que llevamos escritos en la frente: “es imposible que yo cambie”, “es imposible que se cumpla mi afecto”, “es imposible que este amigo se cure o que aquel llegue a creer…”. Para Dios nada hay imposible. El espacio de nuestra libertad es este: dejar que el Dios que ha entrado en la historia rompiendo los límites de la muerte entre en nuestros “imposibles”. “Hágase en mí según tu palabra”.

Un abrazo.

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