Imre Kertész, o la irreductible ansia de vida

Cultura · Guadalupe Arbona Abascal
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3 abril 2016
El viernes supimos de la muerte de Imre Kertész, en Budapest. Fue Premio Nobel de 2002. Lo que sorprende es que a su muerte a los 86 años, el húngaro, superviviente de Auschwitz, no había renunciado a vivir. El mal había quedado impreso en su retina, pero el ansia de vida fue más fuerte. Adan Kovasics, traductor del escritor al español, nos contaba, a través de las páginas de El País, cómo, a pesar de su enfermedad, Kertész no había renunciado a contar chistes y a escuchar música, lo dice de su última visita a Budapest hace unos meses.

El viernes supimos de la muerte de Imre Kertész, en Budapest. Fue Premio Nobel de 2002. Lo que sorprende es que a su muerte a los 86 años, el húngaro, superviviente de Auschwitz, no había renunciado a vivir. El mal había quedado impreso en su retina, pero el ansia de vida fue más fuerte. Adan Kovasics, traductor del escritor al español, nos contaba, a través de las páginas de El País, cómo, a pesar de su enfermedad, Kertész no había renunciado a contar chistes y a escuchar música, lo dice de su última visita a Budapest hace unos meses.

Por su parte, Hermann Terstch en ABC, habla del escritor como el “glorioso milagro mucho más inexplicable que el mal”. Efectivamente, el húngaro no claudicó, sus 86 años son la prueba de ello, porque aprendió el amor a la vida en el epicentro del holocausto. Llevaba grabado a sangre que “todo acto de generosidad en el campo de concentración –son de nuevo palabras de Terstch– es un hecho irracional que reduce la propia capacidad de supervivencia. Y sin embargo, se produce. Una y otra vez. Esos actos de entrega y bondad en el horror, el Bien en su máxima expresión, son el irracional misterio que Kertész convierte en el monumento a la humanidad. Ese es el milagro que, pese a la realidad del abismo del horror del mundo, pese a las certezas terribles, pese a las necesidades angustiosas y pese a toda lógica y razón, hace posible la esperanza”.

Los lectores saben que las señas de identidad del húngaro son que fue deportado de Auschwitz en 1944, de allí pasó a Buchenwald en 1945. Todos sus textos, tienen ese referente. Se estrenó con Sin destino que se publicó por primera vez en 1975; a esta novela siguieron El fracaso de 1988, Un instante de silencio en el paredón de1998, Kaddish por el hijo no nacido (2001) es un texto que lleva el nombre de la oración judía por los muertos; y los diarios Diario de la galera (1992) y Yo, Otro (1997); y el último título, La última posada, de 2014 y que saldrá en Acantilado. Auschwitz es lo que Kertész llama: “un escándalo en la historia del espíritu, en una llaga viva, en un trauma cuyo recuerdo inquietante permanecerá para siempre como permanecen en el cuerpo las heridas de un accidente grave, imborrables, abiertas y sangrando a cada roce; para lo cual la catástrofe ha tenido que tocar órganos vitales”.

Kertész escribe desde esta herida y su literatura es un grito de libertad, lo decía en 2001: “En la profundidad de las grandes revelaciones, incluidas las que surgen de tragedias insuperables, siempre hay un momento de libertad, un momento que confiere un algo más, un enriquecimiento de nuestras vidas y que nos hace conscientes de la auténtica realidad de nuestra existencia y nuestra responsabilidad para con ella. Por eso, cuando reflexiono sobre los efectos traumáticos de Auschwitz, reflexiono paradójicamente más sobre el futuro que sobre el pasado”, (de la entrevista realizada por Hermann Terstch en El País, el 11 de marzo de 2001). Al narrador le corresponde la tarea de reflexionar sobre lo acontecido, es decir, la narración debe ser una recuperación de “los hechos acumulados por la historia” mirados desde el sentido que les confiere el novelista. Además la crítica no se detiene en el totalitarismo nazi, critica el estalinismo y los gulags, y llega a la prevención ante formas odiernas que contienen elementos totalitarios: “Yo creo que también hoy vivimos en una dinámica que, por supuesto, no es la de Hitler y Auschwitz, pero sí una dinámica que obliga a las gentes y a los países a integrarse en una forma de vida que no es presentada por los medios y que se han convertido en lugares comunes: todavía no está bien estudiado el grado de sumisión y adaptación que exigen, por ejemplo, los grandes consorcios multinacionales a sus empleados (…) Hoy están disponibles los medios para dominar totalmente al hombre” (El País, el 11 de marzo de 2001).

La obra de Kertész representa hoy la denuncia de la más terrible de las injusticias y la petición de que el dolor no se pierda en vano. Por eso en su obra <i>Un instante de silencio en el paredón</i> se presenta a sí mismo con estas frases: “Nació en el primer tercio del siglo XX, sobrevivió a Auschwitz y pasó por el estalinismo, presenció de cerca, en tanto que habitante de Budapest, un levantamiento nacional espontáneo, aprendió como escritor a inspirarse exclusivamente en lo negativo, y seis años después de la ocupación rusa llamada socialismo, encontrándose en el interior de ese vacío voraginoso (…) se pregunta si sirven de algo sus experiencias o si ha vivido del todo en vano”.

La novela <i>Sin destino</i> se publicó por primera vez en 1975, no obtuvo ningún aplauso, más aún fue tachada de antisemita. La crítica de su país consideró que la obra era excesivamente fría en la descripción de los horrores de los campos de concentración. Lo que se denuncia en ella es cómo el totalitarismo nazi, en el vértice de su monstruosidad, intentó destruir la conciencia y la experiencia del sentido del tiempo, además de operar un genocidio inexplicable. La vida ‘sin destino’ es invivible. <i>Sin destino</i> cuenta un periodo de la existencia de un muchacho que se abre a la vida y al mundo en los campos de concentración nazis; aunque Kertész vivió estos acontecimientos, no es un relato autobiográfico, Kertész niega que sea éste su carácter. Pero sí posee la calidad de una narración confesional, es decir, la de un sujeto que toma conciencia y hace memoria de lo que allí ocurrió. De hecho, en el discurso que el autor húngaro pronunció tras la entrega del premio Nobel, defendió el carácter confesional de su escritura, escribe para sí mismo y no para complacer a nadie y cuenta cómo sus novelas nacen siempre de experiencias que él ha sufrido.

La novela tiene como protagonista al adolescente György Köves. A través de su relato lineal contado en primera persona, vamos descubriendo cómo el muchacho se abre a la vida: ante sus ojos lo que va percibiendo es que los judíos son perseguidos. Al principio todo desde la mirada inocente de un niño. Describe la compra y exposición de las estrellas amarillas como un fenómeno casi natural, no se pregunta por las razones de esta cruel discriminación, obedece con normalidad a la orden de que los judíos deban viajar al final del tranvía, despide a su padre que va a un campo de trabajos como si fuera a verlo después de una temporada, etc. En estos primeros capítulos que recorren las primeras persecuciones a los judíos húngaros se produce, buscada conscientemente por el narrador, una distancia abismal entre la conciencia del chaval húngaro y nuestra conciencia de lectores. Desde la primera persona que narra y que representa la conciencia del protagonista, vamos asistiendo, guiados por este testigo, a estos hechos terribles del siglo XX, de los que ya en 1975 se tenía una conciencia de repulsión hacia tamaña carnicería. Sólo podemos descansar, en esta primera parte de la novela, con la rebelión de la hermana que grita ante la injusticia de una persecución no merecida.

La estructura del texto, como se va viendo, es el de una novela de formación, pero el proceso de aprendizaje se produce en la peor y más perversa de las escuelas. Además el joven György inicia una curva que va desde la inocencia y candidez iniciales, como hemos visto, hacia un deseo de justificar y encontrar la lógica y las posibles razones de lo que ve. Así durante la detención, los compañeros de trabajo y él creen que todo es una confusión (“seguramente será para revisar los pases de frontera y los permisos”, se dice a sí mismo, o “algo raro ocurría aunque probablemente se trataría de un error”). Luego, desde el deseo ferviente de novedad de un chico de 14 años, piensa que se le ofrece un cambio de vida y se dirige en el tren hacia el primer campo, el de Buchenwald, pensando: “Principalmente esperaba encontrar en el trabajo una vida nueva, ordenada y ocupada, experiencias nuevas y algo de diversión; una vida más agradable y placentera que la que había tenido hasta entonces, según nos prometían. Eso mismo comentaban los muchachos”. Incluso piensa que los alemanes son “gente limpia, honrada, amante del orden, la puntualidad y el trabajo”. Pronto el texto se va distanciando tanto del referente literario como de la búsqueda de justificación. El alma es demasiado sensible y lo que ven sus ojos tan terrible que, tras el intento de justificación, llegará la confusión, la pérdida de la conciencia y paulatinamente la espeluznante constatación de que el olor dulce y pegajoso que invade el campo no es el de una fábrica de cuero, ni el de una incineradora, sino el de los crematorios humanos.

El paso por Auschwitz y después la estancia en Zeitz le hará padecer sufrimientos físicos espantosos, su resistencia física se ve mermadísima, además de los sufrimientos morales. Un guardia lo golpea ante sus compañeros y esto le hace rabiar, en este pasaje se pone de manifiesto otra de las atrocidades de los campos, parece que la injusticia anónima es más tolerable que la cometida cara a cara.

De manera inesperada será en Zeitz –al límite de sus fuerzas– donde sucederá algo conmovedor, encontrará una compañía humana inestimable: la amistad de Bandi Citrom. Este compañero de campo primero lo sostiene moralmente en la lucha, con él aprende a añorar la libertad –a través de las canciones que canta sobre su tierra–, a sobrevivir en las condiciones más adversas, le enseña lo importante que es lavarse bien, protegerse los pies, buscar la seguridad en el recuento… Pero cuando György se va degradando más físicamente –la sarna, las heridas en las piernas, la debilidad– y tras una paliza, se quiebra algo en él para hacerle deseable la muerte: “Al terminar ese día sentí, por primera vez, que algo se había degradado definitivamente en mi interior, y a partir de aquel día todas las mañanas me levantaba con el pensamiento de que aquella sería la última mañana en que me levantaría”. Y así adelanta en vida, rechazando la ayuda y desvelos de su amigo, la calma de la muerte en la que no atisba ningún deseo, ni siquiera el de volver a casa. En la profundidad de la desesperación y de la degeneración máxima, Bandi Citrom lo recoge, lo lleva al hospital a hombros y lo librará de la muerte. En el hospital encontrará otras almas compasivas y en este contexto es en el que hay que interpretar la frase que escandalizó la fecha de su publicación: “en medio de aquel aire frío, punzante y húmedo sentí el olor inconfundible de la sopa de zanahoria. Aquella visión y aquel olor me provocaron un sentimiento en el pecho entumecido que fue creciendo en oleadas y consiguió llenarme los ojos –completamente secos– de lágrimas. No servían ni la reflexión, ni la lógica ni la deliberación, no servía la fría razón. En mi interior identifiqué un ligero deseo que acepté con vergüenza –porque aún siendo absurdo, era muy persistente–, el deseo de seguir viviendo, otro ratito más, en este campo ce concentración tan hermoso” (p. 192). Es normal que choque esta frase –llamar a un campo de concentración hermoso es deleznable–, pero lo que expresa el pensamiento es la indestructible ansia de vida del corazón humano.

En esta línea lo más desconcertante de la novela es probablemente el final. Tras todas las atrocidades a las que hemos asistido y con las que hemos ido sufriendo, el relato del joven György concluye al final: “Incluso allá, al lado de las chimeneas había habido, entre las torturas, en los intervalos de las torturas algo que se parecía a la felicidad. Todos me preguntaban por las calamidades, por los ‘horrores’, cuando para mí ésa había sido la experiencia que más recordaba”. Esta afirmación final no se puede interpretar como un intento de disculpa, que es lo que en algún momento se interpretó de la obra, los horrores que sufrió y padeció en los tres campos en los que estuvo sino que los momentos de felicidad fueron los que le permitieron seguir siendo hombre y no renunciar a la vida.

De otra manera se lo dice a un periodista al final de la novela, tras su liberación: “en los campos de concentración como Auschwitz, puedes llegar a aburrirte (…) Por ejemplo, yo he visto presos que llevaban cuatro, seis e incluso doce años, en este caso trescientos sesenta y cinco días por doce años, o sea, veinticuatro horas por trescientos sesenta y cinco días por doce años, y todo este tiempo lo habían tenido que ocupar, instante por instante, momento por momento, hora por hora, día por día. Sin embargo, eso mismo los había ayudado también, puesto que si todo ese tiempo (…) les hubiera caído de repente al cuello, no lo hubieran podido aguantar, ni con el cuerpo ni con la mente”. La crítica fundamental del húngaro a Auschwitz, por extraño que sea, es la percepción del tiempo, la terrible condena que sufrían los presos a la nada. Se trata de una condena terrible pero ¿qué papel juega la libertad de los hombres en revolverse contra el tedio? O ¿qué es lo que gritan los muertos de los atroces campos?

Kertész señala a través de su personaje cómo lo que debe ser rechazado del totalitarismo nazi es el sometimiento de muchos hombres a un tiempo sin contenido, así lo dice el chaval cuando va siendo consciente de lo que pasa: “El problema principal era el mismo que en el edificio de la aduana, la fábrica de ladrillos, el tren: los días resultaban eternos”. Discrepa de lo que piensa el resto: “También me resultaba extraño encontrarme en medio de los hombres, con aquellos rostros aturdidos, que se preguntaban sin cesar los unos a los otros ‘¿qué os parece?, ¿qué os parece?’. Generalmente no había respuesta o había una sola, siempre la misma: ‘Es horrible’. Sin embargo no es esa palabra, no es esa experiencia –por lo menos para mí– la que mejor define la situación en Auschwitz”. Lo peor era que “esperábamos, siempre esperábamos –si lo pienso bien– que no ocurriera nada. Ese aburrimiento y esa espera son las impresiones que mejor definen, al menos para mí, la situación en Auschwitz”. Es cierto que no hay nada más triste –como decía el poeta– que el alba de un día en que nada sucederá. Kertész condena con firmeza la condena al aburrimiento, lo hace cuando reflexiona sobre lo sucedido, y muestra, a través de la carne y los huesos de un muchacho húngaro, las vejaciones y monstruosidades de un mundo sin libertad.

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