Identificar el catolicismo con una determinada opción política no nos hace más ciertos

Sociedad · FRANCISCO MEDINA
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13 octubre 2022
Ha llegado a formar parte de nuestro inconsciente cristiano la creencia de que el núcleo esencial de la fe fuese la defensa de los valores, y no la Encarnación.

Estos días he disfrutado del placer de una conversación como hace tiempo no había tenido: ésas que surgen cuando se da espacio a un “algo más” dentro de las circunstancias que te tocan vivir, y que, cuando se secunda, transforma una afinidad en amistad. Compañeros de trabajo que pasan a ser amigos.

Mi amiga me cuenta de sí misma. Habla de lo que le sucede en el trabajo (los compañeros que se fueron, los nuevos que han llegado, los jefes que ha tenido); habla de su experiencia de voluntariado; de sus padres, ya mayores; de su relación con la fe católica que ha descubierto (a través del movimiento Emaús), la que le sostiene a pesar de los bandazos sufridos por la vida, tanto afectivos (la herida profunda de una separación traumática, el distanciamiento de la fe por parte de sus hijos), como laborales (la incertidumbre en un puesto de trabajo en el que los jefes vienen y van).

Mi amiga me habla de drama, pero también de esperanza.

El mundo en el que vivimos es complejo. En el fondo, siempre lo ha sido. Las relaciones humanas no son reducibles a automatismo, especialmente, en un momento en que llevamos sufriendo años de colonización ideológica, denunciado reiteradamente por el Papa Francisco, en Occidente: por un lado, un liberalismo social, en el que el individuo constituye la exclusiva referencia que permite deconstruir, al menos teóricamente, los elementos que habían sido constituyentes de las sociedades productoras (familia, gremios, estructuras de la democracia corporativa) en unidades desagregadas etiquetadas como “nuevos modelos de familia”. Puro constructivismo. Y, en lo opuesto, el liberalismo económico de nuevo cuño (neoliberalismo), encarnado en los principios del Consenso de Washington (años 80): menos estado, reducción del gasto público, menos impuestos. Eran las dos caras de una misma moneda: una libertad entendida como capacidad de elección, sin interferencia exterior alguna.

En el interim de esta dialéctica hegeliana, la sociedad ha ido secularizándose a pasos agigantados y, en numerosos debates surgidos en torno a cuestiones cruciales (transhumanismo, el respeto al medio ambiente, la inmigración, un modelo económico más humano…), a la cada vez menos silenciosa pregunta: ¿Dónde está la Iglesia?, muchos contestaban “no está ni se la espera”. What happened?

La realidad es que a los católicos la secularización nos pilló con el pie cambiado, ya en los años 60 y 70, en el que dentro de la Iglesia comenzaron a difundirse interpretaciones liberales (de izquierda y derecha) tanto en lo económico como en lo social.

Y como reacción, en los años 90, la identificación del catolicismo con el compromiso con la defensa de determinados valores (la familia, el matrimonio, la lucha contra el aborto y la eutanasia); mientras que otros aspectos (relativos a la economía y el destino común de los bienes, el medio ambiente, el compromiso por la paz, la inmigración…señalados tanto por Juan Pablo II como por Benedicto XVI) iban quedando en el olvido. La necesidad de obtener, a cualquier precio, certezas morales y valores no negociables, nos llevó a un catolicismo ético, de influencia protestante, que se fue separando del origen de la experiencia cristiana e identificando el catolicismo con la defensa de un determinado orden socio-político (y a ello contribuyeron teólogos norteamericanos como Weigel, Novak o Neuhaus, al identificar el catolicismo con el modelo económico-político neoliberal).

No se trataba de iniciar procesos. Eran los espacios lo que había que ocupar.

Ciertamente, reina la confusión. Pero no sólo fuera. Sobre todo, está dentro de nuestra comunidad cristiana, me atrevo a decir. Y no sólo confusión, sino cansancio. Tan preocupados por los principios no negociables, no supimos ver que la conciencia de lo que somos se estaba debilitando: nuestra capacidad de generar una conversación fecunda con los demás ha disminuido; ha cundido entre nosotros una reducción del núcleo esencial de la Doctrina Social de la Iglesia a aspectos de bioética o a una visión de la economía muy identificada con el liberalismo económico.

En suma, ha llegado a formar parte de nuestro inconsciente cristiano la creencia de que el núcleo esencial de la fe fuese la defensa de los valores, y no la Encarnación, mientras que otros aspectos (justicia social, la participación en la vida pública, el ecumenismo, la defensa de la paz, el destino común de los bienes) parecen totalmente ignorados.

Habíamos dado por descontado el origen. Aunque no lo creamos, la Ilustración nos ha hecho mella: ¿cómo podría ser de otra manera? Somos modernos.

La humanidad de mi amiga, su modo de mirar y cuidar de su propia vida, de tomarse en serio sus propias exigencias de felicidad, de no vivir inútilmente; mirando también su historia…me parece de una potencia incomparable a cualquier otra cosa. Porque nuestra verdadera tarea es ésta: poder sorprender nuestra humanidad en acción viviendo nuestras circunstancias con un pondus que tú no te darías (porque no es tuyo).

Si nos adentramos en el seno de nuestras comunidades, es fácil ver la polarización que los cristianos sufrimos (a derecha y a izquierda) y la falta de libertad tan grande que producen los discursos hegemónicos, a pesar de que a los debates generados sobre cuestiones importantes hemos llegado tarde y mal (transhumanismo, transformación digital, transición energética, gobernanza global…). Es curiosa la esquizofrenia que existe: muchos con los que he hablado y defienden el modelo de las cultural wars viven en un contexto familiar en el que los hijos abandonan la fe, y reconocen implícitamente, sin ser ellos mismos demasiado practicantes, su fracaso con ellos en este punto.

Hay que tener coraje para reconocer y aceptar, como mi amiga, que la fe no puede darse por supuesto.

No es cierto que optar por una solución distinta a las cultural wars nos animalice. Todo lo contrario, la experiencia nos dice que la adopción de una postura militante (del catolicismo como defensa del orden social) nos impide ver hasta que punto la primera sanación que ha de producirse es en el seno de nuestra comunidad cristiana, tan polarizada…y tan herida por las consecuencias de ciertas actitudes: la autorreferencialidad, el sectarismo, el clericalismo, la falta de respuesta decidida, en muchos ámbitos de nuestra Iglesia, en la cuestión de los abusos… Todo eso ya nos ha animalizado, en el momento en que dejamos nuestra conciencia en el ropero, parafraseando a Chesterton, cuando decía que cuando un católico entraba en la Iglesia se quitaba el sombrero, no la cabeza. Identificar el contenido del hecho cristiano y sus consecuencias con una determinada opción política (cualquiera que sea) no nos hace más humanos, ni más ciertos del presente. Nos ha dejado más ciegos, de hecho.

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