En tiempo de ´peste´, necesitamos la esperanza de Manzoni y Don Camilo

Cultura · Emilia Guarnieri
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18 marzo 2020
Estos días de pandemia de coronavirus he releído otra gran historia de contagio y miedo, la peste que describe Manzoni. Siempre he percibido en la “poesía” manzoniana una capacidad de revelar el Misterio que habita en la realidad. Y, justo en este momento, quería interceptar esa “revelación”. Iba buscando el relato de una peste que llevara dentro ese factor añadido que hace posible vivirla. Ante todo encontré una estima por la realidad en cada respiro de esa prosa reposada, puntual, analítica pero nada monótona, que ama cada detalle antes de describirlo. Dedica una página entera a “su” viña, con la que Renzo se reencuentra al volver a su pueblo tras el paso de la peste, “pobre viña”, reducida a “un batiburrillo de tallos… una maraña de plantas… zarzas por todas partes”. Cada flor, cada rama, cada pequeño detalle de toda esa vegetación, ¡llamado por su nombre! No se trata de la erudición del botánico sino del afecto de quien había sacado adelante esa viña con un proyecto muy distinto al de verla ahora en ese estado.

Estos días de pandemia de coronavirus he releído otra gran historia de contagio y miedo, la peste que describe Manzoni. Siempre he percibido en la “poesía” manzoniana una capacidad de revelar el Misterio que habita en la realidad. Y, justo en este momento, quería interceptar esa “revelación”. Iba buscando el relato de una peste que llevara dentro ese factor añadido que hace posible vivirla. Ante todo encontré una estima por la realidad en cada respiro de esa prosa reposada, puntual, analítica pero nada monótona, que ama cada detalle antes de describirlo. Dedica una página entera a “su” viña, con la que Renzo se reencuentra al volver a su pueblo tras el paso de la peste, “pobre viña”, reducida a “un batiburrillo de tallos… una maraña de plantas… zarzas por todas partes”. Cada flor, cada rama, cada pequeño detalle de toda esa vegetación, ¡llamado por su nombre! No se trata de la erudición del botánico sino del afecto de quien había sacado adelante esa viña con un proyecto muy distinto al de verla ahora en ese estado.

Porque entre finales de 1629 y principios del año siguiente en Milán se propagó la peste. En medio de una incredulidad e ignorancia generalizadas, al principio nadie quería creer que se tratara de la peste y cuando fue inevitable rendirse a la evidencia se rechazó la idea de que fuera una enfermedad (que por tanto habría que afrontar como tal) y se prefirió pensar en los “untadores”, ungüentos venenosos repartidos por motivos desconocidos. Esta mentira compartida dio lugar entre el pueblo a la cólera, y la cólera “prefiere atribuir los males a una perversidad humana, contra la que pueda hacer valer sus venganzas” antes que reconocer una causa objetiva.

Manzoni comenta que todo esto se podría evitar “tomando el método propuesto hace tanto tiempo de observar, escuchar, comparar, pensar antes de hablar”. Pero no fue así. Y hasta a la razón, esa capacidad de darse cuenta de la realidad, de adherirse a ella y afirmarla en la totalidad de sus factores, le costaba abrirse paso. “El pobre sentido humano se topaba con los fantasmas que él mismo había creado”, “el buen juicio existía, pero estaba oculto por miedo al sentir común”.

Pero entonces, igual que hoy, “en medio del aturdimiento general, la indiferencia por los demás”, empezaron a despuntar testimonios de caridad, de gente que en medio de la huida generalizada permanecía con coraje en su puesto, desde personas que por pura piedad sostenían aquello “a lo que nos les obligaba su trabajo” hasta eclesiásticos que “prestaban servició allí donde lo requerían las circunstancias”. Entre la estima por la realidad, la exigencia de la razón y el testimonio de la caridad tiene lugar esa “revelación” del Misterio que iba buscando entre las páginas de la novela. Una pestilencia horrible la de Manzoni, a años luz de la nuestra, en condiciones sociales, higiénicas y sanitarias inimaginables para nosotros, con los cadáveres tirados por las calles, trapos y sábanas lanzados por las ventanas, casas cerradas o abiertas de par en par cuando ya habían sacado hasta el último muerto. Un drama narrado con la conciencia de que los problemas “cuando vienen, con culpa o sin ella, la fe en Dios los dulcifica y los hace útiles para una vida mejor”. Esta certeza puede dar ojos para mirar la realidad, inteligencia para comprenderla, coraje para afrontarla, con todos sus riesgos. Nunca como en estos días hemos necesitado desesperadamente esperar, lo gritamos por los balcones, lo colgamos en las redes sociales, esperamos cualquier señal, cualquier número que pueda hacer concreta esta esperanza. Es tan humana y verdadera esta necesidad de decir que “todo saldrá bien” que nos dejamos golpear por hechos o detalles que en otro momento no consideraríamos dignos de atención.

Un ejemplo. Un telediario regional italiano dedicó una noticia al ayuntamiento de Brescello, la patria del famoso Don Camilo de las obras de Guareschi. El párroco actual, don Evandro, expuso ese domingo delante de la iglesia, que estaba convenientemente cerrada, el crucifijo histórico que se confió a la comunidad de Don Camilo en la época de las inundaciones de 1951. “Hoy –decía la noticia– ese crucifijo vela desde la iglesia por su población y nosotros, que decimos que todo saldrá bien, damos crédito a las palabras de Don Camilo”. La  noticia terminaba con la famosa escena en que Don Camilo, desde su iglesia, invadida ya por las aguas, acompaña a sus fieles, que se están poniendo a salvo, con palabras de esperanza. “Las aguas se retirarán y el sol volverá a brillar, entonces recordaremos la fraternidad que nos unió en estas horas terribles”.

Hoy nosotros tampoco podemos renunciar a esperar que todo saldrá bien, pero necesitamos desesperadamente a un Don Camilo que nos lo muestre, que permanezca allí, en esa iglesia anegada, experimentando y gritando ante todos su certeza.

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