El islam se enfrenta al fantasma de la laicidad

Cultura · Robi Ronza
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14 marzo 2017
Una declaración de coexistencia mutua entre cristianos y musulmanes se firmó hace unos días en El Cairo al término de una conferencia sobre “Libertad, ciudadanía, diversidad e integración”, promovida por la universidad de Al Azhar, el principal centro cultural del islam suní, y el Consejo islámico de los Ancianos, un organismo que tiene su sede en Abu Dhabi.

Una declaración de coexistencia mutua entre cristianos y musulmanes se firmó hace unos días en El Cairo al término de una conferencia sobre “Libertad, ciudadanía, diversidad e integración”, promovida por la universidad de Al Azhar, el principal centro cultural del islam suní, y el Consejo islámico de los Ancianos, un organismo que tiene su sede en Abu Dhabi.

Siguiendo el Mensaje de Amán de junio de 2005 y la Declaración de Marrakesh de enero de 2016, esta nueva declaración es otra importante etapa en el camino iniciado en el seno del mundo musulmán para dar fundamento en términos de ortodoxia islámica a principios como la libertad religiosa, la libertad de conciencia y las libertades civiles. Y, por tanto, deslegitimar el integrismo islamista envaneciendo su pretensión de ser el islam auténtico.

Así se concibe también la Carta de Medina, es decir, el acuerdo que Mahoma suscribió con los habitantes de aquella ciudad garantizando a todos ellos su libertad para profesar libremente su fe, cualquiera que esta fuera. Si bien es cierto que el islam puede liberarse del integrismo solo en virtud de una reforma interna y no por presiones externas, hay que felicitarse por que tal proceso avance positivamente. De hecho, las presiones externas por sí solas no pueden tener más que efectos contraproducentes.

Es importante y prometedor el hecho de que las tres iniciativas hayan tenido lugar bajo la égida de los más relevantes líderes del mundo musulmán sunita: los dos reyes, Abdalá II de Jordania y Mohamed VI de Marruecos, cuyas dinastías proceden de una descendencia directa del Profeta, y el presidente egipcio Abdel Fatah Al-Sisi, es decir, quien gobierna el país más importante del mundo árabe. Pero supone una limitación nada desdeñable el hecho de que todo ello suceda en un ámbito suní que por el momento no llega a implicar al islam chiíta, minoritario pero consistente.

Con el Mensaje de Amán se fundamentaba en el Corán la libertad de la persona, afirmando que “el islam honra a todo ser humano independientemente del color de su piel, raza o religión”. En la Declaración de Marrakesh, teniendo en cuenta que “en diversas partes del mundo musulmán la situación se ha deteriorado peligrosamente a causa del recurso a la violencia y a la lucha armada como instrumento para resolver los conflictos e imponer a otros el propio punto de vista”, se invitaba a los países de mayoría islámica a reformar sus constituciones tomando como base la Carta de Medina, la Carta de Naciones Unidas y otros documentos relacionados, “como la Declaración universal de los derechos humanos”. Y lanzaba además un llamamiento a los “expertos e intelectuales musulmanes de todo el mundo para desarrollar jurisprudencia sobre el concepto de ciudadanía, inclusivo de los diversos grupos”.

Un llamamiento que ha sido acogido de manera evidente en la Conferencia de El Cairo, donde la ciudadanía era el tema clave. En la conferencia han participado más de 600 académicos, políticos y autoridades religiosas cristianas y musulmanas procedentes de casi cincuenta países distintos. Sus dirigentes han sido el presidente del Consejo islámico de los Ancianos y el gran imán de Al Azhar, Ahmad Al Tayyib. El papa cristiano copto Tawadros II también estaba entre los participantes.

Al buscar un fundamento del principio de la libertad religiosa y de conciencia –sin haber en el islam nada parecido al “dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César”, sobre el que se fundamenta el principio de laicidad de los países de tradición cristiana–, la vía de la ciudadanía se abría como la más posible de recorrer. En su discurso inaugural, el gran imán reiteró la incompatibilidad entre el verdadero islam y la persecución de los no musulmanes, señalando que “la defensa de la libertad de los ciudadanos compete a los estados” y que ningún otro sujeto religioso o del tipo que sea “puede interferir con los gobierno legítimos en esta materia”.

Bien mirado, en los documentos de la Conferencia de El Cairo tampoco faltan lagunas y reticencias. Sin embargo, se trata de un paso adelante considerable en el camino de dicho proceso de autorreforma del islam. De hecho, permanece el derecho-deber en lo inmediato de la defensa policial, y militar si es necesario, a largo plazo y ante el extremismo islamista, que solo puede ser erradicado desarmándolo también en el nivel doctrinal. Pero también ayudando a los países árabes a salir del círculo de un estancamiento económico y unos niveles de desempleo y subempleo masivos que convierte a sus generaciones jóvenes en presa fácil de cualquier forma de extremismo.

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