Luis Buñuel

El cineasta que luchó contra las convenciones burguesas

Cultura · Massimo Bordoni
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29 julio 2013
Al genio irreverente y sarcástico de Luis Buñuel, del que se cumplen treinta años de su desaparición, debemos una de las imágenes más feroces y famosas de la historia del cine: el corte del ojo, el gesto por excelencia de la poética surrealista. Una joven mujer sentada en su casa, desde la ventana de la terraza mira la luna atravesada por una nube que parece una hoja, un hombre en la misma terraza – un joven Luis Buñuel – fuma haciendo grandes volutas de humo y afila una navaja. Se pone en pie tras ella, le alcanza los párpados con una mano mientras que con la otra le corta el ojo izquierdo en dos. Es la primera, celebérrima secuencia de Un perro andaluz (1929), cortometraje surrealista escrito por Buñuel con Salvador Dalí. Un fortísimo comienzo, una imagen sobrecogedora que tiene el sabor y el alcance de una declaración de independencia, la resonancia de un grito de invectiva, estridente y agudo, contra el buen cine hollywoodiano, alineado, conformista, idealizador de divas, bien organizado y aún mejor cardado.

Al genio irreverente y sarcástico de Luis Buñuel, del que se cumplen treinta años de su desaparición, debemos una de las imágenes más feroces y famosas de la historia del cine: el corte del ojo, el gesto por excelencia de la poética surrealista. Una joven mujer sentada en su casa, desde la ventana de la terraza mira la luna atravesada por una nube que parece una hoja, un hombre en la misma terraza – un joven Luis Buñuel – fuma haciendo grandes volutas de humo y afila una navaja. Se pone en pie tras ella, le alcanza los párpados con una mano mientras que con la otra le corta el ojo izquierdo en dos. Es la primera, celebérrima secuencia de Un perro andaluz (1929), cortometraje surrealista escrito por Buñuel con Salvador Dalí. Un fortísimo comienzo, una imagen sobrecogedora que tiene el sabor y el alcance de una declaración de independencia, la resonancia de un grito de invectiva, estridente y agudo, contra el buen cine hollywoodiano, alineado, conformista, idealizador de divas, bien organizado y aún mejor cardado.

Mi cine será como un puñetazo en el ojo, será la ruptura de las convenciones visuales y narrativas que habéis conocido hasta ahora, que os ha impuesto la industria cinematográfica dominante; os querré mostrar lo feo, lo sucio, lo imposible de mirar, lo inenarrable; estaréis obligados a mirar dentro de vosotros mismos, en lo profundo de vuestra psique, a repescar cosas que habríais querido dejar sepultadas. Esto es lo que parece que Luis Buñuel nos está prometiendo con esta escalofriante declaración en imágenes, emblemáticamente situada en el origen de todo su cine.

Nació en 1900 en Aragón, en una familia de terratenientes burgueses y católicos. Realizó sus estudios superiores en un colegio de jesuitas de Zaragoza, cuyas férreas reglas le instilaron ese ateísmo y anticlericalismo que serán uno de los pilares de toda su obra. Consigue en 1924 – casualmente el año del primer manifiesto surrealista de Andrè Breton – su título de Letras en la Universidad de Madrid, donde conoce y frecuenta a las jóvenes personalidades artísticas nacientes en aquellos años, como García Lorca, Salvador Dalí y el poeta Rafael Alberti. El año siguiente lo pasará en París, donde tiene sus primeros contactos con la vanguardia surrealista.

En 1929 escribe y dirige con su amigo Dalí el ya citado Un perro andaluz, su primer cortometraje, ya conocido por la claridad de sus intenciones y por su composición visual. Calificado por la crítica como “el mejor legado de las vanguardias históricas en el ámbito del cine”, el film resulta un trabajo fresco e innovador, que en cierto modo contiene ya, tanto de forma embrionaria como en acto, todo el universo estético y poético del cineasta español. A saber: fuertes sentimientos anticlericales y antiburgueses por un lado, y la poesía típica del movimiento surrealista por otro. Así, en Un perro andaluz están representadas sobre todo la mirada a las partes más profundas de la psique, la abolición del límite entre el sueño y la vigilia, la exaltación del amor loco, la adopción de la poética del ojo como centro de todo el universo fílmico surrealista. El corte del ojo se convierte así en la cruel metáfora tanto de la penetración de la mirada cinematográfica más allá de todas las fronteras, incluida la del alma, como la de la voluntaria ruptura de todos los códigos visuales precedentes, de toda mirada narrativa clásica.

Las violentas reacciones y las acusaciones de blasfemia se sucedieron tras su segundo mediometraje surrealista, La edad de oro (1930), debido a la escena final, donde la figura de Jesús se confunde y superpone a la del marqués de Sade (según el corte ferozmente sarcástico del film), y le obligaron a marcharse de Francia. Tras una breve estancia en España, donde realiza el documental Las Hurdes (Tierra sin pan, 1932), una despiadada observación de la realidad donde la poética surrealista se llena de contenidos de actualidad social, llega a México, donde obtiene la nacionalidad en 1948. Aquí retoma, a mediados de los años cincuenta, su actividad de autor y director a tiempo completo.

En sus primeros años mexicanos realiza películas de corte narrativo tradicional, aunque sin renegar de los rasgos excéntricos y surrealistas de su formación y talante artístico, contribuyendo en gran medida al nacimiento de una cinematografía independiente en aquel país. Destacan en esta etapa suculentas películas, como Los olvidados (1950), Susana (1951) y Abismos de Pasión (1953), pasional adaptación mexicana de un clásico de la literatura tardo-romántica inglesa que siempre interesó al cineasta, pues ya lo quería hacer en los años treinta, por la exaltación sin límite del amor loco.

Regresa después a sus temas más queridos y chirriantes con Nazarín (1958), ejemplo – y no el único en su cine – de imitatio Christi que se alcanza sólo con duras derrotas. Le sigue la etapa de los films más significativos y comprometedores, donde retoma, aunque sea sólo en el ámbito predominantemente narrativo, las raíces surrealistas de su estética, realizando obras que exploran de forma perentoria y definitiva las temáticas de siempre: el anticlericalismo y la crítica feroz a las convenciones de la sociedad burguesa. Es la etapa de Viridiana (1961, Palma de Oro en Cannes), otra imitatio Christi que acaba mal; El ángel exterminador (1962), su más potente y cínica metáfora de la decadencia burguesa, y último film mexicano.

De producción y ambientación francesa son las últimas obras maestras del mencionado corte, como Belle de jour (1967, León de Oro en Venecia), relato de la perversión que se esconde en una mujer burguesa; La Vía Láctea (1968), singular y desarticulada parodia de la religión cristiana y sus dogmas; El discreto encanto de la burguesía (1972, Oscar a la mejor película extranjera en 1973), una burla de los ritos de la sociedad burguesa, parasitaria y no concluyente; El fantasma de la libertad (1974), donde la fuerte negación de las convenciones del relato tradicional se corresponde con la negación del ámbito cultural (la sociedad burguesa) donde nacen, donde la libertad es sólo aparente.

En su larga carrera, Luis Buñuel dio forma a un corpus de obras formalmente no homogéneo, compuesto por películas surrealistas puras, narrativas casi de género, pero sobre todo films narrativos y parodias con marcado sello surrealista y fuertes puntos temáticos. En el fondo, todo sigue una única línea guía, la idea fundamental de la vanguardia surrealista, según la cual el horror no está en lo monstruoso sino en la normalidad, a menudo velada por las convenciones sociales impuestas por la burguesía y el clero.

Buñuel, como otros maestros de la historia del cine, no necesitó grandes trucos ni efectos especiales para mostrarnos todo esto, simplemente supo mirar alrededor.

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