El amor sacro y profano de Claudel

Cultura · Roberto Righetto
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13 febrero 2019
Paul Claudel también era un bromista. Fue uno de los grandes escritores franceses del siglo XX, a menudo criticado por su amor al barroco y ridiculizado por su fe cristiana. Bromista hasta el punto de que, siendo embajador en Brasil, durante las ceremonias de bienvenida, a veces se dedicaba a tirar a escondidas desde el balcón granos de uva a la gente que pasaba por la calle… como un niño. De su etiqueta de escritor católica, más aún, convertido, considerado reaccionario por sus ideas porque no se alineaba con la intelectualidad laica y progresista parisina, ha venido a sacarlo recientemente la publicación de “Lettres à Ysé”, un volumen que contiene 150 cartas escritas por el poeta a su amada y amante Rosalie Vetch, a la que conoció durante un viaje a China en octubre de 1900 y con la que tuvo una larga relación. Cuando ambos comenzaron a verse y amarse, Claudel tenía 32 años y no había tenido otra relación, de hecho llegó a pensar en entrar en un convento.

Paul Claudel también era un bromista. Fue uno de los grandes escritores franceses del siglo XX, a menudo criticado por su amor al barroco y ridiculizado por su fe cristiana. Bromista hasta el punto de que, siendo embajador en Brasil, durante las ceremonias de bienvenida, a veces se dedicaba a tirar a escondidas desde el balcón granos de uva a la gente que pasaba por la calle… como un niño. De su etiqueta de escritor católica, más aún, convertido, considerado reaccionario por sus ideas porque no se alineaba con la intelectualidad laica y progresista parisina, ha venido a sacarlo recientemente la publicación de “Lettres à Ysé”, un volumen que contiene 150 cartas escritas por el poeta a su amada y amante Rosalie Vetch, a la que conoció durante un viaje a China en octubre de 1900 y con la que tuvo una larga relación. Cuando ambos comenzaron a verse y amarse, Claudel tenía 32 años y no había tenido otra relación, de hecho llegó a pensar en entrar en un convento.

Después de su conversión, el día de Navidad de 1886 escuchando el Magnificat en Notre Dame, dudó mucho de contárselo a sus colegas literatos. Participaba asiduamente en las veladas llamadas “chez Mallarmé”, encuentros semanales en la casa del poeta donde se reunía lo mejor del mundo intelectual. Luego pasó a prevalecer su deseo de profundizar en la fe, aunque no hasta el punto de hacerse monje. Sus cartas a Rosie, como él la llamaba, nos devuelven una imagen más completa del gran poeta francés. Un hombre lleno de contradicciones, amante excitado que vive un conflicto lacerante entre su fe y su pasión. No es que esta historia no estuviera ya mencionada en sus diversas biografías, pero ahora ese amor loco de Claudel por una mujer casada y con cuatro hijos, que luego le dejaría en 1904 estando embarazada de él, emerge con toda su potencia. Ya lo dejó ver el poeta en su obra teatral “Partage de midi”, donde la protagonista del triángulo amoroso se llama precisamente Ysé.

Para él, Rosie representa la encarnación de la eterna feminidad. Se reencontraron después de trece años, cuando Claudel recibió una carta de ella estando ya en Brasil. El verano de 1917 retomaron la relación, primero epistolar y luego carnal, reencontrándose en Londres, donde Claudel vio por primera vez a su hija Louise, y más tarde en París. A pesar de que entretanto el poeta se hubiera casado con Reine Sainte-Marie-Perrin, un matrimonio que duró más de 50 años y del que nacieron cinco hijos. En realidad, una historia sin pasión. Para el poeta, el matrimonio siempre se fundará sobre la conveniencia y no sobre el amor.

La biografía de este gran escritor está llena de largas estancias fuera de Francia debido a su actividad diplomática (aparte de China y Brasil, fue embajador en Estados Unidos, Japón, Dinamarca, Bélgica y Alemania) y sobre todo a su intensísima actividad literaria (fue autor de decenas de libros, entre poesía, teatro, ensayo y exégesis). Estaba acostumbrado a levantarse a las seis de la mañana y dedicar sus primeras horas del día a la escritura, para luego volcarse en su trabajo como representante de los intereses comerciales y políticos de su país.

Destaca su fe cristiana incondicional pero abierta. “Etiam peccata”, solía repetir citando a san Agustín. En la teología del tiempo, predominaba la imagen de un Dios implacable y austero, dispuesto a condenar al hombre sin misericordia. En cambio, para él “Dios es un corazón lleno de amor y generosidad, inflamado por el deseo de darnos todo lo que deseamos y mucho más”. Para decirlo claramente, Claudel era consciente de sus debilidades y no buscaba justificaciones, pero tras su fulgurante conversión se impuso la tarea de hacer más atractivo el cristianismo en una Francia dominada por el positivismo y marcada por la lección laica de Victor Hugo, cuyo funeral en 1885 le dejó disgustado. De ahí sus intentos por convertir a los escritores que conocía, su amistad con Jacques Rivière y Francis Jammes, su contradictoria relación con André Gide, que permaneció siembre bajo el umbral de la fe atormentado por su homosexualidad. También son famosas sus invectivas contra un mundo que consideraba arreligioso, así como contra los surrealistas. Pero la fe de Claudel transpira sobre todo en sus obras, la más aclamada sin duda “La anunciación a María”, drama representado decenas de veces en los teatros de todo el mundo, amado por Von Balthasar y Giussani por su capacidad para dar voz a la potencia, a la dramaticidad y a la belleza del cristianismo. Para Violaine, el verdadero amor es dar la vida por el otro, sin pedir nada a cambio.

“¿Es acaso el vivir el objeto de la vida? –hace decir Claudel a Anne Vercors, que nada más llegar de Tierra Santa encuentra a su hija Violaine muerta– No vivir sino morir… y dar lo que tenemos sonriendo”. Lamentablemente, Claudel aceptó representar su obra ante Pétain y el gobierno de Vichy en 1941, de lo que luego se arrepintió amargamente. Sus posicionamientos políticos resultaron a veces contradictorios, como cuando en 1900 se expresó contra Dreyfus y en 1937, con motivo de la guerra civil española, se negó a suscribir un llamamiento contra la “guerra santa” lanzado por Maritain tras el bombardeo de Guernica. Por otra parte, serían muy duras sus palabras de condena a Hitler y el régimen nazi, descrito como una “banda de locos enfurecidos y sicarios que dominan Berlín”.

En 1941, fue uno de los pocos católicos que se opusieron a las persecuciones antisemitas y escribió una carta de solidaridad al gran rabino de Francia al enterarse de lo que estaba pasando en Alemania y Polonia. Hasta el punto de que su apartamento de París fue registrado, su teléfono pinchado y su nombre incluido entre los ocho autores considerados enemigos del Reich. Su amor por el pueblo judío le llevaría incluso a criticar a Pío XII por sus silencios y a pedir al Vaticano en 1951 la institución de una jornada de expiación y arrepentimiento por cómo se habían comportado los cristianos con los judíos en Europa, prefiguración de lo que llevaría a cabo después Juan Pablo II.

Claudel muere en 1955 y, valorando su obra, sorprende bastante que no le dieran el premio Nobel de Literatura. Además, si revisamos el elenco de escritores franceses que lo recibieron (Rolland, France, Bergson, Martin du Gard, Gide, Mauriac, Camus, Sartre, Simon, o más recientemente Le Clézio y Modiano), solo Mauriac es explícitamente católico. Entre los excluidos, tampoco hay que olvidar a Julien Green y Bernanos. Realmente incomprensible.

Avvenire

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