Cartas desde la frontera / XXXVI

Cuando preguntar es una virtud

Escrituras · IGNACIO CARBAJOSA
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10 julio 2023
Con esta pregunta abierta, Israel está preparado para uno de los pasos más importantes que la Revelación ha querido comunicar a los hombres: la vida después de la muerte.

Querido Pascual,

Ayer me llamó una amiga para contarme que una compañera nuestra de colegio había muerto después de una penosa enfermedad, un cáncer que había terminado en metástasis. Comentábamos la extraña circunstancia de nuestra generación: al menos han muerto ya ocho compañeros de estudios. Mi amiga, que no es creyente, había estado en el tanatorio y, asistiendo a una conversación con el marido de nuestra querida difunta, le escuchó esta frase: “el sufrimiento que ha pasado mi mujer es la prueba más clara de que Dios no existe”.

Yo no me dediqué a rebatir esa afirmación, como quien deba devolver la pelota en un partido de tenis. Más bien acogí el golpe que la realidad misteriosa nos depara en tantas ocasiones. Me acordé de las semanas que estuve como capellán de hospital durante el periodo más duro del COVID: el dato del sufrimiento y de la muerte, que se me presentó de una forma descarnada, era algo que ciertamente no me llevaba a negar a Dios, pero sí a lanzarle una pregunta para la que yo no tenía respuesta (como pudiste leer en el diario que publiqué algunos meses después).

La sabiduría de Israel tuvo que afrontar algo parecido a lo que yo mismo atravesé en el hospital. Lo que se ha venido llamando la sabiduría tradicional se basaba en la ley de la retribución: “haz el bien y tendrás bienes, haz el mal y acabarás mal”. De ninguna manera se puede decir que sea un principio equivocado: Dios ama a los que le aman y quien vive siguiendo su voluntad entiende mejor la vida, las relaciones, la familia. Vive mejor, se podría decir. Al contrario, quien decide afirmarse a sí mismo en contra de Dios, no se fía de nadie, se lanza sobre todo, persiguiendo ídolos… y nada le llena. Vive mal, podríamos decir. Pero este principio general estaba llamado a ser depurado en lo que tiene de regla mecánica, especialmente cuando se aplica en el sentido contrario: “si te va mal es que algo malo has hecho”. La gran virtud del camino que hizo la sabiduría en Israel es que estuvo abierto a las correcciones que le venían de la misma realidad.

En efecto, en los dos libros sapienciales en los que se encierra la llamada “crítica a la sabiduría tradicional”, Qohélet (o Eclesiastés) y Job, encontramos “la voz de la experiencia” que se levanta para criticar afirmaciones de la tradición que la realidad desmiente o, por lo menos, relativiza. Qohélet cita explícitamente esa tradición para ponerla ante algunas obviedades que la vida no nos ahorra:

“El pecador obra cien veces mal y tiene una larga vida, aunque ya conozco eso de que: «Le irá bien al que tema a Dios, precisamente porque lo teme», y aquello otro: «No le irá bien al malvado, ni alargará su vida como sombra, por no temer a Dios». Y en la tierra se manifiesta otra vanidad: hay honrados tratados según la conducta de los malvados, y malvados tratados según la conducta de los honrados. También esto lo considero vanidad” (Qo 8,12-14).

Con frecuencia se tacha al libro de Qohélet de “escéptico”. En realidad, sería más justo calificarlo de “realista”. No debemos olvidar que estamos ante un libro inspirado, como lo son las otras obras de la sabiduría tradicional, Proverbios y Sirácida. Qohélet tiene la función de oponer a las afirmaciones de la tradición una serie de aporías que son reales, y que harán avanzar a la sabiduría. En efecto, durante mucho tiempo Israel no consideró otra vida que la presente. El gran premio de Dios a una persona honrada y religiosa era una vida larga, conocer a los hijos de sus hijos y morir después de una feliz ancianidad. El principio de retribución se entendía siempre en los límites de esta vida: al bueno le irá bien en esta vida; el malvado pagará su mal tarde o temprano, pero siempre en esta vida. Qohélet no solo critica que esa ley no siempre se cumple, también muestra la vanidad de una vida recta que tras años de fatiga termina en la muerte:

“«El sabio lleva los ojos puestos en la cabeza, pero el necio camina en tinieblas». Sí, pero comprendí que una suerte común les toca a todos. Así que me dije: «La suerte del necio será mi suerte: ¿qué saqué en limpio siendo tan sabio?». Y concluí que hasta eso mismo era vanidad. En realidad, nadie se acordará jamás del necio ni del sabio, ya que en los años venideros todo se olvidará. ¡Tanto el sabio como el necio morirán! Y así aborrecí la vida, pues encontré malo todo lo que se hace bajo el sol; que todo es vanidad y caza de viento (…). Entonces, ¿qué saca el hombre de todos los trabajos y preocupaciones que lo fatigan bajo el sol?” (Qo 2,14-17.22).

Con esta pregunta abierta, Israel está preparado para uno de los pasos más importantes que la Revelación ha querido comunicar a los hombres: la vida después de la muerte. Al menos se presenta ya como una exigencia, sin la cual la vida pierde significado: si la muerte es nuestro único horizonte, “¿qué saca el hombre de todos los trabajos y preocupaciones que lo fatigan bajo el sol?”.

El libro de Job, por su parte, también critica la ley de la retribución, aunque lo hace de un modo muy diferente, a través de una historia con la que todos nos podemos identificar: un hombre justo y rico pierde todos sus hijos, todas sus posesiones, y acaba postrado por una enfermedad. Recibe la visita de tres “amigos” que, viendo que sufre males y se declara inocente, se convierten en “abogados defensores” de Dios: dado que hay que defender la ley de la retribución, los males de Job deben ser atribuidos a su maldad; de otro modo se estaría insinuando que Dios es injusto…

Pero nosotros sabemos desde el principio que Job es inocente, al igual que lo sabían los israelitas a los que iba destinado este libro inspirado, y por eso nos ponemos naturalmente de su lado, lanzando, como él una pregunta a Dios:

“Al acostarme pienso: ¿Cuándo me levantaré?

Se me hace eterna la noche

y me harto de dar vueltas hasta el alba;

me tapo con gusanos y terrones,

la piel se me rompe y me supura (…).

Como la nube pasa y se disipa,

el que baja al Abismo ya no sube;

no vuelve a su casa,

su morada no lo reconoce.

Por eso no frenaré mi lengua,

hablará mi espíritu angustiado,

me quejaré repleto de amargura (…).

Preferiría acabar asfixiado,

la muerte antes que esta existencia.

Me consumo; no he de vivir eternamente,

déjame tranquilo, mis días son un soplo.

¿Qué es el hombre para que te ocupes tanto de él,

para que pongas en él tu interés,

para que le pases revista por la mañana

y lo examines a cada momento?

¿Por qué no apartas de mí la vista

y no me dejas ni tragar saliva?” (Job 7,4-5.9-11.15-19).

Hay que reconocer que son palabras muy duras dirigidas a Dios. Pero es necesario tener el coraje de leer este libro, al que le dedicaremos más tiempo en las próximas cartas. Por ahora nos basta decir que el hecho de que un libro como este haya entrado en el canon de la Biblia hebrea dice mucho del pueblo elegido y del camino progresivo de la Revelación. Que Israel dejara abiertas las preguntas que las contradicciones de la vida le planteaban, era signo de que tenía a quién preguntar, es decir, partía de una certeza depositada en Dios que no excluía el grito: “¿por qué?”.

Permíteme que te copie esta cita de la obra Las religiones políticas, de Eric Voegelin, un maestro de la Filosofía Política de mediados del siglo pasado. Contiene una enseñanza que no debemos olvidar:

“A uno le viene a la mente una observación de Rudolf Höss, un comandante del campo de exterminio de Auschwitz. Cuando le preguntaron por qué no se negó a obedecer las órdenes para organizar las ejecuciones en masa, contestó: «En aquellos momentos no me permití pensar en ello: había recibido la orden y tenía que cumplirla (…). No creo que ni siquiera uno de los miles de oficiales de las SS pudiera haber permitido que un pensamiento como ese se le pasara por la cabeza. Algo así era simplemente imposible». Vemos tres grandes tipos para los que el preguntar humano se ha convertido en una práctica imposible: el hombre socialista (en el sentido de Marx), el hombre positivista (en el sentido de Comte) y el hombre nacionalsocialista”.

Querido Pascual, sería terrible que los creyentes engrosáramos la lista de los que no podemos preguntar “porque hemos recibido todas las respuestas con la Revelación”. Esta no es nuestra fe sino una deformación de la misma, que desgraciadamente a veces ha pasado por “catolicismo”. No dejes de preguntar y de preguntarte. Cuando un niño pequeño ya no pregunta es signo de que sus padres no han contestado a sus preguntas o las han evitado una y otra vez. O peor: signo de que no se fía de ellos… o no los tiene. ¡Pero tú tienes un padre!

Un abrazo

 

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