Cartas desde la frontera / XXXV

Yo salí de la boca del Altísimo

Escrituras · IGNACIO CARBAJOSA
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4 julio 2023
Con la Encarnación se cumple el deseo de Salomón y de todos los hombres y mujeres que han anhelado ver a Dios: en Cristo.

Querido Pascual,

 

Ya estoy de nuevo en Roma. El jet lag todavía me pasa factura durante las horas de estudio, aunque supongo que también influye el calor y la humedad romana. Me cuesta estar lúcido o no quedarme dormido sobre los libros. En situaciones como estas vuelvo a darme cuenta de que incluso aquello que pensamos que es más nuestro (que nos lo hemos “currado” nosotros), como la capacidad de estudio, de penetración en las cosas, de redacción, de síntesis, depende absolutamente de factores que no controlamos. En realidad, bastaría que nos tocaran algunas conexiones neuronales y dejaríamos de razonar bien, o de hablar… Aunque no es necesario ir tan lejos: dormir mal o un dolor de cabeza te arruinan un día de estudio.

Todo esto se puede decir en positivo con un sentido de admiración: “yo soy dado”, lo que implica la posibilidad de volverme con sorpresa hacia el que me sostiene en el ser y decirle: “gracias. Te pertenezco”. Como bien has experimentado tú en el camino de la conversión, conocer el rostro de ese que me da el ser (¡Cristo, imagen de Dios invisible!), permite dirigirse a Él incluso en las situaciones en las que nos falta la energía o la lucidez. Y esto es lo que me impresiona: podré pasar un día o dos (o incluso el resto de mi vida…) sin poder unir dos ideas coherentes, pero no pasa un día en el que no pueda decir: “te pertenezco, te lo ofrezco”. Como el niño que está enfermo, pero se sujeta a la mano de su madre.

Entramos así en algo que los sabios de Israel fueron descubriendo progresivamente acerca de la naturaleza de la sabiduría que buscaban. Al principio se hablaba de la sabiduría de Dios como un atributo divino, un don, que el Altísimo concedía a los hombres. De Él venía y a Él se le pedía. Como quien pide la inteligencia mientras investiga los secretos de la naturaleza y el Señor se la concede. Pero poco a poco se empezaron a utilizar “metáforas” en las que el sabio buscaba la sabiduría como quien busca a la persona amada:

“Radiante e inmarcesible es la sabiduría,

la ven con facilidad los que la aman

y quienes la buscan la encuentran.

Se adelanta en manifestarse a los que la desean.

Quien madruga por ella no se cansa,

pues la encuentra sentada a su puerta” (Sb 6,12-14).

 

“Desde joven, antes de viajar por el mundo,

busqué sinceramente la sabiduría en la oración.

A la puerta del templo la pedí,

y la busqué hasta el último día.

Cuando floreció como racimo maduro,

mi corazón se alegró.

Entonces mi pie avanzó por el camino recto,

desde mi juventud seguí sus huellas.

Incliné un poco mi oído y la recibí,

y me encontré con una gran enseñanza.

Gracias a ella he progresado mucho,

daré gloria a quien me ha dado la sabiduría” (Sir 51,13-17)

Lejos de mantenerse en la simple metáfora ocasional, la sabiduría empezó a tomar los rasgos estables de la esposa anhelada con la que el sabio desea emparentar:

“La amé y la busqué desde mi juventud

y la pretendí como esposa,

enamorado de su hermosura.

Su intimidad con Dios realza su nobleza,

pues el Señor de todas las cosas la ama.

(…) Así pues, decidí hacerla compañera de mi vida,

sabiendo que sería mi consejera en la dicha

y mi consuelo en las preocupaciones y la tristeza” (Sb 8,2-3.9).

Y como esposa, la sabiduría también es madre que educa a sus hijos ofreciéndoles el verdadero conocimiento:

“La sabiduría educa a sus hijos

y se cuida de los que la buscan.

El que la ama, ama la vida,

y los que madrugan por ella se llenarán de gozo.

El que la adquiere heredará la gloria

y dondequiera que vaya, el Señor lo bendecirá.

Los que la sirven, sirven al Santo,

y a los que la aman, los ama el Señor” (Sir 4,11-14).

Ahora bien, no es una madre cualquiera, preocupada únicamente por sus propios hijos; sale por las calles pregonando los beneficios de su enseñanza, llamando a sí a todos los descarriados:

“La sabiduría pregona por las calles,

en las plazas levanta la voz;

grita en lugares concurridos,

en la plaza pública proclama:

«¿Hasta cuándo, ignorantes, amaréis la ignorancia,

y vosotros, insolentes, recaeréis en la insolencia,

y vosotros, necios, rechazaréis el saber?

Prestad atención a mis razones,

derramaré mi espíritu sobre vosotros,

quiero comunicaros mis palabras»” (Pr 1,20-23)

Pero el culmen se alcanza cuando lo que parecía una simple metáfora empieza a desvelarse como la verdadera naturaleza de la sabiduría: un ser personal estrecha y misteriosamente ligado a Dios desde el inicio. Es la misma Sabiduría la que nos habla de su origen en el capítulo octavo del libro de Proverbios:

“El Señor me creó al principio de sus tareas,

al comienzo de sus obras antiquísimas.

En un tiempo remoto fui formada,

antes de que la tierra existiera.

Antes de los abismos fui engendrada,

antes de los manantiales de las aguas.

Aún no estaban aplomados los montes,

antes de las montañas fui engendrada.

No había hecho aún la tierra y la hierba,

ni los primeros terrones del orbe.

Cuando colocaba los cielos, allí estaba yo;

cuando trazaba la bóveda sobre la faz del abismo;

cuando sujetaba las nubes en la altura,

y fijaba las fuentes abismales;

cuando ponía un límite al mar,

cuyas aguas no traspasan su mandato;

cuando asentaba los cimientos de la tierra,

yo estaba junto a él, como arquitecto,

y día tras día lo alegraba,

todo el tiempo jugaba en su presencia:

jugaba con la bola de la tierra,

y mis delicias están con los hijos de los hombres” (Pr 8,22-31).

Pero, ¿de qué estamos hablando? ¿Quién es esta sabiduría que fue “engendrada antes de las montañas”? ¡Una sabiduría que estaba junto a Dios, como arquitecto, durante la creación! ¡Y que además era la delicia de Dios mismo, jugando en su presencia! Te puedes imaginar la perplejidad de los judíos que leían este texto y buscaban su interpretación. Además, no se trata de un texto aislado. En el libro de la Sabiduría, Salomón se dirige a Dios con una oración preciosa en la que le pide que le mande la sabiduría “conocedora de tus obras, que te asistió cuando hacías el mundo”:

“Dame la sabiduría asistente de tu trono

y no me excluyas del número de tus siervos,

porque siervo tuyo soy, hijo de tu sierva,

hombre débil y de pocos años,

demasiado pequeño para conocer el juicio y las leyes.

Pues, aunque uno sea perfecto

entre los hijos de los hombres,

sin la sabiduría, que procede de ti,

será estimado en nada.

Contigo está la sabiduría, conocedora de tus obras,

que te asistió cuando hacías el mundo,

y que sabe lo que es grato a tus ojos

y lo que es recto según tus preceptos.

Mándala de tus santos cielos,

y de tu trono de gloria envíala,

para que me asista en mis trabajos

y venga yo a saber lo que te es grato.

Porque ella conoce y entiende todas las cosas,

y me guiará prudentemente en mis obras,

y me guardará en su esplendor” (Sb 9,4-6.9-11)

La petición de Salomón (“Mándala de tus santos cielos”) ¿fue escuchada? ¿De qué manera? La misma sabiduría responde en primera persona en el libro de Sirácida:

“Yo salí de la boca del Altísimo,

y como niebla cubrí la tierra.

Puse mi tienda en las alturas,

y mi trono era una columna de nube.

Sola recorrí la bóveda del cielo

y me paseé por la profundidad del abismo.

Goberné sobre las olas del mar y sobre toda la tierra,

sobre todos los pueblos y naciones.

En todos ellos busqué un lugar de descanso

y una heredad donde establecerme.

Entonces el Creador del universo me dio una orden,

el que me había creado estableció mi morada

y me dijo: «Pon tu tienda en Jacob,

y fija tu heredad en Israel»” (Sir 24,3-8)

El Creador del universo ordena a la Sabiduría: “pon tu tienda en Jacob (Israel)”. Esto es lo que anuncia Juan, el discípulo amado de Jesús, ya como un hecho acontecido: “la palabra (de Dios) se hizo carne y puso su tienda entre nosotros” (Jn 1,14). En efecto, el nombre propio de la Sabiduría de Dios es el Verbo, que como nos dice el mismo evangelista Juan, “en el principio estaba junto a Dios” y “por medio del cual se hizo todo”. Con la Encarnación se cumple el deseo de Salomón y de todos los hombres y mujeres que han anhelado ver a Dios: en Cristo (al que Pablo llama “sabiduría” de Dios) los hombres ven al Padre.

Ahora se puede entender bien cómo unos pobres pescadores galileos, analfabetos, se convirtieron en los sabios por antonomasia, que fueron a los confines del mundo entonces conocido a comunicar la Sabiduría (Cristo mismo): ¡convivieron con ella durante tres años!

Siempre me ha sorprendido que la dinámica nupcial que vimos entre Israel, esposa adúltera, y Dios, el esposo fiel, se mantiene, aunque con los roles cambiados, entre el sabio israelita y la sabiduría de origen divino como mujer que el sabio desea desposar. En realidad, en Cristo se unen las dos imágenes. Él es el esposo, el buen pastor de Israel y a la vez es la sabiduría de Dios que ha puesto su morada entre los hombres, desposando a la Iglesia. ¡Esa dinámica nupcial sigue siendo el método que Dios ha elegido para comunicarse, tanto en la naturaleza como en la historia! De hecho, querido Pascual, ¿por qué te atrae tanto Beatriz? ¿Por qué despierta en ti promesas que no puede cumplir? ¿Por qué trae aires de un paraíso que no puede abrir para ti? Ahí lo dejo…

Un abrazo

 

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