Aquella inolvidable Carta, en medio del huracán

Mundo · José Luis Restán
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29 abril 2013
El próximo jueves Benedicto XVIretorna al "recinto de San Pedro", donde por decisión completamente librepermanecerá hasta el final de su peregrinación en esta tierra. Se haceimposible no pensar en las últimas palabras dirigidas a su pueblo: "No vuelvo ala vida privada, a una vida de viajes, encuentros, recepciones, conferencias,etcétera. No abandono la cruz, sino que permanezco de manera nueva junto alSeñor Crucificado. Ya no tengo la potestad del oficio para el gobierno de laIglesia, pero en el servicio de la oración permanezco, por así decirlo, en elrecinto de San Pedro". 

Esas palabras, dichas con latersura cristalina que siempre le acompañó, salían también al paso deincomprensiones y truculentas fantasías. Y a buen seguro obligarán a muchareflexión de canonistas y teólogos en el inmediato futuro. "Amar a la Iglesiasignifica también tener el valor de tomar decisiones difíciles, sufridas,teniendo siempre delante el bien de la Iglesia y no el de uno mismo".Decisiones difíciles… No se trata, pues, del merecido descanso de un anciano enel límite de sus fuerzas, sino del paso consciente y sacrificado de quien haentendido que el Señor quería abrir un capítulo nuevo en esta historia en laque siempre fue un sencillo (y sudoroso) trabajador de la viña.    

La verdad es que Joseph Ratzingersiempre ha explicado con paciencia y humildad cada uno de sus pasos sindefenderse tras insignias ni estructuras, pues sabía muy bien que el oficio delPescador nada tiene que ver con la arbitrariedad o la prepotencia. Laforma de este diálogo sereno del último miércoles en la plaza de San Pedro,marcado por un realismo que traspira gratitud y esperanza, me ha hecho pensaren otro diálogo lleno de dramatismo, quizás único en su género en la ya largahistoria del papado: me refiero a la carta escrita el 10 de marzo de 2009 a todos los obispos de la Iglesia Católica,con motivo de la remisión de la excomunión de cuatro obispos que habían sido consagradospor el arzobispo francés Marcel Lefebvre en 1988.

Quizás los meses de febrero y marzo de 2009 hayan sido los más amargos desu pontificado. Tras una decisión que pretendía acercar la curación de unaherida que supuraba desde hacía más de veinte años, allanando el camino devuelta a casa para los seguidores de Lefebvre, el papa experimentó en su carnelo que es la soledad última de su ministerio. Pero no sólo: también la soledadfruto de la huída de quienes deberían haberlo protegido, de la cobardía, de lacalumnia y del cálculo cicatero de tantos, dentro y fuera de la Iglesia. "Tambiénlos católicos, que en el fondo hubieran podido saber mejor cómo están lascosas, han pensado que debían herirme con una hostilidad dispuesta al ataque". Yen otro momento no duda en evocar el reproche de San Pablo a los Gálatas,cuando les advierte del riesgo de morderse y devorarse mutuamente. Así seexpresaba, sin defensas mundanas, el Pastor de la Iglesia universal, clavadopor aquellos días en la picota, acusado de malvender el Concilio, de insultar alos judíos y de fracturar esa Iglesia por cuya unidad él siempre estuvodispuesto a dar la propia vida.        

Su carta a todos los obispos me hizopensar en la Apología pro vita sua del beato J.H. Newman, claro que elgenial converso inglés no se sentaba en la Sede Apostólica. Enestas líneas explota toda la potencia de la razón de Ratzinger, pero también suamor apasionado por Cristo y por la Iglesia. "¿Era y es realmente unaequivocación salir al encuentro del hermano que "tiene quejas contrati" y buscar la reconciliación?… ¿Puede ser totalmente desacertado elcomprometerse en la disolución de las rigideces y restricciones, para darespacio a lo que haya de positivo y recuperable para el conjunto?… ¿Debemosrealmente dejarlos (a los seguidores de Lefebvre) tranquilamente ir a la derivalejos de la Iglesia?… ¿Podemos simplemente excluirlos, como representantes deun grupo marginal radical, de la búsqueda de la reconciliación y de la unidad?¿Qué será de ellos luego?" Sabemos cómo han respondido después estos hermanos…pero esa es otra historia.

La tensión dramática de aquellaspáginas escritas en medio del huracán refleja mucho más que un legítimodesahogo o una merecida admonición. Esta carta única en la historia desvela unadimensión que misteriosamente acompaña, antes o después, a quienes reciben elencargo de calzar las sandalias del pescador: la dimensión del martirio. Pedrodebe extender las manos para ser ceñido y llevado a donde no hubiera queridoir. Pero sobre todo encontramos aquí una llamada de atención sobre lasprioridades de la Iglesia en este comienzo del siglo XXI, cuando en ampliaszonas de la tierra la fe está en peligro de apagarse y la humanidad se veafectada por una falta de orientación cuyos efectos destructivos se ponen cadavez más de manifiesto.

No existe otra prioridad porencima de hacer presente a Dios en este mundo y abrir a los hombres el acceso aDios, pero no a uno cualquiera, sino al Dios que se ha revelado en Jesucristomuerto y resucitado. Por esta prioridad se ha entregado y desgastado BenedictoXVI, por esta prioridad permanece escondido para el mundo, atado a la cruz desu Señor en el recinto de San Pedro, con la dulce paz de quien sabe que "Diosguía a su Iglesia, la sostiene siempre, también y sobre todo en los momentosdifíciles… esa es la única visión verdadera del camino de la Iglesia y delmundo".

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