Amando la diversidad del mundo

Es un fenómeno evidente, en sentido literal, se ve. Basta con un mínimo de observación para darse cuenta de que nuestras ciudades, aunque de diferentes maneras y en diferentes porcentajes, también están habitadas por personas con rasgos físicos diferentes a los nuestros, con un color de piel diferente al nuestro, que practican religiones diferentes a las cristianas.
Con simple realismo podemos reconocer que vivimos en un mundo multiétnico del que también forma parte nuestra Italia. Sin embargo, muchas veces, cuando se discuten cuestiones que tienen que ver con la evidencia de esta realidad multiétnica, parece que lo que prevalece no es el sano realismo, sino más bien algún prejuicio menos sano e ideológico. Así ocurre con la construcción de mezquitas, con las listas islámicas presentadas hace unos años en algunos municipios o incluso con los debates, a veces ociosos, sobre cuál debería ser el porcentaje de alumnos extranjeros en cada clase. Y los ejemplos podrían continuar.
El realismo de las cifras nos dice que, a 1 de enero de 2025, en Italia hay 5 422 000 residentes extranjeros sobre una población total de 58 934 000. Y de estos extranjeros, más de 1 600 000 son de confesión musulmana. Para comprender el valor global del fenómeno, puede ser útil saber que el 25 % de la población mundial es de confesión islámica. De hecho, de una población mundial de aproximadamente 8000 millones de personas, 2000 millones son musulmanes, mientras que 2400 millones son cristianos, 1100 millones son hindúes y 1200 millones no son religiosos.
Si las cifras reflejan, aunque solo sea de forma macroscópica, la dimensión de este aspecto del «cambio de época», es razonable preguntarse: «¿Es la convivencia de estas diversidades solo un incidente de camino? Si la historia hubiera sido diferente, ¿se podría haber evitado?». Y aún más: «¿Podemos resignarnos por realismo a esta convivencia multiétnica, tratando quizás de contenerla con políticas migratorias más estrictas, o hay algo detrás de todo esto que podemos descubrir? ¿Somos realmente tan diferentes en todo o hay algo que está por encima de las diferencias y que todos los seres humanos tenemos en común?».
Me vienen a la mente las primeras páginas de El sentido religioso, de don Giussani, en las que el autor afirma: «Una madre esquimal, una madre de Tierra del Fuego, una madre japonesa dan a luz a seres humanos que todos reconocen como tales, tanto por sus connotaciones externas como por su impronta interior. Así, cuando digan «yo», utilizarán esta palabra para indicar una multiplicidad de elementos derivados de diferentes historias, tradiciones y circunstancias, pero sin duda, cuando digan «yo», utilizarán esta expresión para indicar un rostro interior, un «corazón», diría la Biblia, que es igual en todos vosotros, aunque se traduzca de las formas más diversas».
Si esta huella, este corazón, es el signo distintivo de nuestro ser humano, entonces es precisamente este factor, real y presente, el que cada uno de nosotros tiene en común con cualquier otro ser humano, independientemente de la etnia a la que pertenezca o de la latitud en la que haya nacido. Puede parecer una paradoja, pero quizá valga la pena preguntarse si precisamente del reconocimiento de este factor original que llevamos dentro no puede surgir también una mirada más verdadera ante las dramáticas emergencias que plantea la cuestión multiétnica.
«Necesitamos recuperar la importancia del corazón», nos ha dicho el papa Francisco en su última encíclica Dilexit nos. Y añade que «en el corazón de cada persona se produce esta conexión paradójica entre la valoración de uno mismo y la apertura a los demás. Solo se llega a ser uno mismo cuando se adquiere la capacidad de reconocer al otro, y se encuentra en el otro a quien es capaz de reconocer y aceptar la propia identidad». ¡Reconocer el corazón une!
Como suele ocurrir, cuando las cosas se alejan, es en ese momento cuando su distancia las hace más visibles. Así está sucediendo estos días con muchos aspectos del legado del papa Francisco. El mismo amor apasionado que él ha alimentado y comunicado hacia los últimos, los abandonados, los marginados, lo ha vivido hacia toda diversidad.
En febrero de 2019, con motivo de su viaje a los Emiratos, firmó junto con el gran imán de Al-Azhar, Ahmad Al Tayyeb, un documento sobre la Hermandad Humana para la Paz Mundial y la Convivencia Común. En él podemos leer: «El pluralismo y la diversidad de religión, color, sexo, raza y lengua son una sabia voluntad divina, con la que Dios ha creado a los seres humanos. Esta sabiduría divina es el origen del derecho a la libertad de creencia y a la libertad de ser diferentes».
Si el punto álgido de este abrazo a la diversidad, de este gusto por la libertad de ser diferentes, fue la encíclica Fratelli Tutti de octubre de 2020, también es cierto que, tanto antes como después, muchos de los viajes del papa Francisco se han dedicado a tejer historias y amistades con hombres de otras religiones.
Y precisamente el Gran Imán de Al-Azhar, a la muerte del papa Francisco, con un mensaje publicado en el perfil de la Universidad, rindió homenaje a «esta vida dedicada al servicio de la humanidad, a la defensa de los oprimidos y al apoyo al diálogo interreligioso e intercultural» y lloró «la desaparición de su hermano en la humanidad», «un símbolo excepcional de humanismo, que no escatimó esfuerzos en la defensa de la causa de la dignidad humana».
Y el punto más alto de esta dignidad es precisamente esa huella de la que hablaba don Giussani, el corazón. Por eso no solo podemos tolerar o intentar contener este mundo de diversidades, sino que podemos intentar amarlo, porque detrás de esos rasgos físicos diferentes, de esas lenguas tan incomprensibles, de esas costumbres y de esa forma tan diferente de rezar, hay un corazón terriblemente igual al nuestro.
Tener esto en cuenta puede cambiar nuestra mirada. Y la ternura hacia el corazón de cada hombre puede hacernos emprendedores y creativos a la hora de afrontar las muchas preguntas y contradicciones que este mundo multiétnico conlleva. Pero será una laboriosidad constructiva, social y política, encaminada a encontrar soluciones justas, respetuosas con la diversidad y la dignidad de todos. Y tal vez sea útil mirar hacia los ejemplos que ya existen en este sentido.
Artículo publicado en Ilsussidiario.net
Para leer más sobre el tema:
Una nueva laicidad (Angelo Scola, Ed. Encuentro)
Los mitos de la inmigración (Hein de Haas, Ed. Península)
Lee también: Deseamos una normalidad diferente