Barioná, el hijo del trueno
Baltasar.- Barioná, es verdad que somos muy viejos y muy sabios y que conocemos todo el mal de la tierra. Sin embargo, cuando hemos visto esa estrella en el cielo nuestro corazón ha vibrado de alegría, como el de los niños. Nos hicimos como niños y nos pusimos en camino porque queríamos cumplir con nuestro deber de hombres, que es esperar.
La voz de Baltasar es más grave que el grito arrogante (y humano, demasiado humano) de Barioná, ese judío cansado de esperar por los muchos atropellos sufridos. Barioná y Baltasar no son personajes ficticios, edulcorados personajes de una navidad lejana e inexistente. Los dos, viejos lobos, son dos hombres, dos rostros del mismo hombre, los dos rostros de cada hombre.
El propio Sartre se quiso distanciar de su pequeña joya de teatro, escrita y representada durante su prisión a manos del ejército alemán. Aún así, la voz de Baltasar, venida de muy lejos, y el llanto de Barioná, siguen resonando en el teatro del mundo.
Baltasar.- Porque ésa es tu desesperanza: rumiar el instante fugaz, mirarte el ombligo con una mirada rencorosa y estúpida, arrancar de tu tiempo el futuro y encerrarlo en un círculo alrededor del presente. Entonces ya no serás un hombre, Barioná. No serás más que una piedra dura y negra en el camino.
(…)
Baltasar.- Sufres, y no siento compasión alguna por tu sufrimiento: ¿por qué no ibas a tener que sufrir? Pero tienes a tu alrededor esta bella noche de tinta, esos cantos en el establo, y este frío seco y duro, hermoso, implacable como la virtud. Y todo esto te pertenece. Esta bella noche, henchida de tinieblas y fuegos que la atraviesan como los peces hienden el mar, te está esperando. Te espera al borde del camino, tímida y tiernamente, porque Cristo ha venido para regalártela. Lánzate hacia el cielo y serás libre -¡Oh criatura superflua entre todas las criaturas superfluas!- libre y palpitante, asombrada porque existes en pleno corazón de Dios, en el reino de Dios, que está así en el Cielo como en la tierra.