Afganistán. La cultura que marca la diferencia

Editorial · Fernando de Haro
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16 agosto 2021
Las previsiones han saltado por los aires. Estados Unidos sabía que la retirada de sus tropas y de la de sus aliados iba a suponer un recrudecimiento de la guerra civil que se vive desde hace años en Afganistán. Sabía que era posible la toma del poder por los talibanes en un plazo de seis meses.

Todo se ha precipitado en las últimas semanas, muchas zonas del país han caído sin resistencia y Kabul ya está en manos de los islamistas. Ha ocurrido antes de que se cumplieran 20 años del ataque a las Torres Gemelas, antes de que todos los soldados estadounidenses hayan vuelto a casa. Es inevitable hacer comparaciones con la caída de Saigón en la primavera de 1975 cuando el rápido avance de las tropas norvietnamitas sorprendió a los servicios de inteligencia norteamericanos.

Desde que hace dos décadas Bush iniciara la campaña contra los talibanes, continuada por Obama y por Trump, Estados Unidos ha hecho un gran ejercicio de generosidad. Muchas familias norteamericanas lloran la muerte de sus jóvenes (3.000 caídos en la coalición internacional) que fueron a luchar a tierras lejanas, en una guerra para intentar hacer más seguro el mundo. Estados Unidos supo ganar, como otras veces, la guerra, pero no supo ganar la paz después de haber gastado casi un billón de dólares. Es una historia parecida a la de Iraq. La reconstrucción no facilitó una cierta reconciliación. Los dirigentes afganos apoyados por Estados Unidos no quisieron facilitar la integración de los talibanes. Y los talibanes han sabido ganarse un gran apoyo popular entre los pastunes.

Una vez más, un fallo de Occidente en la compresión de las claves culturales de un conflicto. Como bien explicó en su momento Olivier Roy, buen conocedor del país, los talibanes no son la “necesaria” expresión de la identidad afgana, de hecho se han impuesto a muchas tradiciones precedentes. Estados Unidos y los aliados occidentales se han equivocado culturalmente en la lucha contra los talibanes, como se equivocaron cuando utilizaron a los islamistas como aliados. Hay que recordar que en los años 80, Washington consideró como socios naturales a los muyahidines para luchar contra los soviéticos. Era una alianza de los creyentes contra los ateos, una alianza de los luchadores en favor de la libertad, como los llamaba Reagan. Por eso era necesario sostener las escuelas coránicas donde se enseñaba y se enseña una interpretación política del islam. El último error ha sido el de Biden, al anunciar por anticipado la retirada.

Las equivocaciones culturales se han visto engrandecidas por un contexto geoestratégico nocivo para los occidentales. Pakistán ha sido un elemento clave. Siempre se suele minusvalorar la capacidad de desestabilización de este país donde el ejército controla el “Estado profundo” y siempre ha habido refugio y aliento para los talibanes. Estados Unidos siempre se ha visto traicionado por Pakistán. Y a eso hay que añadir la influencia china e iraní.

La toma de Kabul en las últimas horas ha incrementado la crisis humanitaria (más de 250.000 desplazados internos). Y genera una gran incertidumbre sobre la posibilidad de que Afganistán vuelva a convertirse en el país siniestro, oscuro y bárbaro, sobre todo para mujeres y niños, que fue hace 25 años. Vuelve el temor a que se convierta en el refugio del yihadismo internacional. Los talibanes, desde luego, no van a limitar la explotación del negocio internacional de la droga. Probablemente Afganistán va a ser más narco-estado que nunca. Habrá que ver qué relaciones establece con Turquía y con Qatar, los dos grandes impulsores del islamismo. La esperanza es que aquellos lugares donde se ha producido un cambio cultural, un respeto a los derechos humanos, especialmente a las mujeres, sirvan como punto de resistencia. En Kabul especialmente durante años se ha saboreado el gusto de la libertad. En la capital hay conexión a internet. Kabul no representa al conjunto del país pero marca la diferencia.

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