Editorial

Votos por la libertad

España · Fernando de Haro
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16 mayo 2015
En tiempo de elecciones no hay mejor lectura que la de Agustín. En una mano, las papeletas con todas las siglas y todos los candidatos, en la otra algunas páginas de la Ciudad de Dios. Aunque parezca incómodo es el mejor modo, quizás el único, de mantener cierto equilibrio. Y sobre todo de ser realista. El realismo no es la condición del resignado sino la labor del auténtico (significado etimológico de realis).

En tiempo de elecciones no hay mejor lectura que la de Agustín. En una mano, las papeletas con todas las siglas y todos los candidatos, en la otra algunas páginas de la Ciudad de Dios. Aunque parezca incómodo es el mejor modo, quizás el único, de mantener cierto equilibrio. Y sobre todo de ser realista. El realismo no es la condición del resignado sino la labor del auténtico (significado etimológico de realis).

El Agustín de la Ciudad de Dios es un hombre maduro, escribe a partir del 412, dos años después de que el visigodo Alarico haya tomado Roma. No pretende ofrecer fórmula alguna para detener el avance de la barbarie. Toma la pluma para responder a los que explican la caída del Imperio por el abandono de los dioses paganos. No hay alianza entre el poder y la religión que sirva de dique de contención. En sus páginas critica la teología política pagana pero también se distancia de la posición que, desde Eusebio de Cesarea, había justificado el imperio cristiano. Agustín se corrige. Años antes había defendido el uso del poder del emperador Honorio para frenar la herejía del donatismo. Ahora asegura que del Estado solo hay que esperar paz y libertad. Y punto.

Los tiempos de la herejía donatista, una herejía que ponía en duda el valor de la misericordia y de la gracia, quedan lejos. Avanza sin embargo la descomposición de una cultura derivada de la Ilustración más pretenciosa, la que ha creído que el hombre podía, con sus propias fuerzas, mantener en pie su proyecto vital y de convivencia. Al resultado de ese proceso de descomposición antropológica podría llamársele, de forma metafórica, nueva barbarie.

En los primeros años de este siglo algunos se hicieron la ilusión de que los gobiernos de centro-derecha en el Reino Unido, Italia, España, Francia y Estados Unidos podrían frenar de algún modo el proceso de disolución de los valores occidentales. La ilusión ha perdurado y muchos se enfadan y escandalizan porque no haya un mayor compromiso en la defensa de esos valores que son los propios del “hombre natural”. Diez años después los resultados de ese espejismo son evidentes. Tenemos muy fresco lo ocurrido en la última legislatura de Cameron y en la que va a concluir de Rajoy.

Las consecuencias de esta ilusión hay que medirlas con lo que en economía se llama coste de oportunidad. Invertir y emplear recursos en un determinado negocio te impide dedicarlos a otro proyecto. Ya hemos perdido demasiado con la última inversión. Ya nos hemos distraído bastante con esta empresa. Cuanto antes reconozcamos que Alarico ha saqueado Roma antes aplicaremos las energías a aquello que puede generar un verdadero cambio.

En política no hay nada gratis. El coste asumido en nombre de la defensa de los valores que se descomponen y de una cierta seguridad ha sido muy alto. La “lealtad” con los que parecían unos buenos aliados exigía olvidarse de sus errores: uso inadecuado del poder, corrupción, economicismo, etc. En esta posición, de forma inevitable, se asume la lógica de partido y es muy difícil sustraerse a la dinámica del amigo-enemigo. Enemigos son los promotores de los nuevos derechos, los “deconstructores” de la tradición occidental… La inteligencia pierde así músculo para entender la humanísima pulsión que hay detrás de esas reivindicaciones.

Para releer a Agustín no hay mejor guía que su gran discípulo. “Agustín –explica Ratzinger en La unidad de las naciones– en medio de las leyes de este mundo, que han de seguir siendo leyes mundanas, aspira a hacer presente la nueva forma de la fe en la unidad de los hombres en el cuerpo de Cristo”. Las leyes de este mundo han de seguir siendo leyes de este mundo. La novedad está en otra parte.

Es lo que en términos laicos afirma Arendt en La promesa de la política. “El sentido de la política es la libertad”. Pero no una libertad cualquiera sino una libertad que tenga como contenido el milagro. “Solo podemos decir que un cambio decisivo para nuestra salvación llegará con una especie de milagro”. El milagro consiste en “que siempre que ocurre algo nuevo se da algo inesperado, imprevisible, inexplicable casualmente”. “El milagro de la libertad radica en poder comenzar, y eso deriva del hecho de que todo hombre es él mismo un nuevo comienzo”. La posibilidad del cambio solo radica en un nuevo inicio. A la defensiva siempre se pierde. Hagamos votos por la libertad.

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