Ver el infierno, descubrir la tierra

España · Maddalena Bertolini
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12 noviembre 2014
Sebastião Salgado es un hombre de sal, sus ojos son como dos cristales salinos con brillos oceánicos. Ha llevado su cámara fotográfica como si fuera su antorcha, con ella ha mirado la tierra entera, sus habitantes, sus destructores, sus carniceros, sus custodios, a todos los ha iluminado, inmortalizándoles.

Sebastião Salgado es un hombre de sal, sus ojos son como dos cristales salinos con brillos oceánicos. Ha llevado su cámara fotográfica como si fuera su antorcha, con ella ha mirado la tierra entera, sus habitantes, sus destructores, sus carniceros, sus custodios, a todos los ha iluminado, inmortalizándoles.

Del trabajo de toda su vida ha nacido el documental de Wim Wenders titulado “La sal de la tierra”, que ha obtenido varios reconocimientos, como el premio especial del jurado de Cannes en la sección “Una cierta mirada”. Rodado en colaboración con el hijo de Salgado, Juliano Ribeiro, es un espectáculo extraordinario.

No se trata de una biografía, aunque sin duda la vida del fotógrafo es algo fuera de lo común, pero el registro biográfico solo se nota como trasfondo de la representación de toda la humanidad moderna. Nunca está solo con su objetivo, en la película de su alma penetran los hombres y el paisaje de su destino. Pero la voz de Salgado acompaña todo el film, con intervenciones de Wenders y de su hijo, y finalmente de su amada esposa, Leila.

Esa voz da rienda suelta a nuestras emociones, que empiezan a asomar en nosotros desde el principio, con la famosa foto de los mineros de Sierra Pelada: hombres libres, señala la voz narradora, que se convierten en esclavos del hambre del oro. Aparecen como una plaga de insectos en el barro, con sus espaldas aplastadas por sacos sucios donde esperan hallar alguna pepita: un chico descansa apoyado en un poste; parece un Cristo oculto. De hecho, el título es una cita evangélica, pero el fotógrafo tuvo que huir por su fe marxista de Brasil y de su granja en el estado de Minas Geiras, donde dejó a sus padres y a siete hermanas.

Se graduó en economía en Francia, su mujer fue quien le regaló su primera cámara. Pocos años después tomaron, de mutuo acuerdo, la decisión de dejar un cómodo empleo en un banco londinense y empezar a peregrinar. Primero regresó a Brasil: allí comenzó su caza del hombre. En la pantalla empiezan a sucederse imágenes de hombres lejanos, tribus indias, amazónicas, rostros que se retuercen como raíces, que son efectivamente las raíces de Brasil, de las Otras Américas (título de su primer trabajo), del universo humano.

Creo que el propio Salgado ha quedado sorprendido e impactado por su forma de estar ante esos hombres. Ante sus hijos. Rubio y con barba, aparece como un semidios, y quizás ellos creyeran que lo era. Quizás nosotros también, al fin y al cabo. Porque él siempre llega hasta esa luz que reside en cada mirada, incluso en la de una mujer Tuareg ciega.

Son ardientes las imágenes del corazón del film: cuando las manos de los hombres, primero trabajadas y artesanas, se convierten en manos vacías y homicidas. Hambrientas. Dolorosas como bofetadas son las imágenes del hambre y la carestía: niños desnutridos, madres vacías, padres inermes. Es la shoah desconocida, los genocidios africanos.

Busca a los refugiados, a los desplazados, no le importan ya los muertos. Cuando llega a Ruanda y muestra las calles llenas de cadáveres da un paso atrás, vuelve a los campos de refugiados, les sigue en sus infinitos via crucis. Les ve caer exangües, esas últimas miradas perforan el alma. Les sigue por la foresta, doscientas mil personas que desaparecen, enloquecidas, delirantes, engullidas por su propia hambre. El hombre es el más feroz de los animales, nos repite. Y nosotros lo entendemos. El infierno existe, se puede documentar. Lo construye el hombre. ¿De qué puede ser capaz un hombre? ¿De qué puede ser capaz una mujer?

La dulce Leila, esposa de un Sebastião ya agotado, le abraza y le devuelve a casa. Han tenido dos hijos, Juliano, que ve a su padre como un héroe, y Rodrigo, con síndrome de Down, que le ha introducido en una forma de comunicación especial, una revelación que le será de gran utilidad en su trabajo.

El regreso a la granja donde nació para cuidar a su padre moribundo será el inicio de la catarsis: empieza la cura, es decir, la búsqueda del alma fecunda, del hombre que pone sus manos al servicio de la tierra. Para pagar los estudios de los chicos, Leila decide replantar aquellas tierras que habían quedado convertidas en un desierto, pues primero se vieron sacudidas por una gran sequía y luego fueron totalmente arrasadas. Fundan así el Instituto Terra. Renace en el artista la conciencia de la tierra, su infinita capacidad para renacer, como una resurrección del mundo, como una redención. Esto vuelve a poner en marcha a Salgado, le lleva a intentar captar la virginidad de nuestro planeta, y también de sus habitantes. Los últimos serán los primeros. Se pone en marcha el Génesis, su última exposición.

Setenta años de fotografías y dos millones de árboles plantados. Pero su pensamiento no se reconduce al ecologismo. No es una toma de posición ni mucho menos una reducción. Más bien es una resurrección y una premonición, una promesa que mantener. Y la necesidad de ser al menos dos, se da cuenta de que su mujer, al contrario que Eva, está a su lado y en su lecho.

Deberíamos llevar a nuestros hijos al cine para disfrutar de estas dos horas llenas de sal, hasta llegar a quemar, pues ciertas fotos incendian la conciencia. Solo cuando sabes qué es lo que dejas puedes decidir la dirección a la que quieres dirigirte, solo si ves la crueldad y la ferocidad puedes esperar conscientemente no usarlas. Sebastião Salgado decidió qué quería hacer con su vida, con su talento y con lo que ha conseguido; bendita sea la herida que ahora nos inflige, la tierra que nos confía todavía necesita del cuidado del hombre. Nos enseña que un hombre necesita de la naturaleza para reconocer la belleza.

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