Una gran señora hausa
Elisabeth tiene 15 años. Carga a su hermana en la espalda. Pasadas las tres de la tarde golpea una pieza de metal que cuelga de un gran y viejo árbol africano. La llamada penetra en la sabana y llega hasta el último rincón de la aldea de Dogo Nahawa. La comunidad está esparcida, solo hay un cruce de caminos que sirve de plaza. Las casas, de una sola habitación. Las paredes de barro cocido. La tierra, de un rojo intenso. Los techos, bien de paja, bien de uralita. No hay agua corriente, solo dos fuentes en la calle principal. El sol es inmisericorde. Los cactus se utilizan para separar los pequeños campos. No hay ni máquinas ni bestias para arar la tierra. Se usa un azadón ancho.
Mientras los niños del pueblo acuden a la llamada de Elisabeth, algunas mujeres se encaminan a las tierras, a labrar. La mayoría de los vecinos de Dogo Nahawa son cristianos, son agricultores. El cultivo solo les da para sobrevivir. Tienen el blanco de los ojos amarillo. Las facciones muy marcadas. Pocos hablan inglés, la lengua dominante es el hausa.
Los niños del pueblo se reúnen en la única iglesia que quedó en pie. Bajo la dirección de Elisabeth empieza el baile. Una canción tras otra, al ritmo del tambor y del sonido que hace una olla al taparla y destaparla. ´Cuando se sigue a Jesucristo no se mira atrás´, dice la letra que se repite una y otra vez. Hasta la más pequeña, que no tendrá dos años, baila de un modo que no se puede aprender. Con un solo gesto de la mano mueve el mundo. ´Cuando se sigue a Jesucristo no se mira atrás´. Los niños que bailan con Elisabeth tendrían muchos motivos para mirar atrás. Cuando estaban en esa edad en la que todo se fija en la memoria, un centenar de hombres atacó su pueblo. Primero dispararon sus fusiles, luego quemaron muchas casas y la otra iglesia, y por último utilizaron los machetes. En la memoria de esos niños está la terrible frase de aquellos hombres que vinieron de fuera: ´Vais a morir todos porque sois cristianos´.
La masacre fue en 2015. Empezó a las 3 de la mañana, terminó a las 7. Bonifacio, voluntario de Caritas, llegó a las 8. El pueblo todavía estaba en llamas. Y por todas partes había cuerpos destrozados, miembros amputados. Bonifacio desde entonces viene con frecuencia a Dogo Nahawa y escucha el dolor que todavía supura cada rincón de la aldea. Oye a la gente, llora y reza con ellos. ´No es fácil superar una cosa así´, explica. Bonifacio respeta a los jefes del pueblo, elegidos según las antiguas tradiciones. Conversa con ellos despacio.
Una abuela hausa, señora la llaman, cruza una de las calles de Dogo Nahawa. Le falta un brazo, se lo amputaron la fatídica noche. No se avergüenza de estar mutilada. En el rostro lleva marcadas dos cruces. ´Aunque volvieran otra vez y mataran a todos, aunque yo fuera la única que quedase viva, aunque fuera la única cristiana que quedara, no me convertiría al islam´. Las palabras de la gran señora, la abuela hausa, suenan rotundas, firmes. No añade nada más y sonríe. La gran señora hausa quizás no lo sabe, pero es uno de los pilares del universo. Un sí así sostiene las estrellas.
No se sabe quién ordenó la matanza. Parece que Boko Haram llamó a los fulanis, una de las etnias más importantes de Nigeria, para que asesinaran a los cristianos. Vinieron de fuera de la aldea. Tampoco nadie sabe cuántos cristianos han muerto por la aplicación de la sharía en el norte del país desde el año 2000, ni a cuántos han matado ya los terroristas. El proyecto es claro: limpiar la zona septentrional de seguidores de la cruz. Decenas de miles, especialmente en la región cercana a Madiguri, han abandonado sus casas y han huido a Camerún. Mientras se ejecuta la limpieza étnica, la Nigeria cristiana baila y reza. Incesantemente. Las iglesias llenas, un himno tras otro, confesiones por las esquinas, catequesis en cualquier rincón. Parece la Polonia de los años 80. ´No nos van a quitar la alegría´, asegura monseñor Kaigama, el presidente de la Conferencia Episcopal.
Elisabeth danza. Y Bonifacio explica: el canto, el baile y la oración limpian el mal, ayudan a lavar el dolor. Caridad y música frente a la barbarie. Es el testimonio de la joven iglesia nigeriana. Apenas un siglo, miles de mártires. Frescura para la vieja cristiandad occidental cansada que no sabe bailar.