Sin el otro hemos enloquecido en la política española

España · Mikel Azurmendi
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6 marzo 2017
El sociólogo Mikel Azurmendi valora para Páginas Digital el reciente debate en el Senado organizado por este diario con Pablo Casado, Ramón Jáuregui y Juan Carlos Girauta.

Tras el visionado del film sobre la mesa redonda dirigida por Fernando de Haro y presentada por la senadora Cristina Ayala, tenida recientemente en el Senado entre tres políticos adversarios pero constitucionalistas, yo también me congratulo de que es un comienzo, todo un comienzo de algo que es nuevo en la situación política actual, y algo que podría llevarnos lejos. Todo lo lejos que quieran ir en el diálogo los tres más importantes partidos constitucionalistas.

Sin embargo mi esperanza no es inmensa debido a que esos tres partidos de aquella mesa redonda no se caracterizan precisamente por el diálogo en sus respectivos foros internos y con sus propias afiliaciones y militancias. Débil es también mi esperanza por cuanto todos los partícipes del debate aceptaron la nada inocente premisa inicial de Cristina Ayala –en un discurso más que aceptable, hay que decirlo– de que en esta legislatura el valor del otro será fundamental puesto que, “al no haber mayorías absolutas claras, se hará necesario el diálogo”. O sea, el otro es un bien porque mi partido tiene minoría parlamentaria, que si no… para rato. Es más, afirmaba la senadora que el diálogo no puede ser un fin en sí mismo sino “el camino”, o sea, un medio para lograr mayorías parlamentarias. El fin serían nuestros valores axiales que van desfigurándose desde la Transición acá, como la libertad, la tolerancia, la responsabilidad, etc. ¿Es esto así? ¿Es el otro, es mi adversario político solamente un medio para hablando con él lograr estabilizar una legislatura ahora que no tenemos mayoría absoluta?

Es un hecho que nuestra política del sistema democrático no está anclada en el bien común y por eso usa el diálogo, utiliza el debate parlamentario para otra cosa distinta del debate mismo: siempre va dirigida a obtener una mayoría favorable a tal o cual ley. Por eso más que debate ha resultado siempre un rodillo o un rifirrafe avinagrado cuando no una suma de improperios, protestas y pataletas por parte de las minorías, que con ello afirman no tener el objetivo de convencer sino de oponerse, amilanar o hasta chantajear. Si los parlamentarios buscasen el bien común, el primero de todos los bienes sería el “hablar” mismo entre parlamentarios, el encuentro de los diferentes puntos de vista para debatir propuestas, analizar los pros y contra, comparar los resultados habidos en otros lugares, etc. a fin de lograr un acuerdo lo más consensuado posible. Hablar entre parlamentarios es ya un bien común del país, o sea, un fin de la política democrática más que un medio propiamente dicho, como parecía sostener la diputada Ayala. El diálogo como “un camino” para lograr mayoría parlamentaria supone aceptar que lo importante es a dónde nos llevará el camino y no el hecho mismo de hablar, debatir, discutir para buscar acuerdos acercándose al mejor posible. El encuentro con el otro, hablar con el oponente político no es un simple medio de la política democrática sino el fin mismo. El bien primero del parlamentario es su práctica cotidiana de hablar para entenderse y tratar de encontrar puntos comunes. Considerar el diálogo como una técnica… para obtener mayorías, que es lo que venía a sostener Cristina Ayala, es usar el hablar para usar a las personas y no como un bien interno al ejercicio mismo del hablar democrático.

Curiosamente Ramón Jáuregui en un momento de su intervención se acercó a esta perspectiva crítica cuando afirmó que “la esencia del pacto es enriquecerse”, o sea, mejorar uno mismo, desarrollarse humanamente mejorando sus puntos de vista y argumentos; y seguramente cambiando uno y logrando acuerdos insospechados. “A mí me han catalogado como mal negociador… porque soy blando”, añadió dejando sentado que en cada conversación con el otro-oponente siempre se transformaba su propia perspectiva y él cedía en algún punto de vista. Pero no fue consciente de que estaba tocando el núcleo de lo que Fernando de Haro planteaba una y otra vez, ora recurriendo a Habermas o bien a Carrón. Jáuregui se limitó a constatar que en la política española “no se valora el acuerdo” y que, hoy por hoy, “no existen condiciones para el pacto” ni tan siquiera en las cinco o seis cuestiones capitales en las que debiéramos lograr unos importantes acuerdos. Pero no entró a discutir sus porqués. En su intervención precedente había nombrado causas tales como la banalización del debate político, la falta de liderazgo y la fragmentación de los referentes mediáticos así como la desaparición de la cultura del esfuerzo, que son consecuencias y no causas de la actual inexistencia de encuentro entre parlamentarios para platicar, debatir y llegar a consensuar siempre alguna mejora de la situación anterior.

Fue una lástima que el diputado socialista no llevara más adelante el análisis de su propia experiencia, y de eso se preocupó Fernando de Haro para preguntar de inmediato a Juan Carlos Girauta a ver si, al ir al encuentro del otro político, no existía el riesgo de que uno quedase convencido por él y tuviese uno mismo que cambiar. Este Ciudadano hizo una glosa generalista sobre el otro para “reivindicar la nobleza de la política así entendida”. Pero lo que estaba en tela de juicio era precisamente por qué no se entendía así la política en España. Su única pista fue también enunciar una consecuencia del no encuentro con el otro, como es la no recompensa del mérito a la excelencia ciudadana. Girauta se sumó igualmente a Jáuregui en retratarse a sí mismo como un supuesto mal negociador porque se deja convencer por el oponente.

De esta manera tan indirecta se llegó así al único acuerdo tácito del debate: una de las causas de no contar con el otro en política es el temor de los partidos políticos a cambiar de perspectiva y de posiciones políticas. Por eso precisamente no es posible hoy el pacto ni el consenso pues por eso los enviados a cada mesa de pactar son los ideológicamente más enrocados y menos susceptibles de cambiar. “No” es no y qué parte del “no”… ¿lo recuerdan ustedes, verdad? Fue una lástima que no se tomase esta senda del miedo a cambiar uno mismo como indicio del enrocamiento ideológico de nuestra política democrática para reconvertir ese bisoño debate.

El resto me parecieron trivialidades pedagógicas (hay que regar la democracia, hay que reivindicar la política, hay que hacer un relato épico de la Transición, la libertad hay que pelearla todo el tiempo) si no banalidades sociológicas (la crisis ha destruido el tejido social y minado la democracia, la España de los 80-90 estaba más vertebrada, nuestros males no vienen a causa de la Transición); incluso hubo dos cerradas posiciones ideológicas (la socialista: esta Constitución reclama retoques; la popular: la gente no pide cambio de Constitución).

Consideré empero positivo que se sentasen esos tres, los tres más proclives en sus respectivos partidos a realizar cambios en las ideas propias y a aceptar debates abiertos sin trincheras ni manifiestos. Yo les agradezco sin remilgos su presencia.

Esto es todo el debate posible hoy acerca de que el otro sea un bien para nosotros hasta en política. Al comienzo del visionado me pregunté por qué no habría alguno de Podemos como invitado. Ahora he entendido que si los constitucionalistas estamos representados por este abanico que da tan poco aire, a qué viene ampliar la mesa con un cubierto más. Pero elogio la esforzada iniciativa de vuestra fratría cristiana y considero que ha merecido la pena saber cuál es el estado de la nación acerca de nuestra necesidad del otro. Por si el animoso director tiene el coraje de proseguir en el empeño. Girauta dijo que “sin el otro enloqueceríamos”, pero acaso nos convenga más que esa forma verbal de posibilidad, la forma realista de “sin el otro hemos enloquecido” en la política española.

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