Editorial

Reconstrucción: un caso de razón

Editorial · Fernando de Haro
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26 septiembre 2020
Madrid se ha convertido en la zona cero de Europa en la segunda ola del COVID. Con la tasa de incidencia (positivos por cada 100.000 habitantes) por encima de los 700 casos, el Gobierno de Sánchez y el Gobierno de la Comunidad Autónoma siguen enzarzados en una polémica estéril. A diferencia de lo que sucede en Nueva York, en Milán o en Venecia, los errores de la primera ola se han repetido. Pocas pruebas, poco rastreo. No ha habido una campaña adecuada para sensibilizar a la opinión pública. Los madrileños y el conjunto de los españoles saben que la gestión política ha sido ineficaz. Las encuestas reflejan, desde el pasado mes de marzo, una confianza baja en el Gobierno central, que ha disminuido considerablemente en las últimas semanas (solo un 22 por ciento considera que su actuación ha sido buena). La valoración de los Gobiernos regionales hasta el mes de junio estaba cerca del aprobado, pero en septiembre se ha precipitado a niveles muy semejantes a los del Ejecutivo de Sánchez. Pero lo más sorprendente es cómo se ha desplomado la confianza de la sociedad en sí misma. En plena primera ola, cuando los hospitales estaban saturados y los españoles solo podían saludarse por las ventanas, el 80 por ciento elogiaba la responsabilidad ciudadana y la respuesta que se estaba dando desde la base. Ahora esa estima ha caído al 22 por ciento.

Madrid se ha convertido en la zona cero de Europa en la segunda ola del COVID. Con la tasa de incidencia (positivos por cada 100.000 habitantes) por encima de los 700 casos, el Gobierno de Sánchez y el Gobierno de la Comunidad Autónoma siguen enzarzados en una polémica estéril. A diferencia de lo que sucede en Nueva York, en Milán o en Venecia, los errores de la primera ola se han repetido. Pocas pruebas, poco rastreo. No ha habido una campaña adecuada para sensibilizar a la opinión pública. Los madrileños y el conjunto de los españoles saben que la gestión política ha sido ineficaz. Las encuestas reflejan, desde el pasado mes de marzo, una confianza baja en el Gobierno central, que ha disminuido considerablemente en las últimas semanas (solo un 22 por ciento considera que su actuación ha sido buena). La valoración de los Gobiernos regionales hasta el mes de junio estaba cerca del aprobado, pero en septiembre se ha precipitado a niveles muy semejantes a los del Ejecutivo de Sánchez. Pero lo más sorprendente es cómo se ha desplomado la confianza de la sociedad en sí misma. En plena primera ola, cuando los hospitales estaban saturados y los españoles solo podían saludarse por las ventanas, el 80 por ciento elogiaba la responsabilidad ciudadana y la respuesta que se estaba dando desde la base. Ahora esa estima ha caído al 22 por ciento.

El virus no solo se ha llevado por delante más de 50.000 vidas y ha provocado ya una recesión histórica (la caída del PIB en el segundo trimestre ha sido del 17,8 por ciento). En la vida social se ha producido lo que hace unos meses Sandra J. Sucher, en Harvard Business Review, denominaba “una crisis de confianza” para describir el cáncer que mina el mundo de los negocios. Sucher denunciaba el mal de las grandes empresas multinacionales del siglo XXI, empeñadas en salir al paso de las necesidades de sus empleados, inversores y consumidores (stakeholders), sin saber ganarse su confianza. La destrucción de la confianza es destrucción de capital social, es una incapacidad para saber de quién me puedo fiar. Y no fiarse de nadie es una patología.

La crisis de confianza no es únicamente uno de los efectos secundarios de la pandemia. Era ya un mal antes de que llegara el virus. El Edelman Trust Barometrer de 2020, un clásico en la materia, revelaba que, a pesar de la fortaleza global de la economía (fue publicado en el mes de enero), ni los Gobiernos, ni las empresas ni las ONG, ni tampoco los medios de comunicación eran considerados fiables. La desconfianza era alta, sobre todo en los países en vías de desarrollo porque consideraban que el actual modelo de capitalismo era una fuente de desigualdad. Pero es llamativo que los autores del barómetro consideraran una paradoja que con un crecimiento económico alto pudiera haber desconfianza. Como en mucha literatura económica, no distinguían entre crecimiento y desarrollo.

Ni cierta derecha liberal clásica, ni cierta izquierda estatalista clásica parecen entender que el crecimiento o las políticas de bienestar social, por sí solas, son capaces de producir un desarrollo integral. La confianza siempre queda fuera de sitio. Como máximo, se establece como un factor ético externo que debe corregir los errores del sistema.

Lo que ha sucedido en España en los últimos años muestra las consecuencias negativas de un crecimiento que no se ha apoyado en la inclusión laboral, en políticas públicas que fomentaran también la responsabilidad personal y social, que aumentaran el capital social. Las tasas de aumento del PIB han estado en los últimos años entre el 3,8 por ciento y el 2,0 por ciento. Pero no se ha creado suficiente empleo: la tasa de paro juvenil ha sido seguido siendo de las más altas de Europa. Consecuencia, sin duda, de la estructura productiva, de la regulación del mercado laboral, pero también de los malos resultados del sistema de enseñanza y de la destrucción de capital social (cohesión social, familiar, igualdad de oportunidades, etc). No es cierto, como dice la derecha, que la mejor política para crear empleo sea solo el crecimiento. No es cierto, como dice la izquierda, que la mejor política sea solo aumentar el gasto social. Hace falta crecimiento y gasto social, pero el gasto social sin desarrollo del sujeto no aumenta la responsabilidad y tiende a generar una cultura del subsidio.

Stephen Knack, uno de los economistas jefe del Banco Mundial, demostró hace poco hasta qué punto la confianza influye en el crecimiento económico. Kenneth Newton, en su Social and Political Trust, publicado hace unos meses, intenta identificar el origen de esa confianza social tan necesaria. Ha estimado que la satisfacción personal y el compromiso en actividades cívicas generan un 15 por ciento de la fe en otras personas. ¿El resto? Probablemente tiene que ver con un uso de la razón: la confianza es un caso de razón aplicada. Sin recuperar la capacidad de saber de quién nos podemos fiar y por qué, la reconstrucción se hace más difícil.

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