Queremos un rey, para ser como el resto de las naciones
Querido Pascual,
El miércoles de ceniza, para empezar bien la Cuaresma, decidí ir por la tarde a una misa cantada en el Magdalen College, que tiene uno de los coros de niños más famosos de Oxford. Además, la capilla de este colegio es preciosa y crea un ambiente único para la liturgia. La primera escena de la película “Tierras de penumbras”, que ya te recomendé (sobre la vida de C.S. Lewis), está rodada en esta capilla.
Sabía que iban a cantar el Miserere de Allegri y no quería perdérmelo. No sé si conoces esta obra del siglo XVII; en caso contrario, tienes que escucharla esta Cuaresma. Cuando las voces de los niños, sobre todo del solista, se elevan hasta alturas inimaginables, experimentas la herida de la belleza. Allí estaba yo, sentado en la hermosa sillería del coro, con la única iluminación de las velas, embriagado por el incienso, escuchando esas voces angelicales y siguiendo un texto que habla del dolor por mi pecado que implora la misericordia divina.
El dolor del que hablo se hace más agudo cuando se da dentro de una relación de amor, como la que el Señor ha establecido con nosotros entrando en la historia. En este sentido, se puede decir que la historia de Israel inaugura este tipo de dolor. A lo largo del Antiguo Testamento se nos muestra esta paradoja: una caridad inmensa de parte de Dios y una última y misteriosa infidelidad por parte del pueblo elegido. Aunque tal vez lo más misterioso es cómo el Señor usa la testarudez de Israel para hacer crecer la relación con su pueblo.
Como te había adelantado en mi última carta, hoy vamos a acercarnos al origen de la monarquía, en tiempos del profeta Samuel (segunda mitad del siglo XI a.C.). Este es un episodio que ilustra muy bien la creatividad del Señor, que convierte la ingratitud de su pueblo en ocasión de una nueva gracia.
Cuando el pueblo entra en la tierra prometida se organiza como una alianza de tribus, solidarias en la ayuda mutua, puntualmente dirigidas por un “juez”, que dirime los conflictos, o por un guerrero, que encabeza las incursiones comunes. En realidad, el punto de unidad era la común fe en el Señor que les había sacado de Egipto. Él era en realidad quien gobernaba a su pueblo, mandando jueces o profetas en el momento necesario. Pero la envidia es una cosa muy mala e Israel empezó a mirar de reojo a las formas de gobierno de su alrededor…
“Se reunieron todos los ancianos de Israel y fueron a Ramá, donde estaba Samuel. Le dijeron: «Tú eres ya un anciano y tus hijos no siguen tus caminos. Nómbranos, por tanto, un rey, para que nos gobierne, como se hace en todas las naciones»” (1 Sam 8, 4-5). A Samuel no le sentó nada bien aquella petición: en el fondo el pueblo estaba rechazando al Señor como rey de Israel. Y el profeta se quejó amargamente delante de Dios, que le respondió: “Escucha la voz del pueblo en todo cuanto te digan. No es a ti a quien rechazan, sino a mí, para que no reine sobre ellos. Según han actuado, desde el día que los hice subir de Egipto hasta hoy, abandonándome y sirviendo a otros dioses, así hacen también contigo. Escucha, pues, su voz. Pero adviérteles con claridad y exponles el derecho del rey que reinará sobre ellos» (1 Sam 8,7-9).
Lo que sigue a continuación podría leerse en clave de humor: “¿queréis un rey? Pues vais a saber lo que vale un duro…”. En efecto, Samuel enumera las obligaciones que el pueblo contrae si quiere constituirse en un Estado “moderno” como el de sus vecinos: “Este es el derecho del rey que reinará sobre vosotros: se llevará a vuestros hijos para destinarlos a su carroza y a su caballería, y correrán delante de su carroza. Los destinará a ser jefes de mil o jefes de cincuenta, a arar su labrantío y segar su mies, a fabricar sus armas de guerra y los pertrechos de sus carros. Tomará a vuestras hijas para perfumistas, cocineras y panaderas. Se apoderará de vuestros mejores campos, viñas y olivares, para dárselos a sus servidores. Cobrará el diezmo de vuestros olivares y viñas, para dárselo a sus eunucos y servidores. Se llevará a vuestros mejores servidores, siervas y jóvenes, así como vuestros asnos, para emplearlos en sus trabajos. Cobrará el diezmo de vuestro ganado menor, y vosotros os convertiréis en esclavos suyos. Aquel día os quejaréis a causa del rey que os habéis escogido. Pero el Señor no os responderá» (1 Sam 8,11-18).
Muchas de estas obligaciones siguen vigentes en nuestros Estados, aunque con formas más o menos “civilizadas”: impuestos directos e indirectos, servicio militar (que yo todavía hice), prohibiciones de todo tipo, multas, expropiaciones, legislaciones que recortan las libertades o los derechos… A más de uno le vendría ganas de dar un paso atrás. Israel, sin embargo, es testarudo: “El pueblo se negó a hacer caso a Samuel y contestó: «No importa. Queremos que haya un rey sobre nosotros. Así seremos como todos los otros pueblos. Nuestro rey nos gobernará, irá al frente y conducirá nuestras guerras” (1 Sam 8,19-20). No hacía mucho tiempo que Israel había sido elegido como pueblo único entre todas las naciones y había recibido una ley excepcional… y ahora quiere ser “como el resto de los pueblos”.
Es impresionante cómo el Señor respeta la libertad de su pueblo, aunque esta lleve a Israel a recorrer caminos tortuosos. Es capaz de sacar bien del mal, como de hecho sucede con el nacimiento de la monarquía. En efecto, Samuel unge a Saúl como primer rey de Israel, de modo que las tribus se constituyen en un Estado, “como las demás naciones”. A partir del capítulo 9 del primer libro de Samuel se cuenta la historia del reinado de Saúl, que no fue precisamente un rey ejemplar. Pero el Señor se reserva siempre una carta y suscita de entre el pueblo un joven que amaba a Dios: David, hijo de Jesé. Samuel lo unge como elegido del Señor, dando la espalda a Saúl. Empieza entonces la historia de enemistad entre el rey y David, cuya fama de guerrero se extiende entre el pueblo, suscitando la envidia de Saúl.
El primer libro de Samuel termina con la muerte de Saúl en batalla, mientras que el segundo libro de Samuel se abre con la coronación de David, el ungido del Señor, como rey, primero sobre Judá, su propia tribu, y más tarde sobre todo Israel. Se cumple así el dicho de que “Dios escribe recto con renglones torcidos”: la monarquía, que nació como forma de rechazo al Señor, se convierte ahora, en la persona de David, en un instrumento privilegiado para llevar a cabo el plan de salvación trazado desde antiguo. La semana que viene podremos ver tranquilamente en qué sentido David es parte de ese plan, y una parte muy destacada.
El tiempo de Cuaresma que acaba de empezar sigue, en el fondo, la misma dinámica que hemos visto hoy: el pecado que nos duele se convierte en ocasión de misericordia y salvación. ¡Aprovéchalo!
Un abrazo
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