Prodigios de habilidad

España · Mª Teresa Compte Grau
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10 noviembre 2014
En torno a 1.806.000 catalanes han dicho sí a la doble pregunta formulada ayer en las urnas dispuestas a lo largo y ancho de la geografía catalana. Un 80% de los 2.236.806 de los que acudieron a votar quieren que Catalunya sea un Estado y un Estado independiente. Se trata de la confirmación rotunda, pero no necesariamente definitiva, de un divorcio que lleva decenios gestándose. El 9N no es más que el acto de visibilización de un anhelo convertido en demanda política.

En torno a 1.806.000 catalanes han dicho sí a la doble pregunta formulada ayer en las urnas dispuestas a lo largo y ancho de la geografía catalana. Un 80% de los 2.236.806 de los que acudieron a votar quieren que Catalunya sea un Estado y un Estado independiente. Se trata de la confirmación rotunda, pero no necesariamente definitiva, de un divorcio que lleva decenios gestándose. El 9N no es más que el acto de visibilización de un anhelo convertido en demanda política.

El secretario general de CDC se preguntaba ayer en tono irónico cómo era posible que un pueblo que en 1978 votó mayoritariamente Sí en el referéndum constitucional, diera la espalda a esa misma Constitución treinta y seis años después. La respuesta, con la salvedad de que estamos hablando de aproximadamente la mitad de los catalanes con derecho al voto, y no de todos los catalanes, es clara. Las naciones se construyen desde el poder político. Esto, que se usa en muchas ocasiones como arma arrojadiza contra los sucesivos Gobiernos de la Generalitat, no es un simple ejercicio periodístico, sino una constatación histórica. La gestación del 9N confirma esta ley del nacionalismo. Toda la maquinaria institucional que se sostiene sobre el deber de los gobernantes de proteger y garantizar los derechos de los gobernados se ha puesto al servicio de la causa independentista. La Generalitat desconoce la neutralidad política. Y no solo no se arrepiente, sino que presume de privilegiar a una parte de los catalanes convirtiéndolos en la niña de sus ojos. Y mientras eso sucede las élites catalanas, las que ostentan poder político, cultural, religioso y económico guardan silencio. No se sabe muy bien con qué finalidad, pero lo cierto es que callan esperando a la que la tormenta amaine sin que se altere en lo más mínimo la estructura social de una sociedad dominada por el espíritu burgués.

“Qui dia passa, any empeny”, decimos los catalanes. Lo que significa que quien pasa un día, empuja un año. Hay momentos, sin embargo, en los que esta prudencia, propia de sociedades agrarias, no sirve de nada en sociedades postindustriales. No sé cuánto hay de reversible en la situación presente, pero lo que está claro es que necesitamos las manos de un orfebre y no las de un cirujano de hierro. Confieso que como catalana e hija de catalanes me duele esta Catalunya, pero me duele también esa España tan herida en su orgullo que es incapaz de aceptar, en un momento en el que necesitamos prodigios de habilidad, que es deber del Gobierno de España defender y garantizar los derechos de esa parte de catalanes que hemos sido reducidos a minoría, no necesariamente numérica, dentro de nuestra propia tierra.

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