“Oeste” (la serie), corrupción y libertad
La democracia que conocemos, y algunos cursis apellidan liberal, requiere de separación de poderes (que incluye independencia judicial), de organismos independientes, de pluralidad informativa, de persecución implacable de la corrupción, de transparencia, participación ciudadana y rendición de cuentas. Y antes, necesita de una comunidad, concebida como conjunto de relaciones vivas, que se despliegan a medida que se despliega el libre desarrollo de la personalidad de las personas que la integran. Desde la persona, para la persona, con la persona. Ha de darse un equilibrio a tres bandas, por tanto, entre la persona (dignidad absoluta de la persona e igualdad espiritual entre ellas), la comunidad de relaciones sociales donde nace y crece la persona (sociedad), y el conjunto de instituciones (estado).
La savia de la democracia es la propia virtud y sentido de la justicia y del civismo de sus ciudadanos. En este sentido de la justicia, de entrega, esfuerzo, de compromiso y riesgo (Emmanuel Mounier), el individuo se juega su propia paz, interior y exterior, y su libertad. Esto que a todos nos puede parecer una evidencia, no lo es tanto.
No hace falta posar la mirada en la frontera de la Unión Europea con África (o de Ceuta y Melilla con Marruecos), o en otro “penienclave”, el de Turquía en Europa, o irnos más lejos, para ver que en el oeste también hay corrupción, lo que hace aquel equilibrio que veíamos más difícil de lograr.
“Oeste” también es una serie de TV sobre el narcotráfico gallego, cuyo protagonista principal es José Coronado, acompañado de otros grandes actores por sus grandes actuaciones (por poner un ejemplo, su hijo o su propio guardaespaldas). Me pregunto si “Oeste” no seré yo, no será Madrid, España, Europa, o cualquier parte del mundo. Es lo que tiene pertenecer a la tradición cultural y religiosa del pueblo judío, a través del Antiguo Testamento.
En esta tradición, lo que le sucede a una región como Oeste, o a un pueblo como el judío, por ejemplo, saliendo de Egipto (Pesaj), se debe comprender también en clave personal, única e intransferible para nuestras vidas. En hebreo Egipto es Mitsraim, pero también, límite, como me comenta un buen amigo judío. Lo que nos limita o esclaviza. De ahí que la salida de Egipto (Pesaj) sea un primer momento de liberación (física) de un país donde los judíos, que no eran esclavos legalmente hablando, sí pudieron vivir rodeados de atractivos, comodidades y placeres, pero en el fondo, en un país extraño, depravado, que vivían como corrupto. La liberación a Israel le vino en el monte Sinaí (Shavuot o don de la Torah) de la mano de la Ley sagrada.
Solo partiendo de todos los datos de la realidad (Mounier, de nuevo) estamos en disposición de asumir el problema social. El que se dé en cada época, en toda su extensión.
Para mí, el problema social actual no es tanto la disyuntiva o elección entre libertad o su ausencia (lema de elecciones autonómicas madrileñas en 2021) como la corrupción, sabiendo en todo caso que, al elegir, me construyo (y esto se ve en los personajes). No es por tanto la pobreza material o el hambre, ni siquiera el aborto, sino esa corrupción de la noción de persona, que provoca que solo concibamos (porque somos consumistas) la libertad como elección, sin ir más allá hacia las otras dimensiones de la libertad, que desde luego no se agotan en el poder de elección propio de nuestra sociedad de consumo. La ausencia en los personajes –salvo en la pareja del hijo de José Coronado– de la búsqueda y realización de la vocación de cada uno, la aceptación del sentido de responsabilidad (personal y comunitario), del sentido de superación espiritual como motor del cambio material (y no al revés) degenera en corrupción de la persona, y por ende, del resto de la comunidad y el estado.
Es de decir, lo verdaderamente preocupante es la corrupción de la persona, cuando deja de perseguir (¿luchar?) lo que le constituye verdaderamente en persona y pasa a apegarse a aquello que le impide subir por la escalera de Jacob.
En la serie “Oeste” se pone en juego, constantemente, la libertad del espectador (por estar en juego la de los personajes) y se vislumbra que hay salvación posible, no sin un sacrificio. ¡Ah!, y la importancia de la memoria, o más bien de la desmemoria, curiosamente, como factor que rehace y reconstruye la vida, una y otra vez.
En esta serie, de una Galicia sin acento gallego, que abandona la escena, la droga es tal vez otro protagonista. Su efecto sobre la vida de las personas, de la política, de los jueces, de la policía, sobre los jóvenes… también la lealtad al gran patrón, de Ferro, su fiel escudero (¡premio a actor secundario en lo que tardo en terminar de escribir esta columna, ya!) que ayuda a su jefe en su camino de encontrarse a sí mismo, en un incesante retorno al pasado, que es su gran prueba. La familia biológica se confunde con la mafiosa. Las prácticas de una y otra se confunden. La persona, en medio, acaba perdida, confundida, en K.O. técnico. Así no hay forma de ser libre.
Y entonces es cuando emerge, con permiso de Coronado, el gran protagonista de la serie, la corrupción. Es el papel del dinero en la economía de una comarca, de un país, en las relaciones exteriores, en el interés general (o verdadero interés del Estado, no de la comunidad). En la serie hay mártires y hay muertes por amor, hay sacrificios de inocentes y hay malvados con su lado bueno y matrimonios de conveniencia. El dinero y el poder orbitan a su alrededor. Y, además, como no hay serie moderna que se precie (lo digo con ironía) que no se deleite en la corrupción de la religión, tenemos que los que van a misa en el Finis Terrae del Occidente y se santiguan son los mafiosos. Los mismos que matan.
Sobre el amor, éste también se deja tocar por la corrupción, pues cuando no es un amor herido, es un amor idealizado, o simplemente imposible, o un amor por los hijos que se convierte en posesión de sus destinos. Empero, no siempre todo es corrupción, pues este protagonista oscuro se deja eclipsar por la urgente tarea de cada personaje en pos de una identidad, o una pertenencia y un sentido definitivo en su vida. Es un grito que debe de ensordecer a los guionistas.
¿Hay esperanza en una región corrompida donde sus habitantes no saben, porque lo han olvidado, el valor de las cosas, menos el de las personas y el de las relaciones, porque la mano del patrón ha convertido en oro todo lo que toca? El patrón recuerda un amor, y es feliz. ¿Y la democracia? ¡Ah, eso! En Oeste no hay democracia, pero quedan personas.