Entrevista a Manuel Reyes Mate, filósofo

`Nos hemos acostumbrado a marcar nuestras señas de identidad excluyendo`

Entrevistas · Fernando de Haro
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15 febrero 2019
Manuel Reyes Mate, filósofo

Manuel Reyes Mate posiblemente es el pensador español que más esfuerzo ha dedicado a reflexionar sobre la condición de las víctimas. paginasdigital.es conversa con Reyes Mate sobre el reto de la globalización, la crisis migratoria, las identidades excluyentes, el nacionalismo y otras cuestiones que marcan la actualidad.

Usted ha asegurado que “la pregunta que se hiciera Hannah Arendt en su ensayo de 1943 ‘We refugees’ sobre la significación política del refugiado sigue teniendo actualidad en pleno siglo XXI”. ¿Por qué?

Para Arendt los refugiados son la vanguardia de los pueblos –y no la retaguardia o un efecto secundario– porque lo que se hizo con ellos, el poder lo puede hacer con cualquiera. “Ellos” eran el pueblo judío alemán, alemanes por los cuatro costados, que habían luchado por Alemania en la I Guerra Mundial, que se sentían totalmente asimilados, y que, de repente, son señalados como “otros”, privados de su nacionalidad, es decir, desnaturalizados. Son devueltos a su estado natural de meros seres humanos. Y ellos descubren que eso es ser menos que nada, porque lo importante son los papeles. Bueno, pues su tesis es que lo que el Estado hitleriano ha hecho con ellos, los judíos, porque son de otra sangre aunque compartan la misma tierra, lo pueden hacer mañana con los gitanos, con los enfermos mentales, con los improductivos o con los viejos. De poco sirve decir que “todos nacemos iguales y libres” si el Estado se arroga la facultad de decir quiénes son los sujetos de los derechos políticos y sociales. Ese era un problema que tenía la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789. Hay que tomarse en serio los derechos del hombre. No hay que admitir la distinción entre “nacionales” y “nacionalizados”. Y hay que exigir que el ser humano sea siempre un ciudadano.

¿Qué desvela sobre Occidente la reacción a los refugiados y a las migraciones?

Hoy, casi ochenta años después del escrito de Arendt, tenemos que reconocer que los emigrantes (ella prefería el término de emigrante al de refugiado para señalar la importancia del lugar de llegada) son el primer problema político y social del siglo XXI. Su pronóstico se ha cumplido. Y eso es así porque ha tenido lugar el fenómeno de la globalización y la invasión de internet. La globalización ha tenido lugar pero sólo en la circulación del capital y no de las personas. La globalización económica ha multiplicado la riqueza y también ha incrementado las desigualdades. El beneficio ahora va unido a externalización de empresas, precarización del trabajo y a la inseguridad laboral. El resultado es una angustia existencial creciente, envuelta en un mundo hiperconectado que, lejos de favorecer la comunicación, aísla a los individuos. Esos individuos frustrados, aislados y sin futuro son el mejor caldo de cultivo para el desarrollo de discursos identitarios y nacionalistas que promueven la xenofobia y el odio. Para los embaucados en esas prédicas, el emigrante es el perfecto chivo expiatorio. Se les inculca un imaginario xenófobo que nada tiene que ver con la realidad, como que se prestan a una competencia desleal en el trabajo o que suponen un atentado al estado de bienestar porque van al médico. Y lo más delirante de todo: que amenazan “nuestros valores” o señas de identidad porque las mujeres africanas o latinoamericanas tienen más hijos que “las catalanas” (según oí decir a Jordi Pujol en sus buenos tiempos). Todas son maniobras de distracción de lo fundamental: un orden económico y social mundial profundamente inhumano. El emigrante es el síntoma de un sistema enfermo. No es posible que el “Mare Nostrum” –la patria común en el pasado y la cuna de la civilización durante siglos– se haya convertido en el mayor cementerio del mundo. Desde 1993 son ya 35.593 muertos documentados. A los países ricos les interesa de África el petróleo, el coltán, el uranio, los diamantes, no sus gentes. Lo que esto pone en evidencia es una civilización enferma.

¿Por qué vuelven nuevas formas de nacionalismo en la época de la globalización?

Porque la globalización ha dejado al individuo a la intemperie. Contra lo que entonces se esperaba, el final de la guerra fría no ha supuesto un acercamiento del mundo sino un enfrentamiento. El orden económico que se ha impuesto ha roto todas las barreras protectoras. El miedo al comunismo propició después de la II GM la creación de un estado de bienestar que está saltando por los aires. Ahora hay miedo al futuro. La confianza en la técnica ha rebajado el lugar del ser humano. Bauman habla de una “industria de creación de desechos”. No son palabras. El ser humano se ve como superfluo e intercambiable. En ese desamparo crece la tentación de refugiarse en colectivos protectores. Es un instinto tribal que ya conocimos con la Europa antisemita de entreguerras. El alemán frustrado y empobrecido vio en el judío al otro, diferente, que era causa de sus desgracias. Como además la propaganda revistió al judío de rico y poderoso, ¿cómo no odiar a ese que sin ser algo tan importante como un alemán de pura cepa, sin tener linaje ario, encima vivía mejor? El antisemitismo era inseparable de la idea del nacionalismo y, por tanto, de la xenofobia. Ese mecanismo funciona hoy entre los nacionalismos: nosotros, vienen a decir, que somos los catalanes o vascos o españoles de verdad, no podemos tolerar que otros vivan mejor o a nuestra costa. El eslogan catalán de “los españoles nos roban” es lo más parecido al “los emigrantes llenan los ambulatorios” que pronuncian tantos españoles castizos. Y uno y otro se inspiran en el viejo mecanismo antisemita del ario alemán que decían lo mismo del judío que vivía a su lado.

Nosotros proponíamos hacer del Valle de los Caídos un lugar de la memoria de todos los españoles

¿Por qué asegura que el independentismo catalán tiene lo peor del nacionalismo español?

Américo Castro decía a los jóvenes que si querían entender algo de la Guerra Civil tenían que verla como el último episodio de una historia que tiene un origen traumático. Ese trauma originario viene del momento en que España se da una identidad colectiva que es la que llega hasta nosotros. España se conforma imitando la identidad musulmana. “Musulmán” significa creyente. Es la creencia cristiana la que nos conforma políticamente y esa identidad tiende a ser excluyente. “La sociedad española iba fanatizando su cristianismo a medida que desaparecía y se iban cristianizando los judíos”, dice Castro. Por eso, cuando la “casta cristiana” se pudo imponer, expulsó de su seno lo diferente, aunque fuera “muy español”. Se expulsó a los españoles judíos y a los españoles moriscos. Nos hemos acostumbrado a identificarnos, a marcar nuestras señas de identidad, excluyendo. Primero a los judíos, luego a los moriscos, a los protestantes, a los erasmistas, a los liberales, a los rojos… Siempre las dos Españas. Lo que está ocurriendo en Cataluña es un episodio más de esta España castiza. Recomiendo leer el célebre sermón de Juan de Ribera –patriarca de Antioquia, arzobispo y virrey de Valencia– que fue el auténtico ideólogo de la expulsión de los moriscos. El parentesco con algunos discursos independentistas es evidente. Sólo hay que cambiar “moriscos” por “españoles”. Pero el mismo fanatismo, la misma deformación de la historia, el mismo desprecio por las consecuencias económicas…

¿Siguen siendo, pues, válidas las tesis de don Américo Castro sobre la identidad conflictiva española buscada a través de la exclusión?

Creo que sí. Renan decía que “no hay nación que se precie que no se invente su pasado”. Eso vale para vascos, catalanes (y también para los españoles que se juntaron el día 2 de enero para celebrar la toma de Granada, ¡olvidando el contenido de las Capitulaciones!). Como hay tantos escribidores que se prestan a esa faena, bueno es leer a Américo Castro o a Márquez Villanueva que no utilizan el pasado para legitimar el presente sino que iluminan el presente con las huellas del pasado. Dice Castro que “hay quienes no gustan de llamarse españoles… pues bien, al obrar así se ahíncan todavía más en su españolismo”. Y va desgranando las razones de esa españolidad que valora por encima de toda racionalidad y sentido práctico de la convivencia, la identidad de campanario.

¿Es un abuso de la memoria el intento de sacar a Franco del Valle de los Caídos? ¿Qué solución se debe dar al Valle de los Caídos?

Sacar a Franco del Valle de los Caídos es de sentido común, el mismo que tenía su familia cuando dudó de que se le enterrara allí. Si el Valle se construyó como mausoleo de los “mártires de la Cruzada”, Franco no debería estar ahí, que murió en la cama cuarenta años después. José Antonio Primo de Rivera tiene todo el derecho, pero como uno más.

La propuesta que hizo la comisión se explica desde el hondo sentido que tiene la figura de la memoria. La memoria, decimos, es justicia (reparación) pero también algo más. Sobre todo es algo más. La memoria del sufrimiento pasado, en efecto, se substancia en un “nunca más”, es decir, en no repetir los errores del pasado que produjeron tanto sufrimiento. Decir pues memoria es proponerse hacer la historia de otra manera. Y la mejor manera de conseguirlo, decía de nuevo Hannah Arendt, es el perdón. No lo decía por motivos religiosos sino lógicos: quien perdona sustrae su acción al embrujo de la reacción. Es hacer las cosas de otra manera, de nuevo. Nosotros queríamos que el Valle fuera un lugar de reconciliación. Partíamos del hecho, avalado por una comisión de forenses, de que, debido al deterioro de los restos cadavéricos, ya no se podían identificar los restos vía ADN. Aquellos españoles estaban “condenados” a vivir juntos. Era una buena ocasión para reflexionar y superar ese trauma histórico al que se refería Américo Castro. Para eso proponíamos sacar a Franco de allí, por lo dicho. También hacer un relato de cómo y por qué construir aquello. Eso es muy elocuente. En tercer lugar, una intervención artística en la explanada que equilibrara el poder simbólico de la Basílica. Finalmente, que figuraran todos los nombres, porque el lugar debía ser de todos… Tuvimos poco éxito. Unos decían, eso no se toca; y otros, la resignificación no es posible: lo que nació como mausoleo de los franquistas no puede cambiar de significación. A quien diga eso le invito a que vaya a Auschwitz, lleno de visitantes judíos que no van movidos por el sentido hitleriano de los campos sino convocados por el sufrimiento de sus seres queridos. Nosotros proponíamos hacer del Valle de los Caídos un lugar de la memoria de todos los españoles. Al parecer hemos llegado, como el loco de la Gaya Ciencia de Nietzsche, “demasiado pronto”.

Pienso a veces que nuestra propuesta se entenderá en 50 años. Cuando unos y otros hagamos duelo por la Guerra Civil y entendamos por qué Azaña, en su discurso del 18 de julio de 1938, hablaba de “paz, piedad, perdón”.

Usted ha sostenido que la memoria es justicia para las víctimas. ¿Se está haciendo memoria/justicia adecuada a las víctimas del terrorismo de ETA?

No creo. Me inquieta el discurso de la equidistancia, de la pluralidad de relatos. Hay demasiada prisa en pasar página o pasar por encima. Mire, en Alemania, en los años sesenta publicaron los psicoanalistas Alexander y Margarette Mitscherlich un estudio titulado “La incapacidad de duelo de los alemanes”. Los alemanes no fueron capaces de asumir sus responsabilidades después de la guerra –de hacer duelo– y por eso seguían siendo iguales que antes: igual de antisemitas, de anticomunistas, de tribales… El duelo ocurrió en los ochenta y les cambió la vida. Me pregunto si la sociedad vasca implicada en el terrorismo ha hecho duelo. Y es necesario porque es mucho lo que muere cuando se mata. Es como si esa sociedad no fuera consciente de cómo la complicidad con el terror envilece la convivencia, anestesia la virtud, incapacita para captar el daño que causa y el daño que uno se hace a sí mismo. En lugar de eso lo que llegan son muchas señales de exculpación. Y una de esas formas de exculpación es el mito de la pluralidad de relatos. Puede haber pluralidad desde el punto de vista biográfico (cada cual cuenta la feria como le va en ella) e histórico (los historiadores tienen sus propias perspectivas que si son opuestas se dirimen científicamente). Donde no puede haber pluralidad es en el juicio moral del pasado violento. Ahí sólo cabe una perspectiva, a saber, que matar a alguien por una causa política no es defender una idea sino cometer un crimen. Y eso quien mejor lo explica es la víctima, de ahí el reconocimiento de la autoridad de la víctima. No confundir esa autoridad con los discursos que se inventan las autoridades políticas cuando hablan “en nombre de las víctimas”. Esa es la lección principal que tenemos que transmitir y no perdernos en meandros explicativos que sólo buscan enmascarar la responsabilidad. Y sobre la equiparación de los Gal con Eta: naturalmente que hubo víctimas del Gal y que todas las víctimas son iguales en su inocencia. Pero su significación política es muy diferente. Para el Estado de Derecho, las acciones del Gal son delitos que debe perseguir (y por eso un ministro del Interior fue a la cárcel); para Eta, sus asesinatos eran actos heroicos: al asesino se le premia y se le festeja. Y hubo Gal porque hubo Eta. Los alemanes tardaron mucho tiempo en hablar de “los alemanes como víctimas”. Y las hubo. El Ejército Rojo causó muchas. Pero sólo osaron hablar de ellas cuando quedó establecida la culpa penal, moral y política de los alemanes.

¿Qué le parecen las pocas experiencias de encuentro entre víctimas y victimarios en el País Vasco? ¿Tendría sentido un impulso de la justicia restaurativa como la que se ha impulsado en Italia?

Pude participar en los encuentros de Nanclares de Oca, una singular experiencia en la que víctimas y victimarios se miraban de frente. El camino hacia una sociedad reconciliada pasa por el cambio interior de los protagonistas y adláteres de la violencia terrorista. El cambio interior supone saberse culpable y reconocer la autoridad moral de la víctima que puede devolver al culpable su dignidad. No entendí por qué no se fomentó esa experiencia y me pregunto quién puede estar interesado en la no recuperación de los victimarios para la sociedad. Esos exetarras parece que molestaban y no sólo al colectivo de presos. Ese tipo de iniciativas son fundamentales para lograr un nuevo tiempo. No basta denunciar en abstracto la violencia ni compadecer a las víctimas. Hay que preguntarse por la complicad de todos y cada uno de nosotros con los violentos y eso cuesta a los bienpensantes o a los que hoy administran la memoria. Esos encuentros son importantes porque abren la puerta a la recuperación de los victimarios, necesaria para inaugurar un nuevo tiempo.

No hay que admitir la distinción entre “nacionales” y “nacionalizados”. Y hay que exigir que el ser humano sea siempre un ciudadano

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