Cartas desde la frontera / XXVI

Me abandonaron a mí, fuente de agua viva

Escrituras · IGNACIO CARBAJOSA
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1 mayo 2023
El misterio de la irracionalidad del pecado, o dicho de otro modo, el misterio de la estupidez implícita en el perseguir cosas que nos dejan vacíos, no es solo de Israel. Lo conocemos bien nosotros mismos.

Querido Pascual,

 

Junto a los edificios que forman parte de la Divinity School (donde estudio) se encuentra el Harvard Museum of Ancient Near East, que recoge materiales de las numerosas campañas arqueológicas de esta Universidad en Egipto y Mesopotamia. La parte dedicada a los imperios asirio y babilónico permite entender el contexto histórico que vivió el pueblo elegido entre los siglos VIII y VI a.C., justo el periodo de la gran predicación profética. El reino del Norte o Israel desapareció con la destrucción de su capital, Samaría, en el 721 a.C., a manos de Sargón II, rey asirio. El reino del Sur o Judá sufrirá también la destrucción de su capital y posterior exilio de la población, en el 586 a.C., a manos del gran Nabucodonosor, rey de Babilonia.

Los profetas han atribuido siempre la destrucción y el exilio, sufrido a manos de los grandes imperios, a la testarudez del pueblo elegido. A pesar de haber tenido en su historia grandes signos de que el Señor velaba por ellos, no se han acabado de fiar y han preferido buscar seguridad en las alianzas internacionales y en la idolatría. Pero ni las alianzas con otros reinos para combatir al imperio, ni el recurso a los ídolos, les salvó del destierro.

La predicación de los grandes profetas busca ser eficaz, de modo que el pueblo recapacite y vuelva a confiar en el Señor. Para ello, desafían al corazón de Israel (es decir a su razón y a su libertad) con un despliegue asombroso de recursos (metáforas, vocabulario, imágenes, argumentos, etc.) que representan, desde el punto de vista literario, una de las cumbres de la Biblia. Y es que el comportamiento de Israel puede tildarse de irracional, visto que va en contra de su propia experiencia. Y los profetas desvelan ese aspecto de irracionalidad o estupidez, para favorecer la vuelta de Israel a su Señor. Siempre me ha impresionado este uso de la razón por parte de los profetas de Israel varios siglos antes de la aparición de la gran filosofía griega (con Platón y Aristóteles), en el siglo IV a.C. Recorramos juntos uno de los textos en los que mejor se ejemplifica este discurso persuasivo de los profetas, concretamente el capítulo segundo del libro de Jeremías.

Situémonos en los años previos a la caída de Jerusalén. Judá ha contemplado ya la ruina del reino del Norte, pero no recapacita y sigue el mismo camino que sus hermanos, poniendo su confianza en los ídolos y en las alianzas internacionales para defenderse de Babilonia. El profeta Jeremías da voz a un lamento del mismo Dios, que ha tratado con amor de esposo a su pueblo, y ahora Judá le responde como una mujer adúltera, que se olvida de su marido:

“Grita y que te oiga todo Jerusalén: Esto dice el Señor: Recuerdo tu cariño juvenil, el amor que me tenías de novia, cuando ibas tras de mí por el desierto, por tierra que nadie siembra. Israel era sagrada para el Señor, fruto primero de su cosecha: quien probaba de ella lo pagaba, la desgracia caía sobre él —oráculo del Señor—. Escuchad la palabra del Señor, casa de Jacob, tribus todas de Israel. Esto dice el Señor: ¿En qué falté a vuestros padres para que fueran alejándose de mí? Siguieron vaciedades y se quedaron vacíos” (Jr 2,2-5).

En el origen de la alianza entre el Señor y su pueblo hay una historia de amor, que nace en el desierto, después de la liberación de Egipto, y se consagra con los desposorios en el Sinaí (alianza). Israel era la primicia de la cosecha del Señor, y no permitía que ninguna nación la tocara. Por eso la infidelidad del pueblo no tiene razón de ser, es irracional (“¿en qué falté a vuestros padres para que fueran alejándose de mí?”). Se puede entender que uno rompa una alianza porque es opresora o porque ha encontrado algo mejor. Pero Israel no ha seguido algo mejor sino “vaciedades y se quedaron vacíos”.

Cuando Judá empieza a experimentar la amenaza de Babilonia, trata de defenderse con los recursos habituales de una nación, sin caer en la cuenta de que no fueron los carros y los caballos los que le liberaron del poder del Faraón en Egipto: “No fueron capaces de preguntarse: «¿Dónde está el Señor, que nos trajo de Egipto, que nos guio por el desierto, por estepas y barrancos, por tierra sedienta y oscura, tierra que nadie atraviesa, en donde nadie se asienta?» (Jr 2,6). La memoria de aquella liberación les podría llevar a preguntarse “¿dónde está ahora el Señor?” y mendigar su protección. Pero no lo hacen. Les parece más “concreta” una estrategia militar.

Se trata de una especie de desmemoria de todo el pueblo: “Los sacerdotes no preguntaban: «¿Dónde está el Señor?». Los expertos en leyes no me reconocían; los pastores se rebelaban contra mí, los profetas profetizaban por Baal, fueron tras ídolos que no sirven de nada” (Jr 2,8). Todos los estamentos que nacieron fruto de la alianza de amor (el sacerdote para el culto, el escriba para enseñar la Ley, el pastor o rey para guiar al pueblo, el profeta para llevar la palabra de Dios) sufren una extraña desmemoria: se olvidan del primer amor que está en el origen de sus oficios.

Y todo ello por nada, es decir, sin “ganar” nada. Aquí es donde el profeta carga las tintas, para despertar a Judá de su sopor. A nadie le importa que le tilden de rebelde o infiel si algo gana con ello. Pero que te tilden de estúpido te toca la moral… La imagen que usa Jeremías a continuación es realmente eficaz y describe bien esa misteriosa irracionalidad que está detrás de la infidelidad de Judá:

“Navegad hasta las costas de Quitín, y mirad, despachad gente a Cadar, e investigad si allí ha sucedido cosa semejante: ¿Cambia de dioses un pueblo? —y eso que no son dioses—; pues mi pueblo cambió su Gloria por dioses que no valen nada. Espantaos, cielos, de ello, horrorizaos y temblad aterrados —oráculo del Señor—, pues una doble maldad ha cometido mi pueblo: me abandonaron a mí, fuente de agua viva, y se cavaron aljibes, aljibes agrietados que no retienen agua” (Jr 2,10-13).

Quitín y Cadar eran poblaciones conocidas por su comercio, gentes a las que no se les podía engañar en los intercambios. El profeta propone investigar si alguna vez se ha dado un “intercambio” como el que ha realizado Israel. Los pueblos no cambian de dioses: de hecho, lo que hacen es añadir un dios a otro, visto que cada uno domina una parcela y no son celosos. Pues bien, Israel ha cambiado su Gloria (es decir, su Dios que era su Gloria) por algo sin valor. Vamos que, como decíamos antes de la llegada del euro, ha vendido duros a peseta (un negocio pésimo). En la comparación con la que se cierra esta “investigación” se alcanza el colmo de la irracionalidad de Israel: al abandonar al Señor, Judá ha abandonado una fuente de agua corriente (que es un tesoro en una tierra árida) y se ha construido cisternas agrietadas que pierden agua (una buena definición de los ídolos).

Querido Pascual, el misterio de la irracionalidad del pecado, o dicho de otro modo, el misterio de la estupidez implícita en el perseguir cosas que nos dejan vacíos, no es solo de Israel. Lo conocemos bien nosotros mismos. San Pablo, judío por los cuatro costados y a la vez enamorado de Cristo, describía ese misterio diciendo: “no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco” (Rom 7,15). Ahora bien, el mismo apóstol no se queda ahí y añade: “¡Desgraciado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? ¡Gracias a Dios, por Jesucristo nuestro Señor!” (Rom 7,24). En efecto, San Pablo sabe que el misterio de la iniquidad humana ha sido la ocasión para desvelar un misterio más grande: el de la salvación que ha traído Jesucristo.

Nosotros todavía tenemos que ver cómo Dios usa esa infidelidad (irracional) de Israel para hacer algo nuevo que ha llegado hasta nosotros. ¡Pero hay que hacerlo paso a paso!

 

Un abrazo

 

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