Cartas desde la frontera / XXV

Contra el culto formal

Escrituras · IGNACIO CARBAJOSA
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24 abril 2023
Nosotros podemos darnos cuenta de nuestro mal y corregir nuestra posición, e incluso pedir perdón, pero ¿quién nos perdona incondicionalmente? Dicho de otro modo, ¿quién es capaz de borrar nuestro mal y las consecuencias que introduce en el mundo?

Querido Pascual,

 

Una de las zonas más bonitas de esta universidad es lo que se llama Harvard Yard, una gran manzana que encierra, en una zona verde, los edificios más representativos, empezando por la imponente Widener Library. Aquí es donde se celebran las graduaciones al “estilo americano” que habrás visto más de una vez en las películas. Uno de estos días, mientras paseaba por los jardines de Harvard Yard, pasé junto al edificio de la Facultad de Filosofía y me llamó la atención la enorme inscripción grabada en su frontispicio: “What is man that thou art mindful of him?”. Se trata de una cita del Salmo 8: “¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él?”.

Me impresionó el hecho de que una Facultad de Filosofía decidiera resaltar esta pregunta llena de asombro como el origen de toda filosofía. De hecho, siendo el ser humano poca cosa, tiene la capacidad de abarcar con su razón y entendimiento el mundo entero. He de confesar que mientras contemplaba la fachada del edificio me preguntaba si una frase bíblica como esta seguiría siendo hoy el punto de partida en una Universidad como esta, cuyo lema es “Veritas” (verdad), pero que a la vez está en la punta de lanza de la ideología que lidera el cambio de época que vivimos.

En cierto modo podemos hacer un paralelismo con lo que el profeta Isaías tiene que afrontar en el siglo VIII a.C. Aunque el pueblo elegido tiene a sus espaldas un pasado glorioso en su relación con Dios, que ha generado el don de la alianza, de la ley, del culto y de las instituciones, estos grandes dones empiezan a vivirse de un modo formal, vacíos de su significado. Es entonces cuando empieza la predicación de Isaías, dirigida al reino del Sur o Judá (recuerda que en esta época el pueblo elegido está dividido en dos reinos):

“Oíd la palabra del Señor, príncipes de Sodoma, escucha la enseñanza de nuestro Dios, pueblo de Gomorra. «¿Qué me importa la abundancia de vuestros sacrificios? —dice el Señor—. Estoy harto de holocaustos de carneros, de grasa de cebones; la sangre de toros, de corderos y chivos no me agrada. Cuando venís a visitarme, ¿quién pide algo de vuestras manos para que vengáis a pisar mis atrios? No me traigáis más inútiles ofrendas, son para mí como incienso execrable»” (Is 1,10-13).

El profeta no se anda con chiquitas. Es difícil encontrar una comparación más humillante para el pueblo elegido y sus dirigentes: el profeta les llama “príncipes de Sodoma” y “pueblo de Gomorra”, identificándolos con los habitantes de esas dos ciudades. No hace falta que te explique a qué se dedicaban estas dos urbes destruidas por la ira divina: su nombre lo dice todo. Después de este insulto inicial, el profeta transmite la palabra de Dios que, sorprendentemente, es un ataque frontal al culto. Un sacerdote del templo que escuchara las palabras de Isaías se podría preguntar: “¿pero qué mosca le ha picado al profeta (y a Dios, si es que habla de su parte)? En este templo cumplimos con todas las prescripciones de la Ley; no faltan los sacrificios rituales, ofrendas y holocaustos. ¿De qué se queja?”.

La razón de esta diatriba contra el culto la da a continuación Dios mismo por medio del profeta: “Vuestros novilunios [fiestas litúrgicas de luna nueva] y solemnidades los detesto; se me han vuelto una carga que no soporto más. Cuando extendéis las manos me cubro los ojos; aunque multipliquéis las plegarias, no os escucharé. Vuestras manos están llenas de sangre” (Is 1,14-15). Las palabras del profeta no anuncian el final de los sacrificios, que vendría solo mucho más tarde, con la llegada del Mesías. Dios rechaza los sacrificios y el culto en general porque está vacío, es formal, ya no dice de un afecto y un agradecimiento al Señor que se ha dado a conocer a Israel entre todas las naciones. Y el culto no es solo vacío: se lleva a cabo con manos “manchadas de sangre”, es decir, después haber cometido injusticias, despreciando la ley del Señor que protege a los más débiles.

A nosotros la razón que esgrime Dios, a través del profeta, para rechazar el culto nos parece razonable. Al fin y al cabo, la ofrenda no hace más que mediar en la relación entre Dios y el oferente. Si la intención es buena, la ofrenda es buena. Si el corazón es malo, la ofrenda es vacía o formal. Esa fue la diferencia entre la ofrenda que presentó Abel y la que presentó su hermano Caín. Por eso agradó a Dios la primera y rechazó la segunda. Sin embargo, esto que damos por descontado hoy en día resultaba inconcebible en la dinámica religiosa mesopotámica que rodeaba a Israel.

En efecto, en los rituales de culto mesopotámicos la “técnica” juega un papel fundamental: el resultado buscado con una ofrenda se obtiene si no hay defecto de forma. La “actitud” del oferente era algo indiferente para alcanzar el resultado. Nadie pide al fontanero que arregle el grifo con buena cara… se le paga porque lo ha hecho técnicamente bien, sin importar su “actitud”. En el mundo greco-romano regía la misma dinámica. Dice Gustav Bardy en un libro que te recomiendo (La conversión al cristianismo en los primeros siglos, ed. Encuentro, pp.21-22):

“Si se hace caso a Cicerón, el término religión debe reconducirse al verbo relegere: «… a aquellos que volvían con el pensamiento a las cosas que concernían al culto y a los dioses, y, de alguna manera, lo releían (relegerent), se les llamaba religiosos, de relegere (repasar con el espíritu)». Esta etimología concuerda bien con el carácter formalista de la religión romana, en la que las fórmulas y los ritos se sometían minuciosamente a una reglamentación (…). Además de la etimología, todos los autores antiguos están de acuerdo en afirmar que la esencia de la religión consiste en practicar exactamente las ceremonias impuestas por la costumbre (…). Cicerón declara que la santidad es la ciencia del ritual”.

Esta dinámica, que es absolutamente extraña a la historia de la salvación que empieza con la llamada de Abrahán, parece haber entrado en el culto del pueblo elegido. Dios rechaza de plano la mecánica del do ut des (“te doy para que me des”). La relación que el Señor ha establecido con el pueblo es una relación de amor, no comercial. A través del profeta, Dios llama a su pueblo al arrepentimiento y la conversión: “Lavaos, purificaos, apartad de mi vista vuestras malas acciones. Dejad de hacer el mal, aprended a hacer el bien. Buscad la justicia, socorred al oprimido, proteged el derecho del huérfano, defended a la viuda” (Is 1,16-17).

Cuántas veces me has hablado del dolor que te produce tratar mal a Beatriz. De ese dolor nace en ti la petición de perdón, el “dejar de hacer mal y aprender a hacer el bien”. Pero cuántas veces me has dicho también que lo que realmente rehace la relación con ella es cuando te perdona o cuando te abraza sin estar determinada por tu mal. Y es que entre la petición de perdón (o el dolor y el deseo de cambio) y el perdón recibido media un abismo. El perdón es siempre un don, un regalo, algo que no “se me debe” por justicia.

Israel hizo la misma experiencia que tú. Después del llamamiento a la conversión, el Señor dice a su pueblo: “Venid entonces, y litigaremos —dice el Señor—. Aunque vuestros pecados sean como escarlata, quedarán blancos como nieve; aunque sean rojos como la púrpura, quedarán como lana” (Is 1,18). Nosotros podemos darnos cuenta de nuestro mal y corregir nuestra posición, e incluso pedir perdón, pero ¿quién nos perdona incondicionalmente? Dicho de otro modo, ¿quién es capaz de borrar nuestro mal y las consecuencias que introduce en el mundo? El verbo “litigar”, usado por Isaías, es muy gráfico: una vez que el pueblo es consciente de su culpa, el Señor invita a una batalla entre la suciedad de nuestros pecados y de nuestro mal (el rojo de la sangre que mancha la ropa era el color de la suciedad en aquella época) y la energía divina para “limpiar” todo, como no lo haría el mejor de los detergentes.

Este perdón rehace la relación de Dios con su pueblo. Ahora bien, no hay nada automático: el pueblo necesita reconocer su mal y aceptar el perdón. De hecho, el profeta cierra este oráculo con una alternativa que vamos a ilustrar durante las próximas semanas: “Si sabéis obedecer, comeréis de los frutos de la tierra; si rehusáis y os rebeláis, os devorará la espada —ha hablado la boca del Señor—” (Is 1,19-20). Se trata de una alternativa que desafía la razón y la libertad de Judá: si sigue al Señor la vida le irá bien (en el sentido de que establecerá la justa relación con las cosas y personas); si se rebela y afirma su autonomía, la realidad le pasará factura (en el sentido de que tratar mal la realidad tiene consecuencias). Como veremos en las próximas cartas, el pueblo no siempre elige obedecer: su testarudez le lleva a moverse de modo irracional.

Saluda a Beatriz de mi parte. ¡Una relación afectiva es siempre fuente de rica experiencia! De hecho, Dios la utiliza como paradigma de la relación con su pueblo precisamente en los libros proféticos. Pero no nos adelantemos.

 

Un abrazo

 

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