La sociedad de las mil islas

España · GONZALO MATEOS
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7 septiembre 2023
Ante los resultados de las pasadas elecciones huyamos de vivir como islas, por muy bella que sea la nuestra o muy afín o adverso que nos sea el próximo presidente del gobierno.

La noche el 23 de julio me fui a dormir inquieto. No sólo por la sorpresa electoral que abría un escenario insospechado. Mis pensamientos también volaron hacia un par de amigos. Uno de ellos, afiliado por familia y por convencimiento al PSOE, miembro de uno de los gabinetes más importantes del gobierno, desde hace meses me había estado mostrando preocupado su pesimismo frente a las expectativas del 23J. Daba por perdidas las elecciones y se preparaba para la transición hacia la oposición. Yo le animaba diciendo que todo en política es posible y que no diera nada por supuesto. En la noche electoral me mandó un mensaje dándome las gracias por mis augurios y mostrando su entusiasmo, aunque con algo de preocupación. Ya está trabajando en lo que cree que probablemente será un nuevo mandato de Pedro Sánchez.

Me acordé de otro buen amigo, antiguo cargo del gobierno de Rajoy, que había trabajado en firme y con mucha ilusión en la que consideraba como segura victoria popular, incluso con una probable mayoría absoluta. Había ayudado a la redacción del programa electoral y se había implicado en la campaña. Estaba desolado, confundido y algo airado. La larga espera, que se presumía cerca de acabar, debía de prolongarse algo más, quien sabe cuánto. Y había hecho planes para entrar en la nueva administración, incluso quemando las naves con su puesto de trabajo actual. Ahora me cuenta que está otra vez la espera, en la incertidumbre y la desazón.

Otra compañera, muy joven y radical, asesora de un gabinete de uno de los partidos de la coalición Sumar, ya sabía lo que haría después de las elecciones. Los medios de derechas no dejarían por más tiempo que su partido siguiera en el gobierno. Se había propuesto opositar a funcionaria de carrera porque había vislumbrado su vocación viendo trabajar a los compañeros de su entorno. Me había pedido ser su preparador. De repente, una expectativa inesperada: seguir en el gabinete unos años más sin tener que encerrarse a estudiar. Dudas, esperanzas, y una pretensión nunca saciada.

Me acordé también de algún amigo que ha votado con convencimiento a VOX seguro de que los resultados les harían por fin ver sus ideas reflejadas en el programa de gobierno. Tras el 28M, habían albergado todo un sinfín de expectativas. En medio de la noche electoral, y también después, me expresa cierto desafecto sobre el funcionamiento de la democracia culpando a los medios de comunicación pública de su fracaso. Desilusión, resignación y persistencia en la posición.

Los cuatro, y yo mismo algunas veces, tenemos algo en común: una relación similar con el poder.  El poder entendido como interés propio con los que llevar a cabo nuestros logros particulares o los beneficios para los que consideramos como los nuestros, los de nuestro pueblo, facción o tribu. No es en principio nada malo. Es lícito querer ejercer el poder para lo que consideramos de justicia, particular o colectiva. Pero el problema es que no vamos más allá. No consideramos que el ejercicio del poder pudiera ser también un deber, un servicio para los que no son como “nosotros”. Profesamos una concepción utilitarista y pragmática del poder público. Ya se vio en campaña: una lucha sin cuartel sin poder alzar la mirada. La política como una carrera de obstáculos a derribar. Nada de dramaticidad ni tensión ideal. Nada de debates ideológicos sobre la situación y las soluciones comunes, nada sobre una reflexión y una respuesta conjunta a los desafíos que se imponen como acuciantes. Ya se resolverán cuando lleguemos al gobierno, y en ese momento sí, meditar y pedir pactos a los vencidos desde la poltrona.

Es lo que muchos nos han advertido. Todos vivimos de una misma cultura política de la que difícilmente podemos desprendernos. Un espíritu de violencia donde el objetivo es el éxito en el dominio de la sociedad. Pero nuestra historia reciente nos muestra que cuando el ideal del hombre y de la sociedad se reduce a lo material, la política se envilece y pierde todo su atractivo. No existe un orden sobre el hombre, más bien es el hombre quien construye el orden. Lo vemos muy claro en los nacionalismos excluyentes que negocian las condiciones para su voto en la moción de investidura. El terreno propicio para el nacionalismo excluyente, para el radicalismo antidemocrático. Mera imposición de condiciones que nos lleva a la guerra de trincheras y la sacralización de los resultados y de los medios para alcanzarlos. Y nada de racionalismo o coherencia con los principios del partido, o con los nuestros propios. Ningún horizonte más allá que la sagrada detentación del poder.

En su reciente libroOur Own Worst Enemy: The Assault from within on Modern Democracy”, Tom Nichols afirma que el voto debería presuponer que comprendo lo que los que se presentan me proponen, pero que tal reflexión se vuelve imposible cuando la emoción, el cinismo y el interés propio se convierten en lealtad tribal y en “partidismo negativo”: la idea de que todos los partidos son malos, pero que el de los demás son mucho peor que el mío y, por lo tanto, debo votar en contra de ellos. Este es el peor de todos los mundos políticos, en el que los votantes (y los políticos) creen que están siendo fieles a un conjunto de ideas, pero en realidad actúan movidos por emociones y racionalizaciones contradictorias. Aunque con honrosas excepciones, los electores proyectamos nuestro propio egocentrismo en nuestros elegidos, porque sabemos lo que haríamos con el poder político y asumimos que todos los demás harían lo mismo. O a lo sumo que quien ejerza el poder lo haga sin molestarnos y sin trastocar nuestro cómodo y burgués modo de vida.

En verano he tenido la oportunidad de visitar un Parque Nacional de las Mil Islas, un archipiélago norteamericano de 1.864 islas que se extiende en el río San Lorenzo durante 80 kilómetros de río entre la provincia canadiense de Ontario y la estadounidense de Nueva York. Las Mil Islas albergan castillos, naufragios, parques nacionales, mansiones lujosas, pequeñas cabañas muy cuidadas y extravagantes así como un sinfín de lugares de recreo, comida y música. Para ser considerada una isla del parque, un terreno debe permanecer sobre el agua durante todo el año y sustentar al menos un árbol vivo. Las hay públicas, pero la mayoría son privadas. Navegando por ellas me asaltaba una tentación. La de vivir sólo o con algunos de los míos en una de esas idílicas islas. Con nuestras propias reglas, nuestra manera de vivir y sin tener que dar cuentas a casi nadie salvo para proveernos ocasionalmente de suculentos víveres y pequeños placeres. “No man is an island” decía John Donne en el siglo XVII. En el XX William Golding nos narró en el Señor de las Moscas que no caben islas paraíso sin violencia. Huyamos de vivir como islas, por muy bella y perfecta que sea la nuestra o muy afín o adverso que nos sea el próximo presidente del gobierno.


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