La inmensa suerte de haber nacido en este tiempo
“La idea de un segundo mandato de Trump me horroriza y me aterroriza. Pero a mis amigos progresistas más apocalípticos les digo: sólo le estáis ayudando. Donald Trump prospera en una atmósfera de amenaza. El autoritarismo florece en medio del pesimismo, el miedo y la rabia”. David Brooks, el gran columnista del New York Times, daba hace unos días la clave del auge de la autocracia. Una autocracia que puede tener el nombre de Trump, de Putin, del nacionalismo teológico de Israel, del integrismo islámico, de la extrema-derecha europea o del populismo de izquierdas. El origen: el miedo y la rabia.
Ese es el problema de los demócratas, de cuatro años de mandato de Biden. No han sabido ofrecer una alternativa para superar “la cultura de la negatividad depresiva” con la que se alimenta la reelección de Trump.
Vivimos, señala con acierto Brooks, una nueva forma de “comunitarismo”, de exaltación del valor de la comunidad que no se basa en una ilusión o en una vibración compartida. Lo que “une” es la convicción de que la sociedad está rota, las instituciones podridas, la verdad abandonada, los valores morales pisoteados. Retorna el viejo maniqueísmo.
Jonathan Haidt y Greg Lukianoff identificaron hace diez años a este fenómeno lo identificaron como un «proteccionismo vengativo». Las comunidades tienen la forma de una «solidaridad hostil». Para demostrar que eres alguien ilustrado tienes que sostener que vivimos en la peor crisis de la historia. La luz que se enciende en el corazón y en la razón del hombre en el contacto con la realidad se ha apagado. Ni siquiera la necesidad que a menudo aflora a través de la grieta es positiva. Si tu análisis no es apocalíptico, eres ingenuo, no tienes urgencia moral. Eres cómplice del statu quo.
Hace ya algunos años Fabrice Hadjadj, con un lenguaje teológico fácilmente traducible en términos de convivencia civil, ya denunciaba que está es la dinámica propia de las sectas: “lo que es externo a la secta le es externo y, por lo tanto, hay que ignorarlo, suprimirlo o absorberlo. Lo que es externo a la Iglesia le es también interno, porque lo externo a la Iglesia ha sido creado por la propia cabeza de la Iglesia”. El francés en un librito titulado provocativamente La suerte de haber nacido en nuestro tiempo señalaba: “esta situación terrible en la que ya no hay nada que se considere obvio es en realidad espléndida, porque así las cosas, solo cabe que todo vuelva a empezar en Dios (…) si vivimos en un tiempo de miseria, es que es un tiempo bendecido de misericordia”.
Pero tenemos miedo y rabia. “Así estoy yo sin ti” se titula la vieja canción de Sabina para describir el estado del que ha quedado solo: “vacío como una isla sin Robinson, violento como un niño sin cumpleaños, febril como la carta de amor de un preso…”. La soledad, el miedo y la rabia no nos obligan necesariamente a ser apocalípticos. Si nos atenaza el miedo es porque no queremos perder lo que en cierto modo ya poseemos. Si nos sacude la rabia es porque, misteriosamente, como una gran montaña detrás de la niebla, sigue viva en nosotros y nos urge la ambición de comprender, de que alguien nos page una deuda que solo intuimos, de que alguien nos repare, de que alguien nos haga justicia, una justicia que no alcanzamos a imaginar. Corremos detrás de los predicadores religiosos y de las utopías políticas que nos prometen pagar la deuda, acallar la inquietud, dar reposo a la ambición. Sin poder o querer entender que el estado de crisis, el estar esperando siempre un cambio, es nuestro mejor recurso, lo que nos hace humanos.
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