“La experiencia social ya no es de encuentro sino como una defensa”

Entrevistas · Juan Carlos Hernández
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17 febrero 2022
Conversamos con Alicia García Ruíz sobre la salud de nuestra democracia que no es un régimen perfecto pero sí mejorable según la Profesora de Filosofía de la Universidad Carlos III.

Hace algunos años escribía un artículo en El Confidencial donde afirmaba que “la cultura actual parece virar progresivamente hacia una cultura del miedo, gobernada desde y para producir miedo. Cuando se reduce la interacción con otros a potencial permanente de peligro, toda experiencia que se pueda concebir en el espacio social se convierte en un algoritmo de riesgo, que ha de ser calculado y gestionado”. Creo que sigue siendo muy actual el juicio que usted aportaba. ¿Hemos empeorado con la pandemia hacia la cultura del miedo que usted describe?

Desgraciadamente, creo que sí. La pandemia ha agudizado procesos en los que ya vivíamos inmersos, como esa consolidación de una cultura del miedo a la que se refiere. Digo consolidación porque la generación de un clima social de temor y una obsesión por la idea de seguridad no es algo sobrevenido de pronto sino que lleva ya décadas entre nosotros configurando los espacios y los tiempos sociales. La pandemia no ha hecho sino extremar esta ideología de la seguridad, bajo la cual la experiencia social ya no es una experiencia del encuentro con los demás sino que se vive como una defensa frente a los peligros potenciales que los otros traen consigo.

El miedo siempre ha sido un principio de gobierno y es tentador utilizarlo como medio para tener a una población desmovilizada, temerosa y dócil pero esta utilización abre la puerta a formas arbitrarias de ejercer el poder, a través de un control total asumido por los propios ciudadanos porque se argumenta que es “por su propio bien”. El resultado es una tensión entre los conceptos de libertad y seguridad que, en épocas caracterizadas por la omnipresencia del miedo como emoción social fundamental, abre la puerta a formas poco democráticas de ejercer el poder, consentidas por los propios individuos. Si durante décadas vimos, por ejemplo, consolidarse el espacio urbano bajo lo que algunos autores han llamado una arquitectura del miedo que segrega barrios pobres y aísla barrios ricos o la proliferación de anuncios de empresas de seguridad destinados a vender la idea de que ni siquiera la propia casa es un lugar seguro y hay que fortificarlo, imagínese el grado de paroxismo que estos procesos han alcanzado con la presencia de un enemigo invisible, un virus, ante el cual hay que confinarse domiciliariamente y recortar la libertad de movimiento por las ciudades.

No digo que no fueran medidas necesarias en su día, lo que estoy diciendo es que si no son consideradas de modo excepcional pueden abrir la puerta a una naturalización progresiva de mecanismos de control social, que ponen en tensión todas nuestras ideas históricamente asumidas respecto a derechos básicos. Por no hablar de que la conflictividad social derivada del empobrecimiento y crisis económica no se combate con cerrojos y alarmas sino con instrumentos y regulaciones que proporcionen los medios básicos de vida para la población y con ello la restauración progresiva de la confianza social.

“La lógica política actual es permanentemente electoralista”

Hace 20 años el Congreso estaba dominado por dos fuerzas de centro derecha y centro izquierda, hoy el Congreso se ha atomizado y parecen no tener nada en común. ¿La clasificación derecha/izquierda se ha diluido? ¿Estamos en un tiempo nuevo?

A mi juicio sigue existiendo esa distinción, pero en este momento necesitamos hacer que funcione de otro modo. Este modo ha de ser muy distinto a la permanente obstaculización mutua que estamos viviendo y que dificulta la consecución de objetivos por encima de la lógica partidista, cosa absolutamente esencial en un momento histórico como en el que estamos, con una crisis cuyo alcance aún se nos escapa. Me refiero a objetivos que apunten al interés general, o expresado de un modo más ético, al bien común.

La aparición de nuevos agentes puede significar atomización, en efecto, pero también pluralidad. Depende de la orientación de esos agentes y su visión política, que debe ser escrupulosamente democrática, y de la capacidad de innovar hacia una cultura política de cooperación. Esto último parece muy difícil precisamente porque la lógica política actual es permanentemente electoralista. El sistema político se desgasta cuando se convierte en autorreferencial, orientado únicamente hacia el desplazamiento en posiciones de poder pero no hacia la parte de gestión que requiere una perspectiva más amplia. Se extiende lo que por su naturaleza es temporal, la maquinaria electoral y se encoge lo que por su naturaleza debería tener períodos dilatados, la puesta en marcha, desarrollo y evaluación de políticas públicas.

“El diagnóstico contemporáneo sobre el estado sumamente deteriorado de la vida democrática debería servir para fortalecerla y no para debilitarla”

Se perciben muchos factores que dañan la credibilidad de nuestra democracia. La falta de independencia judicial, un Congreso convertido en muchas ocasiones en un teatro que parece alejado de los problemas reales de las personas, las tensiones de los independentistas… ¿Hasta qué punto goza de buena salud la democracia en España?

La democracia no es y nunca ha sido un régimen perfecto, pero sí es perfectible, es decir, mejorable. Es esencial tener en cuenta esta distinción. El diagnóstico contemporáneo sobre el estado sumamente deteriorado de la vida democrática debería servir para fortalecerla y no para debilitarla, como sucede también a menudo hoy. Ese es el objetivo de toda crítica constructiva, reconocer que tenemos problemas, sí, pero entender esta identificación como el paso necesario para poder resolverlos. Para realizar equilibradamente este análisis deberíamos guardar un equilibrio entre las expectativas que asignamos a la forma de gobierno democrático y la realidad de su funcionamiento, que difícilmente, por no decir nunca, satisfará todas las expectativas y exigencias depositadas en él. Este equilibrio y en cierto modo este desencanto son fundamentales para evitar tanto idealizaciones inalcanzables como su contrario, una crítica demoledora y destructiva, que más que apuntalar la vida pública la está diluyendo en un juego insano de enfrentamientos cainitas. Como sucede con la vida, tan sólo alguien extremadamente inmaduro o enfermizamente autoritario sueña con un mundo hecho a su medida.

¿Qué papel debe jugar la ciudadanía frente a esto?

La clase política en general debería ser severamente reprendida por la ciudadanía por el lamentable espectáculo de división que dieron el año pasado en plena crisis y automáticamente deslegitimado cualquier grupo que pretenda capitalizar el malestar social en vez de aportar su fuerza crítica junto a su capacidad cooperativa en asuntos en los que esté en juego el bienestar general. Si el objetivo de una política de confrontación puramente electoralista es la adquisición del poder la pregunta inmediata que debería fiscalizar su actividad es para qué desean gobernar. Y en la respuesta a esa pregunta está implícita la obligación fundamental de gobernar para todos, lo que antes o después lleva a tener que llegar a acuerdos. Lo que detecto en todos los asuntos que menciona es una corrosiva desinstitucionalización en el sentido de que la pura batalla por la posesión del poder sin plantearse siquiera el para qué se gobierna destruye completamente la noción de algo que sirva como un techo común para todos, algo que es la institucionalidad, que no puede pertenecer a nadie en concreto.

“Debemos dar una continuidad y una estabilización institucional a esas formas espontáneas de compasión y heroísmo anónimo que vimos durante el tiempo más duro de esta crisis”

Lo que hemos pasado con la pandemia ha sido ocasión para que mucha gente se plantee qué vida llevamos, cómo queremos vivir. Intuyo que ha emergido una necesidad de significado. Estas tensiones que genera la búsqueda de una vida buena, ¿podrían tener que ver con los nuevos movimientos políticos que aparecen y que pretenden ser respuesta al desarrollo de esta vida buena?

Que la finalización de esta pandemia como una gripalización o como se le quiera llamar se considere lo máximo que podemos hacer, sin tocar nada más, debería ponernos en guardia contra la tentación de pasar página demasiado rápido. No habremos logrado nada si consideramos que seguir tal como estábamos es el máximo logro, será como un pedaleo en el vacío y desde luego la necesidad de sentido no puede proceder de un regreso al lugar donde estábamos, que ni siquiera es posible. Se dice que vivíamos bien sin saberlo y aunque en cierto modo pueda ser verdad, también esconde una trampa: no vivíamos en un buen mundo.

Durante la pandemia, por lo menos en un país solidario como el nuestro, se vieron florecer a diario formas inéditas de cooperación que creíamos desaparecidas. No son flor de un día: forman parte de nuestra plural pero característica manera de ser, como cualquiera que haya vivido en el extranjero ha podido comprobar. Nuestros índices de vacunación por convicción, la paciencia y colaboración mutua de la población, la abnegación de los sanitarios –tan maltratados aún por las políticas públicas– son rasgos que se han manifestado, como una luz parpadeante pero firme, en un momento en el que muchos los daban por perdidos. No tengamos prisa por regresar a esa mal llamada “normalidad” de prisas, egocentrismo, banalidad. Tal vez no hemos descubierto nada nuevo sino que, por un momento, hemos recordado cómo somos. Debemos dar una continuidad y una estabilización institucional a esas formas espontáneas de compasión y heroísmo anónimo que vimos durante el tiempo más duro de esta crisis. Hay una frase de Rilke que siempre he tomado por lema personal: “Has de cambiar tu vida” como un escultor que esculpiera su propia existencia. El imperativo de cambio es la salida más inteligente y moralmente sólida a la explosión de una crisis. Esto se cumple por igual en las crisis personales y en las colectivas. Somos seres en continuo aprendizaje y adaptación.

¿Es necesario indagar en lo que nos es común?

Es hora de hacer una profunda reevaluación de nuestras formas de relacionarnos, de que emerja una dimensión común, relacional, que no nos envíe siempre a lo que nos separa sino a lo que nos une. El estrés postraumático que sin duda nos espera pondrá en peligro constante esta llamada a lo común, mediante la tentación de salidas irracionales y desbocadas que ya están siendo aprovechadas para capitalizar el malestar por parte de grupos políticos especializados en la política de la confrontación y que arrastran al resto del espectro parlamentario. No podemos permitir una marcha atrás en el proceso de toma de conciencia de nuestro carácter compartido e interdependiente que la historia nos ha forzado a hacer. Todo este sufrimiento y su lección no pueden caer en saco roto. La solución a esta pandemia no es una vuelta al pasado sino una suprema lección de relacionalidad: hasta que no estén a salvo todos nadie estará a salvo, como demuestra la necesidad de que el mundo entero esté protegido por vacunas. Confío en que esto pueda, en algún momento que no me atrevería a pensar como inmediato, abrir una base diferente para una nueva cultura política pero también para una forma de vida éticamente significativa.

Un tema como la inmigración puede ser paradigmático de cómo es hoy el debate. Algunos pueden jugar de forma irresponsable a generar una situación de miedo mientras que otros parecen no percibir los desafíos que evidentemente también conlleva. Parece que solo se puede ser de uno de los dos bandos y no hay grises ni matices. Quizá por una cierta cultura de la cancelación, por usar la expresión de moda, ¿nos falta conversación?

En efecto es un tema paradigmático del tipo de debate polarizado y lleno de argumentaciones falaces, repleto de generalizaciones y falsas premisas, que no deberíamos tener en los términos en los que se suele producir, precisamente porque se construye más como una fuerza disgregadora que como un debate socialmente constructivo. Acerca de esta cuestión hay dos líneas rojas fundamentales y bien trazadas: por un lado la normativa internacional y nacional, que subraya siempre, como no puede ser de otro modo, la perspectiva de los derechos humanos. Y por otro lado está la parte técnica, con estudios demográficos científicamente fundamentados y con una labor de profesionales del trabajo social. Yo me guío por la gente que sí que sabe de las cuestiones y que día sí y día también se echan las manos a la cabeza al ver cómo estas materias tan cruciales para una sociedad y para las garantías de los derechos de personas como usted y como yo son banalizadas e instrumentalizadas por partidos que en efecto juegan con el bien común, porque agitar espectros en una época de crisis es una actitud claramente antipolítica. El fenómeno de la inmigración, como cualquier fenómeno social, conlleva evidentemente desafíos, que se inscriben en la línea del desafío presente en cualquier política social, que es la ordenación justa y equilibrada de la vida en común. Convertirlo en un arma política es sencillamente atentar contra el bien común, torpedeando la búsqueda razonable y razonada de soluciones justas y adecuadas para que la vida cotidiana de las personas discurra por cauces pacíficos. Falta conversación, en efecto, pero yo matizaría del siguiente modo: falta conversación pública, esto es, conversación de calidad. A la cháchara continuada en redes no se le puede llamar conversación pública, porque adolece de casi todas las premisas necesarias para hablar con seriedad y de modo eficaz sobre cuestiones profundas y graves. Más bien está orientada a la banalidad, a la velocidad irreflexiva y a la falta de espíritu cooperativo. Cuando no, como he señalado, a la alimentación de actitudes antipolíticas que presentan soluciones extremas, injustas y alarmistas a lo que puede y debe ser tejido con paciencia, cuidado, estudio y escrupulosa ética política.

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