Job sienta a Dios en el tribunal
Querido Pascual,
En mi última carta te dije que volveríamos sobre el libro de Job y en especial sobre ese hombre de Hus que tuvo el coraje de dirigirse directamente a Dios para preguntarle, para pedirle el porqué de su sufrimiento, a pesar de las voces de los abogados defensores del Altísimo, para los que toda pregunta sobra.
Hablando de preguntas, esta semana me ha venido recurrentemente a la memoria la imagen del papa Benedicto XVI en su visita al campo de concentración de Auschwitz. ¿Qué crees que fue lo primero que dijo este obispo de Roma, considerado por muchos el gran defensor de Dios en nuestra época pagana? Aquí tienes sus primeras palabras:
“Tomar la palabra en este lugar de horror, de acumulación de crímenes contra Dios y contra el hombre que no tiene parangón en la historia, es casi imposible; y es particularmente difícil y deprimente para un cristiano, para un Papa que proviene de Alemania. En un lugar como este se queda uno sin palabras; en el fondo sólo se puede guardar un silencio de estupor, un silencio que es un grito interior dirigido a Dios: ¿Por qué, Señor, callaste? ¿Por qué toleraste todo esto?”.
Siempre me ha impresionado esta estampa, en la que ni más ni menos que un Papa, la cabeza de la Iglesia católica, se dirige a Dios delante de millones de personas que lo habrían de ver por la televisión, preguntándole: “¿Por qué callaste?”. O como más adelante dice el Papa en el mismo discurso: “¿Dónde estaba Dios en esos días?”. Una vez más se muestra que el verdadero creyente, el verdadero hombre de fe, no es el que cree y calla, sometido a un poder divino que todo lo sabe y ante el que uno se somete, sino el que pregunta con la confianza de un hijo con su padre.
El libro por antonomasia, de la Biblia, en el que se nos muestra quién es el verdadero creyente y quién no lo es, es el libro de Job. En él se contraponen los dos modelos, el del que grita a Dios, buscando el porqué, y el de los que censuran el grito como abogados defensores de Dios. Estos últimos, los “amigos de Job” se fundan en la regla mecánica de que, siendo Dios justo, los bienes que disfrutamos, o los males que sufrimos, se deben atribuir a nuestros actos buenos o malos, respectivamente. Salir de esta regla sería peligroso porque implicaría abandonar el mundo de nuestras ideas o esquemas y adentrarse en una pregunta dirigida a Dios cuya respuesta no conocemos…
Como ya vimos la semana pasada, la pregunta que Job dirige a Dios no es precisamente “educada” ni es meramente “académica”, como quien busca satisfacer una curiosidad. Tiene la forma del grito del que ha pasado noches sin dormir atormentado por sus dolores, después de haber perdido a sus hijos y todos sus bienes. Sin embargo, Job está lejos del “ateo” o “agnóstico” de nuestros días. Sabe perfectamente que Dios es el creador de todo, que es omnipotente y que se presenta como justo. Por eso entiende que la “batalla” es con Él, no con los amigos que intentan convencerlo para callar y someterse a Dios. Si aceptara la hipótesis de sus amigos, tendría que concluir que Dios es injusto o caprichoso, dado que un justo como Job recibe males. Pero porque sabe que Dios no es así, decide enfrentarse a Él para exigirle una respuesta, para arrancarle el porqué.
En el libro de Job ese “enfrentamiento” se reviste de lenguaje jurídico: Job quiere llevar a Dios ante el tribunal; presenta los cargos y quiere que Dios intervenga y se defienda. Pero es difícil encontrar un juez que medie entre Dios y el hombre:
“No es un hombre como yo para decirle:
«Vayamos juntos a juicio».
Si al menos hubiera un mediador,
que pusiera su mano entre los dos,
que retirara su vara de mi espalda
para librarme del terror que me atenaza,
entonces hablaría sin temerle,
pues creo que no soy culpable” (Job 9,32-35).
Con todo, desea ese cara a cara y levanta su puño al cielo presentando su alegato, convocando a su “rival” (y, a la vez, único juez):
“Silencio, que voy a hablar:
suceda lo que suceda,
voy a jugármelo todo,
poniendo en riesgo mi vida.
Escuchad con atención mis palabras,
prestad oído a mi declaración;
tengo aquí preparada mi defensa
y sé que soy inocente.
Si alguien pudiera contender conmigo,
ahora mismo callaría y moriría.
Asegúrame solo estas dos cosas,
y no tendré que esconderme de ti:
que alejarás tu mano de mí,
que no me espantarás con tu terror;
después acúsame y te responderé,
o déjame hablar y tú replicarás” (Job 13,13-14.17-22).
Casi al final del libro, después de páginas y páginas en las que oímos solo la voz de Job, que se lamenta y llama a Dios, y la de sus amigos que defienden a un Altísimo hecho a su medida, por fin, el Señor toma la palabra. Y lo hace para aceptar el desafío de Job. Sin embargo, en lugar de sentarse en el banquillo de los acusados, en sede judicial, tal y como Job quería, Dios se sienta entre los bancos de la escuela e invita a Job a subir a la cátedra: ya que sabe tanto, el Señor le va a hacer unas cuantas preguntas, esperando que le instruya:
“El Señor habló a Job desde la tormenta:
«¿Quién es ese que enturbia mis designios
sin saber siquiera de qué habla?
Si eres hombre, cíñete los lomos;
voy a interrogarte y tú me instruirás.
¿Dónde estabas cuando cimenté la tierra?
Cuéntamelo, si tanto sabes.
¿Quién señaló sus dimensiones
(¡seguro que lo sabes!)
o le aplicó la cinta de medir?
¿Dónde encaja su basamento
o quién asentó su piedra angular
entre la aclamación unánime
de los astros de la mañana
y los vítores de los hijos de Dios?” (Job 38,1-7).
A continuación, siguen cuatro capítulos hechos a base de preguntas que van dejando a Job cada vez más pequeño. En el fragor de la “batalla” se había levantado a la altura de Dios pidiendo justicia. El Señor le responde desplegando los misterios de la naturaleza que remiten a un Dios que sostiene todo el orden del universo. Job sigue sin entender el porqué de su sufrimiento, pero se acaba de topar con el mismo Dios que le ha introducido en el misterio de la realidad… y se da cuenta de que su hablar había sido torpe:
“Es cierto, hablé de cosas que ignoraba,
de maravillas que superan mi comprensión.
Escucha y déjame hablar;
voy a interrogarte y tú me instruirás.
Te conocía solo de oídas,
pero ahora te han visto mis ojos;
por eso, me retracto y me arrepiento,
echado en el polvo y la ceniza” (Job 42,3-6).
Job pide bajarse de la cátedra para que la ocupe Dios y, ya desde los bancos de escuela poder preguntar al Altísimo: “Escucha y déjame hablar; voy a interrogarte y tú me instruirás”. Qué preguntaría Job a Dios no lo sabemos (el libro ya no lo dice). Pero ciertamente, y ya como lo hace un niño con su padre, le preguntaría sobre el misterio del sufrimiento inocente.
El libro se cierra con un “juicio” de Dios sobre los amigos de Job (sus “abogados defensores”) y el mismo Job. Dirigiéndose a Elifaz, el mayor de los “amigos”, le dice: “Estoy irritado contra ti y contra tus dos compañeros, porque no habéis hablado rectamente de mí, como lo ha hecho mi siervo Job” (Job 42,7). Más de uno podría decir, sorprendido, “¡pero si Job ha dicho de todos los colores contra Dios!”. Con este juicio, Dios afirma explícitamente que el verdadero fiel es aquel que pregunta, que se dirige al Padre como un hijo (aunque sea a costa de excederse), no aquel que lo sustituye con una doctrina o una ley.
Søren Kierkegaard, en su obra La repetición, resume certeramente la posición de Job, buscando justicia, y su resultado: “¿Se equivocó, pues, Job? Desde luego, se equivocó de medio a medio, porque no pudo apelar a un tribunal más alto que el que le juzgó. ¿Tuvo Job razón? Desde luego, tuvo una razón como un templo, precisamente porque se equivocaba delante de Dios”. Este es el verdadero creyente: el que está delante de Dios.
La semana que viene vuelvo a España para empezar mis vacaciones, muy deseadas después de estos intensos meses de estudio. Tendremos ocasión de vernos. En Septiembre cerraré mi año de investigación en Dublín, en el Trinity College. ¡Entonces retomaremos nuestra correspondencia!
Un abrazo,
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